Pascual Vera Nicolás
Los diputados murcianos en las Cortes de Cádiz
La Región de Murcia y la Constitución de 1812
2012
Créditos
© Pascual Vera Nicolás, 2012
Edita: Comisión Mixta Asamblea Regional de Murcia-Real Academia Alfonso X El Sabio
Belén Fernández-Delgado y Cerdá.
Begoña García Retegui.
José Antonio Pujante Diekmann.
Francisco Javier Díez de Revenga.
Ángel Luis Molina Molina.
Cayetano Tornel Cobacho.
María Teresa González-Adalid Cabezas.
Documentación y fotografía:
Ana María Martín Luque.
I.S.B.N.: 978-84-615-8829-9
Depósito Legal: MU 469-2012
Diseño e Impresión:
Compobell S. L. Murcia
www.compobell.com
Foto portada:
Ana María Martín Luque
En recuerdo de Manuel Martín Parodi, abuelo de mis hijas,
que siempre llevó Cádiz en su corazón y en su retina.
Agradecimientos
– Archivo del Congreso de los Diputados
– Archivo General Militar de Segovia
– Archivo Municipal de Lorca
– Casino Gaditano
– Consorcio para la conmemoración del II Centenario de la Constitución de 1812
– Fundación Federico Joly
– Fundación Centro de Estudios Constitucionales 1812
– Museo de Historia de Madrid
– Museo Iconográfico e Histórico de las Cortes y Sitio de Cádiz
– Oficina Cádiz 2012
– Ana María Fimia de la Torre
– Enrique García Agulló, Coordinador de la Oficina Cádiz 2012
– Juan Ramón Ramírez Delgado, Director del Museo de la Cortes de Cádiz
– Laura Vera Martín
– Rocío Vera Martín
Y especialmente a Juan González Castaño, que puso en todo momento sus conocimientos y su valiosa biblioteca al servicio de esta iniciativa.
Presentación
Hace doscientos años las Cortes de España, elegidas por primera vez por el pueblo llano, aprobaron la Constitución de 1812, conocida popularmente como la “Pepa”. Aquél texto legal, aprobado por unas Cortes reunidas en Cádiz con la práctica totalidad del país tomado por los franceses, supuso entre otras muchas cosas que los españoles dejaran de ser súbditos para convertirse en ciudadanos y consagraran en una Norma sus ansias de libertad.
La Asamblea Regional, el parlamento de la Comunidad Autónoma de la Región de Murcia, no podía dejar pasar esta efeméride, sin contribuir, de algún modo, a la difusión de unos hechos históricos, en los que muchos ven el inicio del parlamentarismo español y la génesis de un sueño democrático que se alcanzaría plenamente con la Constitución de 1978, ciento sesenta y seis años después.
Es por ello que, a través de la Comisión Mixta Asamblea Regional de Murcia-Real Academia Alfonso X El Sabio, hemos alentado la realización de esta obra y de la exposición itinerante que la complementa, que añade a lo ya publicado un rasgo diferencial: la especial atención a los diputados doceañistas murcianos, para conocer quiénes eran, y cómo y en qué circunstancias ejercieron su labor parlamentaria.
El proyecto enlaza con otra obra promovida asimismo por la Comisión Mixta: “Parlamentarios por Murcia: dos siglos al servicio de una Región”, desarrollado también por Pascual Vera Nicolás, que supone un recorrido por nuestra historia desde las Cortes de Cádiz hasta nuestros días, a través de los más de setecientos representantes que ha tenido Murcia en los distintos parlamentos habidos desde entonces, incluida la Asamblea Regional de Murcia, parlamento de ámbito regional nacido al calor de un nuevo modelo de Estado, el de las Autonomías, diseñado en la Constitución de 1978. Las diferencias entre todos esos parlamentos son muy grandes, como también lo son las circunstancias históricas que rodearon su génesis y funcionamiento. Pero, en todos ellos hay un denominador común, que se consagra precisamente en las Cortes de Cádiz: su carácter de foros políticos en los que los representantes de los ciudadanos defienden sus ideas por medio de simples y valiosos instrumentos como son el debate y la palabra, en definitiva, con el arte de parlamentar, una herramienta política de primer orden que ha servido para alcanzar sueños y transformar sociedades.
Francisco Celdrán Vidal
Presidente de la Asamblea Regional de Murcia
Prólogo
La Constitución de 1812 y el espíritu de un tiempo nuevo
Las Cortes generales y extraordinarias de Cádiz, con su producción legislativa y su obra cumbre, la Constitución de 1812, convirtieron los poco más de tres años y medio en que tuvieron lugar (septiembre 1810-mayo 1814) en uno de los momentos estelares de la historia de España. Y esto es así por la elocuente razón de que es aquí cuando el pueblo español logra, por primera vez, tomar el protagonismo de su destino e inscribir el anhelo de libertad y de felicidad como objetivo fundamental del gobierno.
España entra con las Cortes de Cádiz por derecho propio, y en fecha muy temprana, en la era del constitucionalismo. Se ponen las bases del Estado de Derecho (división de poderes, monarquía limitada, derechos personales, garantías penales y procesales, independencia judicial, control de constitucionalidad de las leyes...), se crean las estructuras básicas del régimen democrático (soberanía popular, principio representativo, parlamentarismo, sufragio universal, igualdad ante la ley, libertad de expresión, responsabilidad del Gobierno...) e incluso se articulan algunas piezas, mínimas, de lo que muy posteriormente se llamará Estado Social (educación pública básica, creación de universidades, sistema impositivo proporcional...)
Es cierto que el régimen constitucional de Cádiz no es homologable al actual, pues contiene decisiones y silencios que hoy nos parecen intolerables, como la postergación de la mujer, la falta de traducción política del pluralismo territorial español, el mantenimiento del poder real en el ámbito ejecutivo y legislativo, la existencia de una religión oficial, la ausencia de libertad religiosa o la admisión tácita del esclavismo, y es cierto también que su existencia fue breve, accidentada e incompleta, a causa de la situación de guerra y de la involución absolutista, pero ello no le puede restar un ápice de importancia. Cádiz supuso un punto de inflexión en las relaciones entre el poder y el pueblo y se convirtió de forma inmediata en emblema y luz de referencia en la conquista de la libertad, y no solo en España, sino también en América y Europa. Debemos ser conscientes del tiempo histórico y del contexto político, social y económico entonces existente; si nos imbuimos de él podemos advertir sin dificultad que lo esencial del constitucionalismo –ese afán de limitar el poder y de garantizar los derechos fundamentales– está en Cádiz. Como ha dicho magistralmente Alejandro Nieto, “lo verdaderamente relevante no fue el texto de la Constitución, sino la filosofía política y la ideología que en ella había encarnado”.
El estallido constitucional de Cádiz no es, sin embargo, fruto de la causalidad, de un proceso revolucionario o de una actuación providencial de un hombre de Estado; nada de eso. Cádiz es el resultado de un conjunto de hechos, actos y circunstancias muy distintos que formaron el caldo de cultivo preciso para que ello fuera posible. Están la Guerra de la Independencia y el debilitamiento del poder real; están, por supuesto, los precedentes revolucionarios de América y Francia y el flujo incontenible de las ideas de la Ilustración; están también la ruina económica y el desbarajuste social provocado por el absolutismo, los gremios y los señoríos; y están por último, y por encima de todo, el valor y determinación de un pueblo y el empuje y el tino de unos hombres concretos, entre otros los diputados de Cádiz.
De todo ello se habla en este magnífico e interesante libro, del que cabe destacar no solo su rigor histórico, sino también el estilo ameno y la claridad expositiva que le ha imprimido su autor, Pascual Vera, ese gran profesional de la comunicación, escritor y universitario con el que tenemos la fortuna de contar en la Universidad de Murcia desde hace ya algunos años. Pascual Vera combina con maestría en esta obra el tratamiento de lo general –el trasfondo de la Guerra, el desarrollo de las Cortes, la obra constitucional– con el análisis de lo particular de un territorio concreto –Murcia–, sobre el que refiere jugosas anécdotas y desconocidas biografías.
Uno de los muchos méritos de este libro es introducirnos en el espíritu de ilusión y de esperanza iniciática que entonces se vivió, es decir, en hacernos sentir el fervor con que el pueblo contemplaba la Constitución, a la que atribuía una inusitada capacidad fundacional y transformadora, casi taumatúrgica. Es muy significativa a este propósito la encendida defensa del sistema constitucional que se hace en el Preámbulo del Decreto de convocatoria de las Cortes, en donde se habla a los españoles de la Constitución como “corona de la felicidad” y “barrera eterna entre la mortífera arbitrariedad y vuestros imprescriptibles derechos”, se advierte que “sin Constitución, toda reforma es precaria, toda prosperidad es incierta; sin ella, los pueblos no son más que rebaños de esclavos, movidos al arbitrio de una voluntad frecuentemente injusta, y desenfrenada siempre”, se defiende la necesidad de tener “una Constitución donde se afiance sólidamente la reforma de todos los ramos que han de contribuir a vuestra prosperidad, donde se hallen las bases y principios de una organización social digna de hombres como vosotros” y se concluye que la Constitución “debe ser el principal objeto de vuestros afanes, el consuelo de la desolación que padecéis, el premio de vuestro valor y la esperanza de la victoria”.
Esta declaración preambular se recoge en la presente obra, constituyendo un ejemplo, de su riqueza, al igual que el admirado Galdós recopiló en los Episodios Nacionales las estrofas espontáneas que cantaba el pueblo para jalear a los constituyentes. Algunas como las siguientes:
Del tiempo borrascoso
que España está sufriendo,
va el horizonte viendo
alguna claridad.
La aurora son las Cortes
que con sabios Vocales
remediarán los males
dándonos libertad.
Respira España y cobra
la perdida alegría,
que ya se acerca el día
de tu felicidad.
Es inevitable tener cierta sensación de ternura y simpatía por esa ilusión desbordante, casi inocente, presente en la ciudadanía en 1812, como también parece imposible no experimentar hoy un fuerte sentimiento de preocupación y desasosiego por la situación actual. Qué diferencia, por cierto, de ambiente y perspectiva entre el proceso constituyente de Cádiz y la atropellada –por decir lo mínimo– reforma constitucional de 2011.
De todas formas, hay esperanza, siempre debe haberla. Basta pensar en el desbordamiento republicano de 1931 o en los años mágicos de la transición al actual régimen constitucional para advertir ciertos y muy significativos paralelismos con Cádiz, entre otras cosas que cuando el pueblo español se lo propone es capaz de dar lo mejor de sí mismo en pro de la libertad, la igualdad y el progreso, en definitiva de su felicidad. Y, en cualquier caso, siempre nos quedará Cádiz en el recuerdo.
Luis A. Gálvez Muñoz
Profesor Titular de Derecho Constitucional
y Consejero del Consejo Jurídico de la Región de Murcia
Introducción
El nacimiento de un sueño
Para comprender el alcance de lo que comenzó a surgir en aquellas Cortes que en 1810 se reunían en una ciudad española asediada, hay que ponerse en situación sobre las circunstancias que rodearon al primer parlamento español.
Todo el país está en guerra, su monarca –el rey que aceptan todos los españoles–, recién llegado al trono, acaba de ser recluido en Francia por un emperador megalómano que intenta dominar el continente y aislar a Inglaterra, el único país al que no podrán reducir. Será en el extremo sur de Europa, en Cádiz, una ciudad bombardeada de manera inmisericorde por el ejército más poderoso del mundo, donde ocurra. La población está sometida, además, al asedio de una epidemia mortal que diezma a la población. Allí es donde se reúnen unas Cortes elegidas por primera vez por el pueblo en pleno, en virtud de un sufragio universal, un concepto desconocido hasta entonces en nuestro país, que daba voz al pueblo y ponía sobre el tapete la fuerza de la mayoría, anticipando la democracia.
En estas circunstancias tan excepcionales puede calificarse de auténtico milagro el hecho de que se iniciara el albor democrático en España. Pero sería precisamente este nacimiento en condiciones tan desfavorables, en medio de una lucha contra un enemigo común, lo que actuó como acicate y pegamento solidificante para conciliar intereses, algo que desapareció en cuanto el rey regresó a España. Y es que, la Guerra de la Independencia produce una curiosa paradoja: que los reformadores –esto es liberales y afrancesados– lucharan en bandos opuestos, mientras que la España que luchaba por su independencia estaba integrada por partidarios de las reformas, pero también por absolutistas, opuestos con todas sus fuerzas a las innovaciones que propugnaban los progresistas.
Con la Constitución de Cádiz, España da un paso de gigante en su historia y pasa a una nueva época. Esa Carta Magna, que por primera vez se da el pueblo, inscribe a nuestro país con letras de oro en la época Contemporánea. Hasta poco antes habían existido esclavos, y la Inquisición había ejercido un poder omnímodo, amenazando con su insidiosa presencia cualquier atisbo de progreso en este país. Pero la nueva Constitución que comienza a redactarse en Cádiz trae el aroma de libertad que había comenzado a aspirarse en Estados Unidos y Francia, y convertirá en ciudadanos a los antaño súbditos, dotándolos de unos derechos que, pocos años antes, sonaban a mera ilusión o eran completamente desconocidos por un pueblo sometido a los antojos de sus gobernantes.
La ciudad de Cádiz se convierte en una referencia para todo el país, el único lugar fuera del alcance del ejército francés, donde se había reunido un grupo de elegidos para tratar de “la felicidad de los españoles”. Y España asiste a una auténtica revolución, un intento de modernización que va a cambiar su faz en muchos aspectos, adaptándola a los nuevos tiempos, un gran intento modernizador –el primero que se produce en nuestro país– que se reflejará en todos los órdenes: político, social, económico, de derechos ciudadanos, religioso... Es el momento de inflexión entre un mundo que termina y otro que empieza.
La brevedad de su existencia no resta valor a lo conseguido, pues la influencia de esta primera Constitución se prolongaría en nuestra historia, impregnando con sus valores todos y cada uno de los intentos constitucionales que tendrían lugar en España en el siguiente siglo y medio. Sin duda, la España de hoy debe mucho a aquella audaz obra iniciada por un grupo de hombres en un apartado rincón del país.
Aquella Constitución fue la primera experiencia crítica en España contra un gobierno inmovilista que ejercía su labor de espaldas a los ciudadanos.
La sombra alargada de una Constitución
Hoy, dos siglos después de aquellos hechos, podemos asegurar sin temor a apartarnos lo más mínimo de la verdad histórica, que los diputados de aquellas primeras Cortes fueron los auténticos iniciadores de lo que sería con el tiempo un estado de Derecho más justo y avanzado, cuyas reformas y aportes a la reestructuración de un país hasta entonces anquilosado, y en medio de una terrible guerra, fueron definitivas, pese a su brevedad, en nuestra historia.
La Constitución sostenida por el pueblo corona el monumento a la Constitución de 1812, en Cádiz. Foto: Ana Martín.
La sombra de la influencia de la Carta Magna de 1812 es alargada, ya que acabó constituyéndose en un emblema para los liberales españoles del siglo XIX, inspirando las siguientes Constituciones españolas, y también para otros movimientos liberales europeos, ejerciendo una gran influencia en la Leyes Fundamentales portuguesa, holandesa y rusa, y por supuesto en los reinos italianos: Nápoles, las dos Sicilias, Piamonte, Cerdeña...
Edición de la Constitución de 1812, punto de partida del constitucionalismo español.
También estuvo muy presente en todo el proceso liberador americano. Tras la independencia de Estados Unidos se vislumbraba la gran dificultad que iba a suponer mantener tierras en América. Las Cortes de Cádiz, pese a las quejas de los habitantes de ultramar, plantaron la semilla para su emancipación, proporcionándoles además un modelo de Constitución que tendría mucho que ver en su proceso de emancipación.
A doscientos años de su convocatoria, el juicio que merecen aquellas Cortes entre los historiadores es unánime respecto a su trascendencia, tanto por lo que significaron en función de su carácter precursor, como por la importancia revolucionaria que suponen sus reformas.
El monumento para conmemorar el primer centenario de la Constitución de 1812 es obra del arquitecto Modesto López Otero y del escultor Aniceto Mariñas, que ganaron el concurso para el monumento conmemorativo. Su estructura representa el hemiciclo parlamentario y se articula en torno a un pilar de 32 metros de altura en los que el pueblo sostiene el texto constitucional. Su privilegiada situación permitía que este monumento, consagrado al símbolo de la libertad en España, pudiese ser divisado desde el mar por los barcos que llegaban al puerto de Cádiz. Foto: Ana Martín.
Los comienzos del parlamentarismo
Las Cortes de Cádiz aportan algo desconocido entre nosotros: el parlamentarismo, poniendo de relieve que la palabra es el único modo lógico y humano de hacer política. La forma más contundente de exponer que no es con las armas, como había ocurrido hasta entonces, la manera en que se debe gobernar. Que es la defensa de las ideas, la exposición de motivos, la argumentación de razones y la elaboración de programas políticos lo que puede hacer avanzar un país. En adelante quedaría claro que para legislar es preciso debatir, y el único debate posible es aquel en el que la palabra se alza libre. Y la palabra fue libre por primera vez en aquellas Cortes, que abolieron la censura y promovieron la libertad de imprenta y opinión.
Jura de la Constitución por los diputados. Monumento a las Cortes en Cádiz. Foto: Ana Martín.
No es en vano el hecho de que el gran templo de la democracia sea el parlamento, es decir, el lugar en el que se habla.
Según Alcalá Galiano, unos de los padres de nuestra primera Constitución, nunca hubo una democracia más perfecta que la que se dio en España en esos momentos. Y de manera semejante se expresa el escritor Vicente Blasco Ibáñez, que califica aquella Asamblea de excelente propagandista de las doctrinas democráticas, poseedora de “un valor sin límites en los más difíciles trances y un patriotismo a toda prueba”1.
Cuando el 4 de mayo de 1814, apenas dos años y dos meses después de haber sido aprobada, Fernando VII prohibía la Constitución, en un intento por conservar en su persona los antiguos privilegios de sus antecesores, no se percataba de que las ideas que defendía el nuevo texto ya habían arraigado en la sociedad. Fue la pérdida de muchos de sus derechos entre la poderosa clase privilegiada lo que provocó la reacción de los viejos enemigos, pero la semilla estaba plantada, y germinaría en otras dos ocasiones, demostrando que sus principios: soberanía nacional, división de poderes, homogeneidad de las leyes, libertades..., seguían siendo válidos.
La Junta de Defensa de Cádiz no accede a la petición de rendir la ciudad por parte de José Bonaparte. Monumento a las Cortes en Cádiz. Foto: Ana Martín.
Y serían reivindicados por el pueblo una y otra vez hasta su aprobación definitiva. Aunque ésta tardara nada menos que 164 años en tomar forma. Concretamente hasta 1978, fecha en la que se aprobaría la primera Constitución estable y duradera de nuestro país, heredera de aquellas ideas de libertad, concordia y modernidad que se habían defendido en España por primera vez en 1812.
Nace el ciudadano y la Nación española
La base de la sociedad planteada por la Constitución es un hombre nuevo, un concepto prácticamente desconocido: el ciudadano.
Con la Carta Magna nacen los ciudadanos y, con ellos, una nueva manera de entender la gobernación y la relación con su soberano. Será el paso definitivo –que habrá que dar más veces, sin embargo– para que el vasallo adquiera unos derechos y libertades que nunca le habían sido reconocidos hasta este punto en España. Por vez primera en nuestro país, todos sus habitantes son libres e iguales ante la ley.
Y está a punto de surgir la Soberanía Nacional, un nuevo concepto llamado a revolucionar las relaciones de los españoles con el poder. La sociedad de clases, apoyada en los antiguos privilegios de sangre, tiene sus días contados.
Por otro lado, el término Nación Española brota en las Cortes de Cádiz por primera vez en la historia. España adquiere conciencia nacional precisamente en medio de una guerra por su independencia contra un invasor extranjero. Es en estos momentos, y en la ciudad de Cádiz, donde se oye gritar por primera vez, en boca de la multitud, “¡Viva España!”, en simbólico grito de apoyo a una causa en la que se involucran todos en su defensa contra el invasor.
El pueblo español es por primera vez protagonista de su propia historia. Aquellas Cortes demostraron a la nación que podían ejercer el poder unas clases siempre despreciadas y apartadas del mismo.
Y es que, la extensión del voto a una capas amplias de la población, fueron el primer escalón para cambiar la mentalidad social e incorporar el pueblo a las decisiones políticas.
Anónimos protagonistas de la historia
A doscientos años del parlamento gaditano, continúa siendo una labor imposible concretar con precisión quiénes lo integraron. Probablemente fue la situación anómala de guerra la causante de que, con la documentación que ha llegado hasta nosotros, todavía no pueda establecerse el número exacto y los nombres de quienes la compusieron, pues las cifras que ofrece cada fuente varían en unas proporciones asombrosas.
Y si esto ocurre con las cifras y el nombre de sus componentes, qué habría que decir de los protagonistas en sí, de su historia personal, de su papel en aquellas Cortes y de su biografía anterior y posterior a ellas.
Vidriera realizada por Mauméjean Hermanos. En 1912, para conmemorar el primer centenario de la Constitución, se realiza esta composición alegórica que simboliza el momento en que las representaciones de la nacionalidad española juran cumplir, guardar y respetar el Código político de las libertades patrias y defender la integridad y soberanía nacional. Museo de las Cortes de Cádiz.
A pesar de la gran cantidad de literatura y estudios referidos a la Constitución de Cádiz, es muy poco lo que se sabe en general de los diputados que formaron parte de ellas, y aún menos de los murcianos. Un vacío que conviene ir rellenando para enmendar esta laguna en un aspecto tan fundamental de nuestra historia, tanto de la más próxima –la Región de Murcia– como de la que hace referencia al resto de España.
Para el historiador Juan González Castaño, uno de los eruditos que más se han dedicado a su estudio, lo escaso de la historiografía sobre la Guerra de la Independencia en Murcia se debe en buena medida a su situación, en medio de Castilla, Valencia y Andalucía, reinos que sí registraron hechos bélicos cruciales. A diferencia con nuestros vecinos, en la Región de Murcia, no se produjeron episodios militares importantes2.
Una razón de peso, sin duda, a la que habría que sumar otro motivo: el hecho de que los absolutistas se hicieran con el poder tras la contienda, lo que debió impulsar a la ocultación y destrucción de muchos de los impresos escritos en este período y publicados en forma de bandos, proclamas y folletos, que alentaban y defendían la Constitución y la postura más liberal, perseguida con saña por los absolutistas tras el regreso del insidioso monarca.
Ante este panorama, la intención de la presente publicación es poner de relieve cómo fue el tiempo en el que se gestó nuestra primera Constitución, de qué manera se llevó a cabo, y cuáles fueron los avatares en que se vio envuelta por los convulsos momentos en los que se elaboró y promulgó, así como conocer la personalidad de nuestros primeros diputados. Pero, por encima de todo, ofrecer una muestra de reconocimiento a aquellos primeros padres de la Patria que pusieron lo mejor de ellos mismos en un intento de modernización del país como no se había producido hasta entonces. Y, desde luego, poner destacar la importancia de esos hechos en el acontecer posterior de nuestro país.
A partir de ahora, desfilarán por estas páginas los diputados a Cortes y quienes escuchaban ensimismados, atribulados, esperanzados o escandalizados, las discusiones de nuestros próceres en las primeras Cortes; los que formaban corros para comentar en las plazas las últimas decisiones de los diputados y los que se acercaban a las tertulias de los cafés para conocer lo que acontecía. Soldados heróicos y también vividores que pretendieron aprovecharse de la confusión reinante; el pueblo anónimo, desolado en una situación de crisis, pero también la multitud capaz de salir a la calle y enfrentarse a un enemigo muy superior para luchar por lo que consideraban suyo; los individuos ocultos en los montes a la espera de que unos militares crueles dejen de saquear sus viviendas y quienes se presentan voluntarios para luchar descalzos contra un potente ejército. Oficiales que se apartan y miran para otro lado cuando el enemigo poderoso acecha, y generales capaces de enfrentarse a las tropas enemigas sin posibilidad alguna de vencer; médicos que combinan el uso del fonendoscopio con el mosquetón y escritores que ponen lo mejor de sí mismos en arengar y estimular a los suyos.
Y sobre todo, aquellos 185 firmantes de una Constitución que pretendía ser la salvaguarda del futuro de España.
Notas
1. Vicente Blasco Ibáñez, “Las Cortes de Cádiz. Historia de la Revolución española”, Cádiz 2007, pág. 13.
2. Juan González Castaño, “Aproximación a la guerra de la Independencia en el antiguo Reino de Murcia”, Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia, discurso de apertura del curso académico 2009-2010, Murcia 2009, pág. 7.
Un país en guerra y revolución
La Guerra de la Independencia: una visión general
La situación de España a comienzos del siglo XIX era deplorable económica y socialmente. En una nación que había visto extenderse sus conquistas a los confines más apartados, el ejército había dejado de ser importante, la administración era arcaica, y las clases privilegiadas, (clero y nobleza), lo eran hasta límites vergonzantes, sin importarles la situación de miseria por la que atravesaba el pueblo. Son estas circunstancias las que hacen pensar a Napoleón que unas mínimas reformas encaminadas a favorecer la naciente, y aún incipiente clase media, le granjearía las simpatías de los españoles.
Los emisarios enviados por el emperador francés en los últimos días de 1807 y comienzos de 1808, para que le informasen sobre la realidad española, son claros y acertados en sus dictámenes sobre el país. Pero yerran en una cosa: a pesar de sus privaciones, de las penalidades y de su sometimiento forzado a instituciones caducas, la clase baja permanecía leal al rey. Y estaban dispuestos a luchar por él hasta la muerte. Napoleón sólo se enteró de este extremo cuando ya era demasiado tarde.
Ante la invasión surgen por todas partes diversos intentos de rebelarse contra el poder extranjero, pequeños chispazos disgregados por el territorio nacional que se transforman en Juntas centrales. Esto trajo como consecuencia el que las victorias francesas no se tradujeran en un dominio efectivo, pues se veían obligados a multiplicar el control y la vigilancia por toda nuestra geografía.
Lo que ocurrió en España era, desde luego, diferente a todo lo anterior que había conocido un ejército imbatido en Europa. Hasta entonces, tras una serie de derrotas infligidas al país atacado, se llegaba a obtener su claudicación. Pero aquí, a cada derrota surgía un mayor empeño contra el invasor, como si la crueldad y los desastres bélicos ejercieran de revulsivo contra el adversario.
La mismísima Junta Central impartió instrucciones sobre cómo causar el mayor mal que se pudiese a los franceses, proporcionando información y alentando a usar técnicas como arrojar por las ventanas frascos de fuego, ollas o botes de boca ancha contra el enemigo “para hacerles todo el daño que sea posible”, impartiendo ideas que intentaban servir de ariete contra el adversario e inflamar la conciencia del pueblo, al que informaban de que las tropas francesas “no practican ningún acto de religión, ni aprecian ningún genero de virtud. La vida de los hombres les es tan indiferente como la del animal más despreciable”, argumentaban en sus escritos.
España entera se sumió en una guerra total extendida a todo el territorio y la población. Es probablemente la dispersión estratégica de las fuerzas ocupantes, en el inútil intento por controlar todos los focos insurgentes, la causa de que aún hoy la historiografía diste mucho de haber captado en su totalidad todo su alcance y los hechos que acaecieron y rodearon este período.
Curiosamente, las peculiaridades de la contienda hacen que se sitúen en bandos opuestos liberales y afrancesados, dos grupos que perseguían las reformas y que, sin duda, habrían unido sus esfuerzos en cualquier otra situación, pero a los que las circunstancias convirtieron en enemigos. En todos los puntos de la España libre, el de afrancesado era el peor insulto que se podía profesar a alguien. Y quien se hacía digno de él, se convertía en un serio candidato a perder la vida bajo la furia del pueblo.
Los antecedentes: el Motín de Aranjuez
A finales del siglo XVIII, una honda transformación se estaba extendiendo por todo el occidente europeo, sustentada por nuevas ideas que originan las primeras constituciones y que permiten algo desconocido hasta entonces: el convencimiento de que los ciudadanos son libres, iguales ante la ley, y con posibilidades de participar en la vida pública de su país. Esta idea, plasmada primero en Estados Unidos e inmediatamente después en Francia, se extiende por todo el occidente europeo.
En España, las viejas y las nuevas opiniones pugnan por vencer en una contienda desigual, pues los apoyos con que cuentan las primeras se remontan al comienzo de los tiempos, y sus valedores poseen numerosos resortes de los que carece el otro sector, que apenas empieza a despuntar en nuestro país. Al final del reinado de Carlos III, con las reformas que había llevado a cabo a favor de la clase media, fueron olvidadas en el reinado de Carlos IV, con gran dicha para la nobleza y el clero.
Acceso a los jardines de El Príncipe, en Aranjuez, finalizados por Fernando VII. Foto Ana Martín.
El pueblo encarna en Godoy al máximo responsable de este estado de regresión. Por eso, cuando el 17 de marzo de 1808, el motín producido en Aranjuez depone a Carlos IV y a su valido, y aúpa al poder –gracias a la abdicación forzada del viejo monarca– a Fernando VII, el nuevo rey es aclamado por un pueblo que personifica en su joven figura la modernidad y las ansias de cambio.
Así describe Galdós en sus Episodios Nacionales el levantamiento del pueblo contra el primer ministro:
Palacio Real de Aranjuez, ante él se congregó una multitud que asaltó y saqueó el Palacio de Godoy en marzo de 1808. Foto: Ana Martín.
A los gritos de “¡Muera Godoy!” se mezclaban preguntas de feroz impaciencia: “¿Le han cogido?”. “¿Le han matado?”. [...] “La multitud subía y bajaba, abría alacenas, rompía tapices, volcaba sofás y sillones, creyendo encontrar tras alguno de estos muebles al objeto de su ira; violentaba las puertas a puñetazos; hacía trizas a puntapiés los biombos pintados; desahogaba su indignación en inocentes vasos de China; esparcía lujosos uniformes por el suelo; desgarraba ropas; miraba con estúpido asombro su espantosa faz en los espejos, y después los rompía; llevaba a la boca los restos de cena que existían aun calientes en la mesa del comedor; se arrojaba sobre los finos muebles para quebrarlos; escupía en los cuadros de Goya. [...] Con gozo sin igual, con la embriaguez del triunfo y la conciencia de su fuerza irresistible, comenzaron los nuevos huéspedes del palacio a arrojar por los balcones sillas, sofás, tapices, vasos, cuadros, candelabros, espejos, ropas, papeles, vajillas y otros mil perversos cómplices de la infame política de Godoy. La fiera cumplía este cometido con cierto orden, sin dejar de decir: ‘¡Muera ese tunante, ladrón!’, y ‘¡Viva el rey, viva el príncipe de Asturias’
.
El mes que ocupó el trono, antes de ceder a una mezcla de presión y canto de sirena de Napoleón y viajar a Bayona, no fue período suficiente para que el pueblo pudiese constatar la verdadera catadura y la ineptitud de aquel nefasto rey. En los años posteriores, sin embargo, para sonrojo de la historia, la leyenda de “El Deseado” no haría más que crecer.
Como consecuencia del Motín de Aranjuez, que comenzó el día 17, el 19 de marzo de 1808 el príncipe de Asturias accedía a la Corona bajo el título de Fernando VII.
El pueblo estaba jubiloso, el joven rey, con la pujanza y las ideas innovadoras que se suponían implícitas a su juventud, simbolizaba el cambio. Pero había algo que no encajaba en la euforia general: el hecho de que el ejército francés, con la aquiescencia de los monarcas españoles, estuviese acampado en las afueras de Madrid.
Para explicarlo habría que remontarse un año atrás, concretamente al 27 de abril de 1807, cuando Napoleón, deseoso de acabar de una vez por todas con Inglaterra, su gran enemigo, intenta cerrarle toda posibilidad de comerciar con el continente. Ese día firma con Carlos IV el tratado de Fontainebleau, por el que el monarca español daba permiso al ejército francés para que atravesara su territorio con 28.000 hombres, camino de Portugal, que sería conquistado y repartido entre ambos países.
Las fuerzas francesas y españolas llegan a Portugal en noviembre de 1807 y se apoderan del país, pero haciendo caso omiso del pacto, otros dos cuerpos del ejército francés atraviesan la frontera. 100.000 hombres en total que, en febrero de 1808, se habían apoderado de varias zonas de España.
Las intenciones hasta entonces ocultas de Napoleón parecen ahora claras: apoderarse de las provincias españolas al norte del Ebro. Pero la familia Real y el resto de autoridades permanecen ajenos a cualquier evidencia.
Tanta perplejidad causó el paso abierto de un ejército extranjero por nuestro país, que Carlos IV se vio obligado a dirigirse al pueblo español con este decreto: “Respirad tranquilos: sabed que el ejército de mi caro aliado el emperador de los franceses atraviesa mi reino con ideas de paz y amistad”. Corría el 16 de marzo de 1808. Tan sólo tres días más tarde, el rey Carlos abdicaba en Fernando VII a consecuencia del Motín de Aranjuez.
Bayona: el extraño viaje
Si alguien se hubiese apostado en la frontera entre España y Francia durante los últimos días de abril de 1808, habría sido testigo de tres extrañas comitivas que pasaron sucesivamente la linde española rumbo a Bayona. Tres insólitos grupos de viajeros entre los que se encontraban los máximos dignatarios españoles.
Acudiendo solícitos a la llamada del emperador francés, el día 20 llegaba Fernando y su séquito; seis días más tarde lo hacía Godoy y, por último, Carlos IV irrumpía en la población francesa el 30. En esos diez días, España se había quedado sin autoridad, tan solo con una Junta de Gobierno incapaz y desorientada que no sabía cómo actuar ante las exigencias de Murat, y con unos componentes a quienes la sola idea de oponerse a alguno de sus deseos causaba pavor.
La abdicación no favorecía lo planeado por Napoleón: un rey joven que cuenta con el apoyo de su pueblo es más difícil de destronar que alguien en la recta final de su vida y reinado, y que, por tanto, ha demostrado ya fehacientemente sus limitaciones. De ahí que Napoleón decidiese jugar otra baza en un plan maquiavélico aunque no demasiado sutil: hacer que Carlos IV revocase su renuncia al trono argumentando que lo hizo contra su voluntad. Con este fin se ofrece él mismo, la personalidad más importante de toda Europa, a estar presente en el acto para imponer respeto a “ese hijo extraviado”.
Plasmación de la abdicación de Bayona.
Antes incluso de que se produjeran las abdicaciones, Napoleón había comenzado a buscar un rey para España entre sus hermanos, asegurándole a José –tras una gestión con Luis, otro de sus hermanos, que le dejó claro que quería continuar como rey de Holanda– que nuestro país era un destino bastante mejor que Nápoles, cuya corona ostentaba desde dos años antes...
El primer paso era conseguir alejar de la Corte a la Familia Real en pleno. Con este objetivo convoca una reunión en Bayona, y allí, como hemos visto, acuden sus miembros. El excesivo miedo que todos tenían al que amenazaba con convertirse en dueño de Europa, provocó que obedecieran sin rechistar, a pesar de las sospechas que albergaba Fernando VII, tal y como expresa en una carta a su padre cuando éste le pide su renuncia:
Con la Familia Real en Bayona, Napoleón consiguió la abdicación de Fernando VII y de su padre Carlos IV, pasando el emperador la corona a su hermano José Bonaparte. Grabado representando la abdicación de Bayona.
Ruego, por último, a V. M. que se percate de nuestra situación actual, y de que se trata de excluir para siempre del trono de España nuestra dinastía, sustituyendo en su lugar la imperial de Francia; que no podemos hacerlo sin el expreso consentimiento de todos los individuos que tienen y pueden tener derecho a la Corona, ni tampoco sin el mismo expreso consentimiento de la nación española
3.
En Bayona se produce una situación esperpéntica que es calificada con durísimas palabras por el escritor Blasco Ibáñez, republicano entusiasta, en su exilio de París:
El hijo y los padres luchaban sin tregua por demostrar quién era más francés, más esclavo del emperador, y quería menos a España”.
[...] “Aquellos Borbones, cobardes como todos los de su familia, que temblaban ante la presencia de Bonaparte, se insultaban como verduleras de plaza y en su tremendo pánico no reparaban en degradaciones y bajezas con tal de asegurarse una cómoda existencia. [...] Aquellos seres débiles y menguados, que en un pueblo libre ni aun serían considerados como ciudadanos por faltarles las cualidades más propias del hombre, al nacer se habían encontrado con el derecho divino que los elevaba al trono; eran reyes por la voluntad del Dios que adora el Vaticano, nada le debían a la nación, y por lo tanto podían disponer libremente de aquel patrimonio de gobernar pueblos que consideraban como propio y transmitirlo a quien quisieran sin tener que contar para ello con la voluntad de la nación4.
Fernando VII fue recluido en Valençay. Fue allí donde recibió la noticia del levantamiento español contra el ejército francés.
Pero la decisión ya había sido tomada. El día 6 de mayo de 1808, sólo tres días después de los execrables fusilamientos colectivos de Madrid, en una suerte de carambola de coronas, Fernando VII renunció a sus derechos regios, una renuncia que se extendió a los infantes don Carlos y don Antonio. La corona pasaba de nuevo a Carlos IV, que había cedido sus derechos, previamente, al emperador, y éste la otorgó finalmente a su hermano José.
La dependencia y el servilismo hacia Napoleón por parte de los monarcas y autoridades españolas en los primeros momentos, es tal que Fernando, convertido oficialmente en exmonarca, felicita a José por haber sido nombrado rey de España, y la Junta de Gobierno que Fernando había dejado a su marcha, reconoce su adhesión a un rey que establece “sobre nuevas bases la monarquía española”. Realmente, ellos fueron los primeros afrancesados.
También la otra institución sobre la que debía girar la política española, el Consejo de Castilla, segunda autoridad del reino tras el Rey, se suma a tan insólita adhesión, exponiendo en un escrito que se produce apenas 24 horas después de las abdicaciones que, a pesar de no conocer a José Bonaparte, siendo hermano mayor de Napoleón, y teniendo la estimación de éste “debe estar adornado de sus mismas virtudes, actividades y talentos”5.
Cuando el joven monarca Fernando emprendió el camino hacia Francia, había dejado a la Junta de Gobierno y al Consejo de Castilla el mando. Pero estas instituciones están en poder de los franceses o rendidas a ellos. Hasta el punto de que, cuando ya se había producido la sangrienta represión madrileña, continuaban, siguiendo instrucciones de Murat, intentando calmar al pueblo. Hubieron de ser, como veremos, las nuevas Juntas Provinciales, que empiezan a surgir, y el movimiento popular, los pivotes sobre los que girase y fuese organizada la lucha contra los franceses.
El llanto de un niño que levantó a una nación
Los madrileños habían ido sintiéndose cada vez más molestos con la arrogancia de un ejército que, de hecho, tenía invadida la corte.
El primero de mayo de 1808 se producen ya manifestaciones contra los franceses. Al día siguiente, continuando con el plan de Napoleón de alejar de Madrid a todos los miembros de la familia Real, una comitiva se encarga de hacer subir a un carruaje a la hermana de Fernando, María Luisa de Borbón, y a sus hijos, los infantes don Antonio y don Francisco. Fue, al parecer, el llanto de éste último, apenas un niño, el que prende la mecha de la indignación: el pueblo madrileño se levanta, y, junto a él, varios militares que estaban urdiendo un golpe. Pero la lucha es muy desigual: se trata de la reacción de un pueblo indignado contra el ejército más poderoso del mundo.
Murat convence al Consejo de Castilla para que apacigüe los ánimos y retenga al ejército, cuyos miembros apenas intervienen más que en sucesos aislados, entre ellos los del parque del Retiro, liderado por los capitanes artilleros Daoiz y Velarde. Y Madrid cae bajo los franceses.
La actitud aparentemente pacificadora de Murat es una mera estrategia para dar comienzo a una serie de fusilamientos que, precedidos por un remedo de juicio -y a veces ni siquiera con eso–, se extienden desde el Buen Retiro a la Moncloa. Durante cuatro días sembrarán de cadáveres Madrid, inspirando a Goya “Los fusilamientos del tres de mayo”, una de las obras más trágicas, pasionales y conmovedoramente hermosas de la historia de la pintura, que quedará ya para siempre como un emblema de la sinrazón de la violencia. Algo semejante a lo que constituiría, 125 años después, el “Guernika” de Picasso.
Sin saberlo, el mariscal francés acababa de encender una nueva mecha, ésta tozuda e irreversible: la de la sublevación de los españoles contra el ejército invasor.
Los sucesos del 2 de mayo en Madrid son el punto de partida del levantamiento de España contra las tropas francesas en nuestro país y el intento de restituir la Corona a Fernando VII, prisionero en Bayona.
El día de la ira
Setenta años después de los hechos, Benito Pérez Galdós narraba aquellos acontecimientos en su novela “El 19 de Marzo y el 2 de Mayo” con el estilo nervudo y casi cinematográfico que caracterizan sus “Episodios Nacionales”:
La curiosidad pudo en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas, y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquél fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos, que huían con pavor; y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; más que en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que “Armas, armas, armas”. Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía, con tal que sirviera para matar. [...] habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos
6.
Antonio Alcalá Galiano, protagonista destacado de las Cortes de Cádiz y espectador de aquellos procelosos tiempos, coincide con Galdós calificando de ira el estado de excitación del pueblo español, y afirmando que “Después del terrible suceso del Dos de Mayo, había quedado Madrid aterrado, pero a la par con el terror reinaba la ira”7.
La guerra que comenzaba fue una guerra popular desde su inicio por un error de cálculo de los propios franceses, que sin pretenderlo, habían despojado de toda legitimidad a unas autoridades melifluas y temerosas, incapaces de ponerse del lado de sus propios compatriotas en tiempo de tormenta. Colaboraron con unos invasores que estaban masacrando a su propio pueblo, y éste no les perdonaría. En adelante, la vieja y caduca estructura política del estado, que había olvidado su honorabilidad, perdería también para los suyos cualquier rasgo de credibilidad. La guerra se convirtió en un asunto popular, impulsada por las circunstancias y organizada por las nuevas instituciones que el pueblo se otorgará en todo el país con gran eficacia y a sorprendente velocidad.
La mala nueva de los fusilamientos colectivos se extendió por todo el país como la pólvora, y confirmaba las sospechas que había tenido todo el pueblo. Unas sospechas a las que unas necias autoridades parecían ser las únicas que habían permanecido ajenas.
Así lo reflejaba una coplilla que se hizo popular en la época:
Tantos soldados franceses
en el riñón de España
sin tener otra campaña
que tomar los portugueses,
robando sus intereses
sin saber si a más se extiende
¡aquí hay duende!8
José I: ni borracho ni rey plazuelas
Invadido su territorio, y obligado a aceptar a un rey impuesto desde fuera del país, en el que personificaban muchos de los males que sufrían, incluidos los viles fusilamientos del 3 de Mayo, el pueblo convirtió en blanco de sus críticas a José I, el candidato a sustituir al monarca que tenían como propio, intentando ridiculizarlo con todos los vicios y epítetos imaginables: Pepe Botella, Rey de Copas, Rey Plazuelas (apelativo éste originado por el derribo de unas casas para dar lugar al solar que posteriormente sería la plaza de Oriente), vividor, inepto,... Impresos de todo tipo, pasquines y caricaturas ofensivas circularon con sorprendente profusión por todo el país, y el hermano mayor de Napoleón se convertiría ya para siempre, en la imaginación popular, en un borracho, tuerto e indolente, incapaz de gobernar su propia casa.
Curiosamente, Fernando VII, que había cometido la felonía de felicitar al hermano de Napoleón por acceder a un trono del que él mismo había abdicado, pasó a ser el Deseado y a ser visto por casi todos sus compatriotas como un inocente mártir al que habían raptado.
La reacción popular, ante un ejército de 60.000 extranjeros acampados en Madrid, era lógica: José I se convirtió en villano. Sin embargo, la realidad era bien distinta: abstemio, buen organizador y con dotes para el gobierno, José I intentó ganarse a los españoles con reformas moderadas encaminadas a modernizar un país que permanecía en las antípodas de la vanguardia. Reformó la enseñanza y la beneficencia, suprimió las aduanas interiores, auspició reformas en Madrid, dividió el país en 38 departamentos para procurar una mejor organización, modernizó la administración... Pero su reinado estuvo presidido por una zozobra continua provocada por la anómala situación que le había traído a España y la contienda en la que se veía inmerso el país.
En junio de 1808, un mes después de los fusilamientos de la capital de España, José se dirigía a los españoles a través de la Gaceta de Madrid y exponía de esta forma sus ansías de conectar con el pueblo: “Españoles: reuníos todos: ceñíos a mi trono; haced que disensiones intestinas no me roben el tiempo ni distraigan los medios que únicamente quisiera emplear en vuestra felicidad. Os aprecio bastante para no creer que pondréis de vuestra parte cuantos medios hay para alcanzarla; y éste es mi mayor deseo”.
A pesar del enrocamiento en su torre de cristal que se le atribuía, José no era ajeno al sentimiento general que existía contra él en España, y puso esta incómoda situación en conocimiento de su hermano a través de una nutrida correspondencia. El 21 de julio de 1808 exponía las siguientes consideraciones:
Tengo a todos contra mí, a todos sin excepción. Las mismas clases elevadas, al principio vacilantes, han concluido por seguir el movimiento de las clases inferiores. No queda un solo español ligado a mi casa. Felipe V no tenía más que un competidor a quien vencer; yo tengo a la nación entera [...] una nación de doce millones de habitantes, valientes y exasperados hasta el último extremo. Se habla públicamente de mi asesinato, pero no es éste mi temor. Todo lo que se ha hecho aquí el 2 de Mayo es odioso; no se ha tenido ninguna de las consideraciones que se debieron haber tenido para este pueblo. [...] No, señor, estáis en un error; vuestra gloria se estrellará en España
9.
Poco más tarde, el 14 de agosto, lanzaba un vaticinio que se cumpliría, a la postre, de forma macabramente exacta: “Francia necesita 200.000 franceses para conquistar España y 100.000 patíbulos para mantener al príncipe que sea condenado a reinar sobre ellos. No, señor, no se conoce a este pueblo: cada casa será una fortaleza”.
El intento de una Constitución que no lo fue
José I, que había dado un nuevo impulso a las fiestas religiosas en su empeño por convencer a los españoles de que él mismo era un buen católico, intentó hallar en la Constitución una herramienta para satisfacer a los españoles. También por ese lado fracasó.
En unos momentos en los que los regímenes absolutos caían en Europa y eran sustituidos por monarquías constitucionales que aludían y defendían unos derechos ciudadanos hasta entonces desconocidos, Napoleón depositó sus esperanzas en una Carta Magna, y confió en que su aplicación y los beneficios que produciría en la población, podría ser la piedra de toque en la que se sustentara una nueva dinastía de monarcas en España: la de los Bonaparte.
La convocatoria de 150 representantes, que debían reunirse en Bayona el 15 de junio, dejaba clara la intención de ganarse la simpatía de los españoles. Allí se trataría de “la felicidad de toda España, proponiendo todos los males que el anterior sistema le había ocasionado”10.
Pero, a pesar de las apariencias que se le intenta dotar de Constitución plena, el Estatuto de Bayona, constituye una carta otorgada, pues los diputados que intervienen en su elaboración no debían hacer otra cosa más que comprobar y refrendar sus virtudes. Napoleón es el auténtico artífice de un proyecto que unía elementos franceses con otros españoles para que fuese aceptada por nuestros compatriotas.
Aprobado el 7 de julio de 1808, el Estatuto de Bayona podría pasar por ser la primera Constitución española, pero la mayoría de los españoles nunca supieron de su existencia. Ni un solo momento estuvo vigente plenamente entre los ciudadanos, que “miraban como verdadera la que salía de la asediada Cádiz” (Alcalá Galiano). Y no sólo eso: siempre fue objeto de burla e ironía por parte de quienes eran, teóricamente, sus destinatarios.
Reorganización española: las Juntas
Tras los sucesos del 2 de Mayo en Madrid y el vacío de poder consiguiente que se dio entre las autoridades españolas, se produce en todas las provincias no ocupadas del país un esquema de actuación que se repite de unas a otras, y que da lugar a la aparición en cada una de ellas de un gobierno surgido de la insistencia del pueblo: a la llegada de un correo con las noticias, se suceden invariablemente espontáneas manifestaciones populares de indignación a las que las autoridades no saben cómo hacer frente.
En pocas semanas el panorama del régimen cambia en España: las autoridades legítimas, que no se habían pronunciado tras los sucesos de mayo de 1808, son sustituidas por Juntas que se hacen con el poder, asumiendo la soberanía y uniéndose de forma jerarquizada en Juntas Supremas en cada provincia.
Aparecen nuevos dirigentes populares, y los antiguos representantes de la monarquía acaban siendo sustituidos por estos nuevos órganos. Son las Juntas las que asumen la difícil tarea de la liberación nacional. En muchos casos, fueron las mismas autoridades derrocadas las que entran a formar parte de esas juntas, solo que ya no actuaban como representantes del rey, sino como representantes populares. Por primera vez en nuestro país, es el pueblo el que se levanta para decidir su destino.
La primera Junta Provincial que se crea es la de Asturias, el 20 de mayo de 1808, pero en los días siguientes un reguero de nuevas juntas nace en Valladolid, Sevilla, Córdoba, Valencia, Cataluña, Zaragoza... La de Murcia se crea el 29 de mayo.
A pesar de la aceleración con la que se origina todo, el sistema es tan cohesionado que Alcalá Galiano afirma que “nunca ha habido en España, ni aun en otra nación o edad alguna, democracia más perfecta que lo era nuestra patria en los días primeros del alzamiento contra el poder francés”11.
La necesidad de coordinar los esfuerzos en la contienda auspicia la creación de un gobierno central, que toma forma en algo más de tres meses (algo inaudito, si tenemos en cuenta la precariedad de las comunicaciones y de los medios de transporte del momento). De este modo, las Juntas Supremas se integran en la Junta Central Suprema, que pasa a ser presidida por un murciano, el conde de Floridablanca, y son rebautizadas como Juntas de Ordenación y Defensa.
En pocos días, el período que permanece en Aranjuez, la Junta Central lleva a cabo una legislación abundante: forma una Junta militar, crea las milicias honradas, organiza el espionaje –algo crucial en tiempos de guerra–, firma un tratado de paz con Inglaterra...
Ante el avance francés, la Junta Central Suprema se ve obligada a pasar de Aranjuez a Sevilla, y de ahí a Cádiz, donde, en enero de 1810, cede sus poderes a una Regencia.
La Junta Central será la que promueva la reunión de Cortes y la que se encargue de inquirir a todas las provincias sobre sus propias demandas, carencias y aspiraciones, una información valiosísima para conocer el estado de cada región del país en un momento de difícil gobierno.
Un ejército ¿invencible?
El ejército francés está integrado en España al principio por 110.000 hombres, una cifra muy alejada de los 28.000 efectivos que estipulaba el tratado de Fontainebleau. A ellos se sumaron otros 50.000 en agosto de 1808. Los españoles suman 100.000 componentes. Sin embargo, la diferencia entre ambos ejércitos se incrementa si tenemos en cuenta que su movilidad era la mayor de Europa, ya que habían logrado aumentar considerablemente la cadencia de su marcha, pasando de los 70 pasos de media que daban los ejércitos normales, a 120, lo que los convertía en los fórmula uno de los ejércitos de la época.
Además, siguiendo la práctica que inició el propio Napoleón, vivían sobre el terreno, lo que los exoneraba de la pesada carga que habían de transportar otros ejércitos que se autoabastecían.
El resultado era un ejército ágil, cohesionado y potente, que se convertía, sin embargo, en una auténtica pesadilla para las poblaciones cercanas al lugar en el que establecían sus campamentos, pues se veían obligadas a correr con la manutención de miles de personas.
Con los soldados que atendían la batería muertos, Agustina de Aragón arrebata la mecha a uno de los cadáveres y abre fuego contra los franceses. Obra de B. Cañizares.
La reacción Española
Las atrocidades provocadas por el ejército francés habían provocado otras respuestas igualmente crueles de los españoles. Los cadáveres descuartizados, crucificados o hervidos encontrados en Montoro (Córdoba) supusieron un duro golpe para la moral de los contingentes franceses en Andalucía, pero lo que acabó de minar ésta fue la aplastante derrota sufrida en Bailén ante el general Castaños, una derrota que no había conocido el ejército galo desde que, en 1804, se proclamase el imperio. Un total de 22.000 hombres fueron hechos prisioneros tras la batalla, entre ellos el prestigioso general Dupont y 180 oficiales. Algo insólito en un ejército hasta entonces siempre victorioso.
Aunque posteriormente a Bailén el ejército francés continuaría obteniendo numerosas victorias en España, enseñoreándose de buena parte del territorio, esa batalla supuso el comienzo del fin para Napoleón, cuyos enemigos en Europa dejaron de considerarle invencible.
El siguiente punto de inflexión para los franceses fue Zaragoza, una ciudad que demostró al ejército napoleónico que la guerra que les esperaba en España iba a ser muy diferente a todo lo que habían conocido hasta entonces.
El ejército invasor parecía convencido de poder tomar la ciudad sin grandes problemas, pero allí se encontraron con una defensa enconada protagonizada no sólo por los soldados acantonados en ella, sino por todos y cada uno de sus vecinos. Las calles y plazas se convirtieron en violentos campos de batalla, y cada casa era un fortín desde el que luchaban hombres y mujeres, ancianos y niños.
Se trataba de una defensa para la que no estaban preparados. El ejército francés, curtido en docenas de batallas en las que había salido victorioso, dueño de buena parte de Europa, había protagonizado todo tipo de asedios, pero una vez flanqueadas las murallas y defensas, la población se rendía al invasor. En Zaragoza, en cambio, los soldados y civiles seguían combatiendo casa por casa, que había que ir tomando a sangre y fuego.
La contraofensiva francesa
El levantamiento español auspiciado por las juntas entre mayo y junio de 1808, aísla a los ejércitos franceses de Portugal y Barcelona.
La campaña de ese año arroja unos resultados funestos para Napoleón. Él nunca pensó en una resistencia protagonizada por los habitantes de las ciudades (Zaragoza, Logroño, Gerona, Valencia...), lo que, junto a la derrota de Bailén impulsa al emperador a poner 250.000 hombres en la península, planteando entonces la contienda como una guerra de aniquilamiento y terror.
Para recuperar su prestigio, puesto en duda por las derrotas obtenidas en España en los primeros momentos de la contienda, Napoleón decide venir “para coronar al rey de España en Madrid y poner mis águilas Reales en Lisboa”. Antes se aseguró de no tener problemas pactando con el Zar de Rusia.
Napoleón confía en su superioridad numérica e intenta ocupar el mayor territorio posible, lo que le obliga a diseminar sus tropas. Una decisión que, a la postre, acabaría teniendo funestas consecuencias para él.
Con lo más florido de su ejército, Napoleón aplastó todo conato de resistencia en la península. El 17 de enero de 1809, una vez conquistado y –momentáneamente– pacificado todo el territorio, el emperador salía de España confiado en que su hermano podría gobernar sin problemas a partir de entonces. Nunca más regresaría a nuestro país.
El conocimiento directo con la realidad de España había hecho que quedara impresionado con su belleza: “Es más hermosa de lo que yo pensaba”, –escribiría–, “le he hecho un buen regalo a mi hermano”.
Sin embargo, la tozuda realidad de un país que se resistía a caer bajo su dominio, le haría calificar posteriormente el conflicto como “la maldita guerra de España”12.
Un ejército en la sombra: la guerrilla
El año 1809 y el siguiente son de color netamente francés. El ejército galo ocupa buena parte del país haciendo valer su superioridad numérica. Los españoles se vieron obligados a abandonar la guerra regular para decantarse por una guerra de guerrillas que hará estragos entre las tropas francesas.
Es ésta una modalidad bélica muy enraizada en la realidad española. Este tipo de lucha, la protagonizada por el pueblo emboscado, se había dado ya dieciocho siglos antes en Hispania, cuando luchó contra el más poderoso ejército del mundo de la época: el romano.
Es el desequilibrio de fuerzas, y la consiguiente incapacidad para enfrentarse en campo abierto al ejército de Napoleón, lo que provoca este modo de combatir que implica la complicidad de la población civil.
El médico y guerrillero murciano Juan Palarea que “salía a matar franceses siempre que veía ocasión”. Obra de Antonio Gómez. Grabador Antonio Gómez.
La guerrilla llegó a causar muchas bajas. Tantas que se ha calculado que a ella se debieron no menos de un centenar de víctimas diarias de media durante todo el período que duró el conflicto, una cifra elevadísima si tenemos en cuenta que la contienda se extendió a lo largo de casi seis años. Los soldados rezagados eran asesinados, por lo que debían tener buen cuidado en no dejar atrás a sus hombres. Probablemente la guerrilla causó más bajas entre los franceses que la guerra regular.
Así se expresa Juan Palarea, conocido como “El Médico”, un guerrillero murciano dedicado a hacer la guerra a los franceses: “Principié a hacer a los franceses la guerra moral y la guerra física, aquélla con la pluma, circulando papeles para mantener el entusiasmo nacional y ésta saliendo al Camino Real siempre que veía ocasión oportuna para matar franceses”13.
La de España fue la primera guerra total. Una contienda salvaje y feroz en la que se implicó toda la población, y que estuvo plagada de sucesos dantescos, en una espiral de violencia inusitada en la que ambos bandos infligían al otro las mayores atrocidades.
Así se expresaba en una misiva a su familia un soldado francés:
Los desgraciados soldados que se ven obligados a permanecer en la retaguardia son invariablemente despedazados. Es absolutamente imposible alejarnos de nuestros campamentos o columnas sin correr este riesgo. Como ves, estamos combatiendo en el más desagradable país del mundo
14.
En efecto, los franceses sólo podían sentirse seguros en el terreno que mantenían ocupado sus propias fuerzas, pues la acción de la guerrilla se extendía constantemente en asaltos a todo tipo de convoyes y escaramuzas diversas. Esa circunstancia obligaba al ejército francés a mantener continuos encuentros menores, con la dispersión de fuerzas y su pérdida de efectividad consiguiente, algo que lastró considerablemente sus resultados en todo momento y constituyó un importante factor en la derrota francesa.
La guerrilla jugó, desde luego, un importante papel en la Guerra de la Independencia, pero en ella se daban cita desde pequeños ejércitos bien organizados –Mina, el Empecinado, el Médico...– hasta bandas de asaltadores de caminos y criminales que atemorizaban a franceses y españoles por igual15.
La guerrilla según Galdós
En “Juan Martín el Empecinado”, Galdós ofrece una precisa descripción de la guerrilla y sus protagonistas:
Los guerrilleros no se retiran, huyen y el huir no es vergonzoso en ellos. La base de su estrategia es el arte de reunirse y dispersarse. Se condensan para caer como la lluvia, y se desparraman para escapar a la persecución; de modo que los esfuerzos del ejército que se propone exterminarlos son inútiles, porque no se puede luchar con las nubes. Su principal arma no es el trabuco ni el fusil, es el terreno; sí, el terreno, porque según la facilidad y la ciencia prodigiosa con que los guerrilleros se mueven en él, parece que se modifica a cada paso prestándose a sus maniobras.
Figuraos que el suelo se arma para defenderse de la invasión, que los cerros, los arroyos, las peñas, los desfiladeros, las grutas son máquinas mortíferas que salen al encuentro de las tropas regladas, y suben, bajan, ruedan, caen, aplastan, ahogan, separan y destrozan. Esas montañas que se dejaron allá y ahora aparecen aquí, estos barrancos que multiplican sus vueltas, esas cimas inaccesibles que despiden balas, esos mil riachuelos, cuya orilla derecha se ha dominado y luego se tuerce presentando por la izquierda innumerable gente, esas alturas, en cuyo costado se destrozó a los guerrilleros y que luego ofrecen otro costado donde los guerrilleros destrozan al ejército en marcha: eso y nada más que eso es la lucha de partidas; es decir, el país en armas, el territorio, la geografía misma batiéndose.
Emboscada de guerrilleros españoles a un destacamento francés. Obsérvese al sacerdote arengando a la resistencia en el ángulo superior derecho.
La labor de sir Arthur Wellesley, duque de Wellington, fue fundamental para España en la lucha contra los franceses.
España gana la partida
A pesar de que Napoleón llegó a disponer de 350.000 hombres en la península, y los españoles, ingleses y guerrilleros sólo 200.000, la situación se les fue complicando a los invasores, que no podían sostener al mismo tiempo el frente ruso y el español.
Arapiles, en julio de 1812, es la señal de que la guerra está empezando a perderse por su parte. Tras la batalla de Vitoria, en junio de 1813, los franceses se concentran en un único ejército y con una misión bien diferente de la que habían desempeñado hasta ahora en la península: proteger a Francia de una invasión enemiga.
La retirada francesa
Con la derrota de Napoleón en Europa, el 8 de diciembre de 1813, se firma el Tratado de Valençay, que pone fin a la Guerra entre España y Francia, Fernando VII regresará a España entre aclamaciones del pueblo, aunque pronto demostrará el más absoluto desprecio por sus súbditos.
Poco antes, el 25 de septiembre de 1813, cuando la derrota francesa era un hecho inminente, las Cortes gaditanas aprueban una orden para que se nombren comisiones con la finalidad de recoger en París y Tolosa monumentos y objetos robados en España por los franceses, así como manuscritos que se hallaban en bibliotecas públicas. Hasta tumbas fueron saqueadas y, por supuesto, iglesias, cualquier lugar que pudiese contener objetos históricos o de valor.
El propio Goya lo reflejó en uno de sus grabados, “Así sucedió”, en el que, tras un fraile herido intentando evitar el robo, se ve a un grupo de soldados franceses cargados de cruces, candelabros y diversos objetos sagrados mientras con una cruel sonrisa observan desangrarse al fraile, herido de muerte.
La mayoría de aquello objetos se perdieron para siempre.
La lucha a través del arte y el periodismo
La lucha contra el invasor no se reducía al campo de batalla, sino que se extendía a todo tipo de ámbitos, y el de las ideas fue fundamental. En este sentido puede ser considerada la primera guerra moderna que se produce en España.
A semejanza de lo que hizo un siglo más tarde Villa en México, poniendo todo su empeño en que las cámaras de cine grabaran sus hazañas para atraerse a la opinión pública, los contendientes de la Guerra de la Independencia sabían que era crucial contar con la opinión favorable de los españoles. Y se aplicaron a ello a través de todos los medios a su alcance.
Diario de Barcelona, en francés y en español, durante la ocupación francesa.
La guerra de propaganda emprendida por los liberales intenta satanizar a Napoleón, presentándolo como un azote para la humanidad y personificando en él, en su hermano y en el ejército francés, todos los vicios y males imaginables.
Muy al contrario, otro de los objetivos es el de presentar a Fernando VII como un rey generoso, bondadoso –el Deseado– con los suyos y prisionero de los franceses, y, por último, glorificar la Constitución que se estaba elaborando y convencer a los españoles de la felicidad que emanaría de ella16.
Las caricaturas y dibujos de índole satírica se publican por doquier. No importa si se ajustan o no a la realidad, como lo demuestra el hecho de que el abstemio José I pasase a la posteridad como Pepe Botella, y que sean centenares los dibujos que lo muestran dentro de una botella de vino o libando de una copa.
Remedio y preservativo contra el mal francés del que adolece la nación española.
Los dibujantes y artistas españoles participaron muy activamente en la campaña de desprestigio del francés que se da durante el sexenio 1808-1814. A su labor se debe buena parte de la imaginería popular con la que han pasado a la posteridad muchos de los protagonistas y hechos de la Guerra de la Independencia, en especial Napoleón, que aparece siempre como un personaje cruel y pérfido manipulador, y José I, a quien los españoles consideraban un invasor capaz de las peores felonías, que se convirtió en blanco de todo tipo de sátiras, insultos y caricaturas.
Una de las armas fundamentales fue sin duda la prensa, en un in crescendo de cabeceras en el que, junto a las ideas liberales o absolutistas de cada periódico, se daban cita, casi de forma unánime, la crítica y la ridiculización del enemigo.
Así se refería a José I un artículo anónimo publicado en el Diario Mercantil de Cádiz el 19 de marzo de 181217:
[...] Abandona a tu suerte miserable
esa ralea tosca, detestable,
que en vez de respetarte,
y con rendida sumisión nombrarte
el rey José, se empeñan ellos y ellas
en que te han de llamar Pepe Botellas;
pues saben, viejos, mozos, niños, niñas,
que eres el gran patrón de nuestras viñas,
y que cuando te encierras
con tus amigas, ¡¡¡coges unas perras!!!
Cádiz, cenáculo del liberalismo y cuna de las Cortes en estos momentos, es el centro neurálgico del país en materia de prensa, contándose por docenas las publicaciones periódicas que se editan durante estos años.
Junto a la prensa, los patriotas aspirantes a escritores, e incluso algunos de nuestros más destacados literatos, se volcaron en todo tipo de escritos y libelos, publicados a menudo en impresos que corrían de mano en mano difundiendo la naturaleza malvada y las malas artes de Napoleón y los suyos.
“Cada cual tiene su suerte, la tuya es de borracho hasta la muerte”. José Botella metido en una idem.
El buen gusto se deja con frecuencia aparte, optándose a menudo por la escatología, en unas composiciones cuyo mayor éxito consistía en conseguir desacreditar al enemigo, como demuestra una de las numerosas coplas contra el emperador:
Ya vienen las provincias
arrempujando,
y la virgen de Atocha
trae a Fernando.
¡Viva la religión!
Yo me cago en el gorro
de Napoleón.
O esta otra, del mismo jaez, que dirige su sal gorda contra José:
Anda salero,
no cagará en España
José I.
Caricatura sobre el reinado de José I. “The Spanish Bull Fight or the Corsican Matador in danger” (Biblioteca Virtual Miguel Cervantes).
En febrero de 1814, cuando la guerra se ha decantado ya definitivamente a favor de España, Cartagena celebra un pequeño desfile de carnaval en el que Napoleón se convierte en centro de las mofas. Un grupo de personas representan la muerte del emperador con un cuerpo de hombre al que le habían añadido una cabeza de cerdo. “El observardor del Segura” aludía al hecho y publicada una décima que decía así:
Tiene alusión y me fundo
sino en todo en mucha parte
figurar a Bonaparte
como a un animal ‘inmundo’:
él ha engordado en el mundo
cual no otro, e imagino
que en lo ‘Puerco’ ha sido fino,
y será de varios modos
su muerte a gusto de todos
como lo es la del Cochino18.
Alcalá Galiano cita en sus memorias un poema compuesto por la escritora Fernán Caballero, que ésta recitaba ardorosamente a sus invitados en Cádiz siendo aun casi una adolescente. En él se pone de manifiesto lo sagrado de la figura del monarca para los españoles y la certeza de que éstos se levantarían al unísono contra el enemigo para defenderlo:
Sátira contra Napoleón. Un patriota le “paga” el beneficio que ha supuesto para España. La escatología es una de las armas empleadas en la lucha contra el invasor.
Semanario Patriótico.
Nuestra española arrogancia
siempre ha tenido por punto
acordarse de Sagunto
y no olvidar Numancia.
Franceses, idos a Francia,
y dejadnos nuestra ley,
que, en tocando a Dios y al Rey
y a nuestros patrios hogares
todos somos militares
y formamos una grey19.
Caricatura de Napoleón orquestando la guerra con cañones.
El tono cambia radicalmente cuando los escritos van dirigidos a Fernando VII, el rey anhelado, en quien concitan los españoles todas sus esperanzas y a quien atribuyen todo tipo de virtudes. Así rezaba un popular impreso titulado “Fernando VII en Valençay”, que saludaba la vuelta de Fernando VII, libre del infausto secuestro en el que le imaginaron todos los españoles:
Los catecismos supusieron una buena propaganda de la Constitución de 1812.
Ya llegó la época de nuestra felicidad, Fernando el virtuoso, el humilde, el justo, el afable, el benéfico, el caritativo y piadoso hará renacer los felices días de sus abuelos
20.
O este otro publicado en la misma época: la vuelta del Rey Deseado:
El artesano aplicado,
el labrador industrioso,
el comerciante afanoso,
y el importante letrado,
vuelva ya (pues que le es dado)
a ser otra vez dichoso
y a la Patria provechoso;
y al gozar de tal contento
repita cada momento
¡Viva Fernando el piadoso!
En un país tan hondamente religioso como es la España de comienzos del siglo XIX, no puede extrañar que se utilice todo lo que rodea a la religión para difundir valores. Los catecismos, obras compuestas imitando estas piezas religiosas, se convirtieron también en útiles armas de difusión de ideas y propaganda políticas, aprovechando su fondo tradicional y su tono religioso, características conocidas y aceptadas por todos.
El “Catecismo político arreglado a la Constitución de la monarquía española”, cuyo subtítulo “Para ilustración del pueblo, instrucción de la juventud y uso de las escuelas de primeras letras” es bien ilustrativo sobre sus intenciones pedagógicas y difusoras de los valores de la Constitución, es un buen ejemplo de esta labor. En su comienzo se preguntaba “¿Qué es la Constitución?”, para responder: “Una colección ordenada de las leyes fundamentales o políticas de una nación”. A la pregunta “¿Tenemos nosotros Constitución?”, la respuesta era obvia y candorosa: “Tan buena que puede hacernos felices si la observamos y contribuimos a que se observe”21.
Notas
3. Cit. Federico Suárez, “El proceso de convocatoria a Cortes (1808-1810)”, Pamplona 1982, pág. 30.
4. Blasco Ibáñez, op. Cit., págs. 231 y ss.
5. Manuel Ferrandis, Caetano Beirao, “Historia contemporánea de España y Portugal”, Barcelona 1966, pág. 44.
6. Con ese mismo tono, lleno de imágenes crueles y de un gran poder visual, ilustra los hechos en su novela “Un día de cólera” el escritor Arturo Pérez Reverte: “El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira [nuevamente el término, común denominador, por lo que se ve de todas las composiciones literarias sobre los sucesos] que algunos no se preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan d las sillas, apuñalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entrañas [...] la matanza se extiende al centro d la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tiejeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, muerten, se desploman abiertos a sablazos” [...] Arturo Pérez-Reverte, “Un día de cólera”, Alfaguara, Madrid 2007, págs. 141-142.
7. Antonio Alcalá Galiano, “Recuerdos de un anciano”, 2004, pág. 61.
8. Véase Juan González Castaño y Ginés García Martín-Consuegra Blaya, “Proclamas y bandos en el Reino de Murcia durante la Guerra de la Independencia (1808-1814)”, Asamblea Regional de Murcia, Real Academia Alfonso X el Sabio, 2002, pág. 29.
9. Ferrandis y Beirao, pág. 54.
10. Id., pág. 48.
11. Alcalá Galiano, op. Cit., pág. 80.
12. “Esta maldita Guerra de España fue la causa primera de todas las desgracias de Francia. Todas las circunstancias de mis desastres se relacionan con este nudo fatal: destruyó mi autoridad moral en Europa, complicó mis dificultades, abrió una escuela a los soldados ingleses... esta maldita guerra me ha perdido”. Ronald Fraser, “La maldita guerra de España. Historia social de la guerra de la Independencia, 1808–1814”, Crítica, Madrid, 2006.
13. Ver el libro de Juan Torres Fontes “El general Palarea, un médico murciano en la Guerra de la Independencia”, imprenta Sucesores de Nogués, 1949, pág. 29.
14. Gabriel H. Lovett, “El intento afrancesado y la guerra de independencia”, en Historia General de España y América, Madrid 1981, pág. 242.
15. F. Javier Guillamón Álvarez, “Reformismo en los límites del orden estamental”, Murcia 2010.
16. Vease Enrique Ujaldón, “Catecismo político arreglado a la Constitución de la Monarquía española para ilustración del pueblo, instrucción de la juventud y uso de las escuelas de primeras letras”, “Estudio preliminar”, pág. XLIX y ss., Murcia 2008.
17. El poema acababa con una nota del autor que aclaraba que “Hoy se publica en Cádiz la Constitución Española a despecho de los franceses y de los serviles”.
18. Cit. por Juan Antonio Gómez Vizcaíno, “La Guerra de la Independencia en Cartagena”, 1808-1814”, A. Corbalán, Cartagena, 2008, pág. 213.
19. A. Alcalá Galiano, op. cit. Pág. 152
20. Ginés José Martín-Consuegra Blaya, “Breves notas y comentarios de los impresos”, en “La Guerra de la Independencia en los pliegos de cordel”, Murcia, 2009, pág. 30.
21. Existe una edición facsimilar de este catecismo, con un interesante estudio de Enrique Ujaldón, en “Catecismo político arreglado a la Constitución de la monarquía española”, Murcia, 2008.
Cádiz, cuna del parlamentarismo español
El Censo de la Población de España de 1797, ordenado por Godoy, sirvió de base para las elecciones de 1810, 1813 y 1820.
Los intentos de establecer unas Cortes
La idea de convocar unas Cortes aparece nada más iniciada la Guerra de la Independencia. Hay quien se la achaca incluso a Fernando VII22, quien, tan sólo tres días después de los sucesos de Madrid, habría firmado un decreto pidiendo a la Junta de Gobierno que, en caso de hallarse privado de libertad, fuesen convocadas Cortes en un lugar libre de enemigos para dedicarse a la defensa del Reino.
Jovellanos, reformista de finales del XVIII, prosiguió por esta senda en el nuevo régimen liberal del XIX, aunque defendiendo siempre unas ideas moderadas.
También el máximo organismo de gobierno de la nación en este período, la Junta Central Suprema, se planteó desde el momento mismo de su Constitución, el 25 de septiembre de 1808, en Aranjuez –por considerarse un lugar más seguro que Madrid en esos momentos– la convocatoria de unas Cortes. Y ello a pesar de que entre sus miembros se contaba con algunos enemigos de tal convocatoria, en especial su primer presidente, el murciano José Moñino y Redondo, Conde de Floridablanca, temeroso de que tal organismo restara poder o atribuciones al monarca.
El otro órgano de gobierno, la Regencia, pese a haber anunciado en un principio su idea de convocar Cortes, se opuso a ello durante los primeros dos años, poniendo cuantos obstáculos pudo en el camino a tal convocatoria.
Con la llegada de Napoleón, en otoño de 1808, la Junta Central abandona Aranjuez y se dirige a Sevilla, donde muere a los 15 días Floridablanca (30 de diciembre de 1808). Con él se pierde el máximo defensor del poder absoluto del Rey. Sin su presencia, los partidarios de una convocatoria de Cortes tienen el campo libre para lograrlo.
Tan sólo tres meses y medio después, la Junta Central decide convocarlas, y lo hace según propuesta de Calvo de Roza, que basa el proyecto en cuatro puntos: fidelidad a la religión católica, fidelidad a Fernando VII, que las leyes emanadas de ella fuesen siempre debatidas y, por último, que las Cortes representaran a la nación en pleno.
Los miembros más radicales se enfrentan con Jovellanos, que en todo momento quiere evitar cualquier atisbo revolucionario en las futuras Cortes. Así, mientras éste y sus seguidores luchan por conservar una asamblea bicameral que de voz a los privilegiados, aquellos se oponen.
Finalmente, fue el mismo transcurso de la guerra lo que acabó con estas discusiones, y las Cortes, reunidas en una sola cámara, pasarían a tener el control total para elaborar la Constitución.
Los sueños y anhelos de un pueblo
Lo que sí se acepta es la propuesta del propio Jovellanos de enviar una consulta a todas las Juntas del país sobre cómo mejorar los resultados bélicos, pero encaminada también a detectar el estado de la cuestión en múltiples aspectos políticos. Las respuestas equivalen, en opinión de Fernández García, a los “Cahiers de doléances” de la Revolución francesa, unos cuadernos con peticiones y quejas que rellenaba cada circunscripción electoral. Las respuestas españolas se erigen en un valioso retrato sobre la situación de todos los grupos sociales, desde los aristócratas a los campesinos23. Entre las contestaciones, de lo más variopinto, existe sin embargo una gran mayoría que se decanta por la limitación del absolutismo monárquico.
Antonio de Capmany, miembro de la Junta Central, fue el encargado de elaborar los resultados de esta consulta general a la que habían respondido representantes del alto clero, audiencias y ayuntamientos, pero también universidades y profesores, juristas, nobles y sacerdotes. Así describe Capmany, en una enumeración no exenta de humor, las respuestas que llegaron a sus manos:
Fernando VII. Museo de las Cortes de Cádiz.
Unos proponen monarquía templada; otros, monarquía deteriorada y fantástica; otros, gobierno mixto; otros, un monstruo de muchas hidras, por no decir cabezas. Unos quieren sólo reforma; otros, regeneración; otros, aniquilación de todas las instituciones; otros, conciliación de nuestras leyes, usos y costumbres antiguas con las que se constituyan de nuevo [...] Algunos contribuyen absolutamente a la soberanía de la nación sin reparar en el absurdo político que encierra esta pretensión; otros dejan al Rey un título de mero administrador; esto es, un vasallo distinguido con el primer empleo del Estado, y no falta quien hasta de tal nombre del Rey le despoja llamándole el superior...
.
No obstante, para el historiador Miguel Artola, existen ciertas conclusiones que se pueden extraer de la consulta teniendo en cuenta el número de veces que se citan en el total de las encuestas recibidas. En función de esto, las preferencias expuestas son las siguientes: Soberanía Nacional, Monarquía, División de Poderes, el Poder Legislativo reside en las Cortes con el Rey, carácter unicameral y elección por sufragio indirecto y popular.
Existen varias corrientes sobre qué se debe hace para convocar Cortes. Triunfan los liberales y se aprueban una asamblea unicameral con voto no por estamentos, sino por individuos, lo que da prioridad a los ciudadanos.
Durante 1809 la Junta Central es criticada y puesta en cuestión. Comienza a pensarse en las Cortes como única solución para salir de tal situación de descontento.
A las dificultades de convocar elecciones en un momento tan difícil para el país, se añadía otra: no podrían ser generales unas Cortes en las que parte de su territorio estaba invadido (y por lo tanto sin posibilidad de celebrar elecciones libres), y tampoco si no estaban representadas las colonias de ultramar. Para superar este escollo se acordó acudir a los suplentes, que serían personas de las provincias ocupadas residentes en Cádiz, y también de América y Asia que vivieran allí, a la espera de que pudiesen venir los titulares.
El acuerdo no era ocioso, como lo prueba el hecho de que una treintena de diputados de las provincias de Levante, reunidos en Cartagena, no pudieron embarcarse hacia Cádiz por falta de buque, y hubieron de arribar a la ciudad andaluza tiempo después, cuando las sesiones de la Cortes hacía algún tiempo que habían comenzado.
En la primavera de 1810, la popularidad de la Regencia está bajo mínimos. La Junta de Cádiz, ha estado presionándola ininterrumpidamente durante meses para que aceptase realizar la convocatoria de Cortes. La Junta asegura en un escrito que tal convocatoria sería bendecida por el pueblo español, y que de esa Asamblea emanaría una Constitución que haría inmortal las Cortes de 1810. Es el momento definitivo, sus miembros no pueden seguir negándose a este clamor, y la Regencia acuerda el 18 de junio de ese año convocar a los diputados en la isla de León, a la que habrían de llegar durante todo el mes de agosto.
La convocatoria de Cortes
El 13 de mayo de 1809 se aprueba el proyecto de decreto de convocatoria de Cortes, cuyo preámbulo supone una encendida defensa de los valores de un sistema constitucional:
¿Cómo recompensar si no esos raudales de sangre que están corriendo por todos los ámbitos de la Península, esos sacrificios que a todos momentos hace la lealtad española, sin cansarse jamás de ellos, esa resistencia moral, tan universal como sublime, que desconcierta y desespera a nuestros enemigos aun en medio de sus victorias? Pecho de bronce tendría el que a un pueblo que tan magnánimamente resiste a una calamidad tan cruel, no le mostrase desde luego preparada la corona de felicidad que le espera en recompensa de sus heroicas fatigas.
[...] Pues bien; sabed que ese instinto de felicidad no será defraudado en su esperanza.
[...] al recomponer el edificio augusto de vuestras leyes antiguas queréis poner una barrera eterna entre la mortífera arbitrariedad y vuestros imprescriptibles derechos.
[...]Esta barrera, españoles, consiste en una buena Constitución que auxilie y sostenga las operaciones del Monarca cuando sean justas, y le contenga cuando siga malos consejos. Sin Constitución, toda reforma es precaria, toda prosperidad es incierta; sin ella, los pueblos no son más que rebaños de esclavos, movidos al arbitrio de una voluntad frecuentemente injusta, y desenfrenada siempre; sin ella, las fuerzas de la sociedad entera destinadas a procurar el mayor bien de todos sus miembros, se emplean exclusivamente en contentar el orgullo y saciar el frenesí de unos pocos o de uno solo.
Es, pues, absolutamente necesario que tengáis una Constitución, donde se afiance sólidamente la reforma de todos los ramos que han de contribuir a vuestra prosperidad, donde se hallen las bases y principios de una organización social digna de hombres como vosotros. Esta Constitución, españoles, debe ser el principal objeto de vuestros afanes, el consuelo de la desolación que padecéis, el premio de vuestro valor y la esperanza de la victoria.
Estos son los puntos en que se apoya el Proyecto de convocatoria a Cortes:
– La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la única religión del Estado.
– La Constitución de España ha de ser monárquica.
– Monarquía hereditaria en Fernando VII, sus descendientes, y los llamados por la ley a sucederle.
– La Nación ha de ser gobernada en adelante por leyes libremente deliberadas y admitidas.
– Habrá Cortes nacionales.
– Nuestras Américas y demás colonias serán iguales a la Metrópoli en derechos.
– La reforma que han de sufrir nuestros códigos legales, estará encaminada a procurar el mayor alivio y la mejor ilustración del pueblo español, tan horriblemente vejado hasta ahora.
Las misteriosas primeras elecciones de la historia de España
Según Blasco Ibáñez, la forma de convocar las elecciones fue la que acabó con la resistencia de la Regencia. En opinión del escritor, ésta, que se había mostrado remisa a convocar Cortes, se decidió a hacerlo cuando se convenció de que la forma de elección daría el acta de diputados a las personas de linaje, y por lo tanto las más absolutistas e inmovilistas. Sin embargo, su sorpresa fue tremenda cuando vieron los resultados de las elecciones24.
Las murallas de Puerta de Tierra, en Cádiz, firme baluarte para defender la ciudad. Foto: Ana Martín.
Las elecciones de 1810 son de absoluta trascendencia en la historia de España por su significado emblemático y por el momento en el que se desarrollan. Nos encontramos ante un sistema electoral que puede ser considerado un sufragio universal, el primero que tiene lugar en España. Se trataba, eso sí, de un sufragio universal indirecto realizado en tres ámbitos escalonados. En primer lugar el parroquial: en cada parroquia se reunían todos los vecinos mayores de veinticinco años, que elegían compromisarios que, a su vez, votaban al elector parroquial. Los electores parroquiales serían encargados, posteriormente, de votar en cada partido a otros compromisarios, quienes a su vez, constituidos en junta electoral en cada capital de provincia, y en función de la población de ésta, votarían a los diputados provinciales. Estos serían, en definitiva, quienes representaran a los ciudadanos de esa jurisdicción en las Cortes gaditanas.
Tenían derecho a voto todos los españoles con más de 25 años, avecindados en el territorio y que fueran “hombres de casa abierta”, es decir, que vivieran en el lugar de su votación. Quedaban excluidos el clero regular, los procesados, los deudores a la hacienda, los sordomudos, los dementes y los funcionarios que se estuviesen beneficiando del gobierno francés.
Un sistema un tanto complejo que arroja, sin embargo, una gran duda sobre la que se pregunta el profesor Fernández García: “¿Cómo se realizó, si tenemos en cuenta que la inmensa mayoría de la población, sobre todo en las zonas rurales, no sabía leer ni escribir?”25. Nada se sabe en realidad acerca de la forma práctica cómo se procedió en aquellas primeras elecciones.
Cádiz y la invasión napoleónica
Como bien afirma Ramón Solís, Cádiz es consecuencia de su situación26. La población nace bajo un signo que ha portado durante toda su historia: su circunstancia de ciudad-puerto, rodeada por el mar a excepción de una larga lengua de tierra. Pero a ello, y precisamente en buena medida por esa causa, debe añadir otras características: dificultad de crecimiento, facilidad de fortificación, escaso contacto por tierra con sus vecinos y necesidad de defenderse de los vientos. Todo ello confiere a Cádiz, en definitiva, su carácter más exclusivo, sobre todo en un momento bélico tan intenso y dramático como constituye la Guerra de la Independencia: la facilidad de fortificación y su carácter casi inexpugnable.
Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que Fernando VII. Monumento a las Cortes en Cádiz. Foto: Ana Martín.
Fue precisamente en Cádiz donde se produjo la primera victoria de los españoles contra los franceses. Había pasado poco más de un mes desde los sucesos de mayo en Madrid, cuando se inició una batalla contra la escuadra fondeada en Cádiz, al mando del almirante Rossilly. Del 9 al 14 de junio de 1808 se produce un intenso tiroteo hasta que, finalmente, las fuerzas francesas se rinden a las mandadas por el almirante español Ruiz de Apodaca.
Hércules, símbolo de Cádiz, rechaza a las tropas napoleónicas que sitian la ciudad. Hércules y Napoleón, por J. García. Museo de las Cortes de Cádiz.
Unos días después de trasladarse la Junta Central de Sevilla a la isla de León, cae la ciudad del Guadalquivir. Los franceses de dirigen entonces a Cádiz para tomar un puerto que saben crucial para el desarrollo de la contienda, pero allí acaba de llegar un ejército de 12.000 hombres al mando del general Alburquerque.
Procedente de Extremadura, el ejército se había dirigido a la ciudad a marchas forzadas para intentar llegar antes que los franceses. Corría el 4 de febrero de 1809. El día siguiente llegan los franceses, pero la ciudad está ya bien defendida. A partir de entonces se convierte en la abanderada de la resistencia y de la lucha por la libertad. Si Cádiz hubiese caído, la contienda y hasta la historia moderna de España habría sido, a buen seguro, muy diferente.
Así comenta Alcalá Galiano, testigo de los hechos, la llegada de los franceses aquel soleado 5 de febrero:
En la expectativa del poco grato espectáculo, cuya aparición era segura y se veía próxima, estaban los moradores de Cádiz, armados muchos de ellos con anteojos, poblando torres y azoteas [...] De repente se divisa polvo: a poco aparecen tropas de caballería, reflejando un tanto la luz del sol las capas blancas y cascos de acero de los dragones franceses, que venían delante de las demás tropas de su nación, en ordenanza como de quien no espera tropezar con oposición alguna inmediata. Singular cosa era ver aquella gente, a la par odiosa y temible al pueblo español, y verla sin recelo [...] Así es que, si nadie lo vio con gusto, no hubo quien los viese con miedo, y hubo de suceder, aun a los tímidos, lo que al cordero de la fábula, que en el bien guardado redil hasta llegaba a echar fieros y retos al lobo.
No tardaron los franceses en acercarse al puente de Suazo. Entonces empezó a correr la noticia de que, adelantándose a reconocer las baterías, algunos pocos dragones hubieron de aventurarse a pisar el terreno de las salinas, en el que se hundieron caballos y hombres hasta quedar sepultados, lo cual se celebra con risas, ponderándose el apuro que debieron tener al ir hundiéndose en el fango [...]27
Cádiz pudo defenderse de aquel primer ataque, y de muchos otros que vinieron después, gracias no sólo a sus defensas naturales, sino a las fortificaciones que habían emprendido anteriormente sus moradores, por estar en pie de guerra con la armada más potente del mundo entonces: la inglesa. A todo ello se sumó en estos momentos un aumento y fortalecimiento de las defensas en una labor colectiva que emprendieron con tesón todos los habitantes de la ciudad.
Era de ver el gentío que poblaba las afueras de aquella linda ciudad, todo él compuesto de trabajadores aficionados. Como sucede en ocasiones semejantes, reinaba entre el bullicio la alegría [...] frailes robustos [...] asidos de gruesas sogas tiraban de parte de las casitas destinadas a ser derribadas [...] Hombres de todas las edades, cuyos vestidos declaraban ser su condición y situación en la vida social, cuando menos acomodada, formando cadena, pasaban de mano en mano espuertas llenas de tierra, revueltos con gente de inferior clase para la cual era más fácil, aunque en ellas no fuese costumbre tal trabajo...
28.
El 19 de marzo de 1812 se proclama la Constitución en Cádiz en medio de un cruce de cañonazos a ambos lados de la bahía. Museo de las Cortes de Cádiz.
Cuando, el día 6 de febrero de 1809, los franceses conminaron a la ciudad a su rendición y al reconocimiento como rey de España a José Napoleón, la respuesta fue contundente: “La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al señor D. Fernando VII”.
Es el comienzo de un asedio que descargó más de 15.00029 cañonazos contra la ciudad, disparándolos desde la bahía en una lluvia incesante que se prolongó durante dos años y medio.
La vida en Cádiz 1810-1814
En el “Diccionario geográfico-estadístico histórico de España y sus posesiones de ultramar de Pascual Madoz”, realizado a mediados del siglo XIX, no se deja lugar a dudas sobre las cualidades de Cádiz: “Es una de las ciudades, mejor dicho, es la ciudad más linda de Andalucía, ya por la benignidad de su temperatura, pues rara vez el termómetro baja de 6 grados sobre cero, ni sube de 22; por la igualdad, suntuosidad y hermosura de las casas, por su policía y alumbrado, por la limpieza y fino empedrado de las calles, no menos que por el trato dulce, insinuante y hospitalario de sus moradores”30.
Para el escritor José María Pemán, estas cualidades adornaban a la ciudad desde antiguo: en su opinión, Cádiz fue desde el siglo XVIII la ciudad española de “la gracia, la razón y la medida”, mientras que el escritor Edmundo D’amicis, uno de los viajeros más sutiles y observadores del siglo XIX, aseguraba que se trataba de la ciudad más blanca del mundo.
El conde de Maule se expresaba de manera similar en el célebre viaje que hizo en la época, alabando el prodigio de su enlosado, alumbrado y limpieza, y similar idea defendió en sus memorias Alcalá Galiano.
Parece que la opinión de sus moradores, a juzgar por los comentarios de los coetáneos a la época del asedio gaditano siempre fue similar, aunque el hecho de haber sido elegida Cádiz como centro del constitucionalismo español durante la Guerra de la Independencia obedecía, como hemos visto, a cuestiones puramente estratégicas.
Uno de los aspectos más destacados de la vida social de Cádiz en los primeros años del siglo XIX es sin duda la tertulia, una moda que nació en esta Cádiz en los años previos al asedio como respuesta a la necesidad que tenían los pujantes comerciantes gaditanos y sus familias de relacionarse entre ellos. Nació en estos momentos una fórmula de convivencia nueva, distinta a la visita cotidiana. Una cita que se convirtió en reuniones periódicas en la que se congregaban hombres y mujeres, pero que eran organizadas y dirigidas habitualmente por éstas. La tertulia “surge alrededor de una mujer, es ella la que lleva la pauta, la que sirve de centro de atracción”. En las casas de personalidades como Rosario Cepeda, Cecilia Böhl –que más tarde firmaría con el seudónimo de Fernán Caballero– o Margarita López de Morla, bajo sus atentas miradas y espíritus de buenas anfitrionas, se reunían los más destacados miembros de las Cortes, personalidades como Argüelles, Toreno, Quintana, Alcalá Galiano..., que dejaron la impronta de sus ideas liberales en las numerosas tertulias desarrolladas en Cádiz.
En este palacio de Cádiz residió Wellington en diciembre de 1812. Foto: Ana Martín.
Desde el punto de vista militar, Cádiz constituía para los franceses una conquista importante, pero desde el político, aún lo era más. Allí se tomarían las decisiones más importantes del país durante tres años. Esa fue la razón por la que el ejército francés montó un impresionante asedio a la ciudad, bombardeándola insistentemente durante todo ese tiempo.
Un asedio, sin embargo, que no mermo lo más mínimo las posibilidades de abastecimiento ni supuso para sus moradores un quebranto en sus costumbres, ya que, gracias a la armada inglesa, que unida a la española imponían sus respetos por mar junto a la ciudad, Cádiz estuvo siempre bien pertrechada de todo tipo de víveres:
Puerto de Cádiz.
Así es que, como dos meses después de formalizado el bloqueo, que sólo lo era por la parte de tierra, llegaron los alimentos a un precio razonable [...] y abundando las verduras, frutas y otros regalos. Los aljibes, provistos de agua llovediza, que es delgada y sin sabor, bastaron a impedir que hubiese sed, sirviéndole de suplemento algunos pozos, cuyo contenido, si menos grato, por ser el agua menos delgada, nada tenía de salobre
31.
Tanto es así, que incluso los aniversarios del 2 de Mayo era conmemorados con todo ceremonial y lujo.
El dominio que ejercían sobre el mar las flotas inglesa y española obligó a los franceses a intentar el bombardeo de la ciudad desde el otro lado de la bahía, en tierra. La larga trayectoria que debían recorrer los proyectiles propició que estos, al caer en la ciudad –los escasos proyectiles que lo hacían– llegasen apagados y sin posibilidad de explosionar, lo que provocó, después de unos primeros momentos de pánico, numerosos arranque de humor. Los gaditanos, viendo que las bombas que llegaban a la ciudad eran plenamente inofensivas si no daban directamente en el blanco, inventaron la célebre copla:
Con las bombas que tiran
los fanfarrones,
se hacen las gaditanas
tirabuzones.
Los franceses fueron utilizando cañones cada vez más potentes, perfeccionando y afinando sus disparos, pero la ironía popular que se burlaba de estos intentos fallidos estaba ya desatada32.
Los gaditanos continúan con su vida normal mientras la ciudad es bombardeada. En el grabado se puede apreciar a los habitantes de la ciudad bailando bajo el fuego enemigo.
El 15 de marzo, un año después de iniciados estos bombardeos con los que se acostumbraría a convivir el gaditano durante casi dos años y medio, el diario ““El conciso”” se mofaba de esta circunstancia:
Lista de las desgracias ocurridas con las granadas:
Muertos: un gato, y un perro (o perra, según algunos); heridos: las narices de un ángel de madera que sostenía una lámpara. Contusos: la cama de un religioso de San Juan de Dios. Extraviados: dicho Religioso, que contra su costumbre fue inspirado de algún ángel y no el de las narices rotas) a dormir a otra parte.
Ramos Santana33 en su detenido recorrido por las vicisitudes de los bombardeos contra Cádiz, cita un total de 15.531 proyectiles lanzados por los franceses. De ellos, llegaron a Cádiz solamente 534, es decir, tan sólo impactó en algún punto de la ciudad uno de cada treinta disparos. En lo referente a muertos causados por estos bombardeos, Ramos Carratalá cifra la cantidad entre 12 y 14, una cifra asombrosamente baja dados los acontecimientos.
No obstante, los bombardeos se quedaron ya para siempre en el recuerdo de los gaditanos, como símbolo de que habían sobrevivido al francés. Quizás por eso, para que la memoria no flaqueara y no se olvidasen aquellos hechos, desde entonces, una parte de aquellos 217 cañones abandonados por el enemigo en su retirada, pasaron a proteger las esquinas de los edificios gaditanos.
La plaza del mentidero de Cádiz fue, por su estratégica situación, uno de los lugares más seguros de la ciudad durante el asedio, resguardada de las bombas francesas. Fue en ella donde se leyó por segunda vez el texto de la Pepa el 19 de marzo de 1812. Foto: Ana Martín.
A pesar de los bombardeos, la vida seguía despreocupada en Cádiz: “los diputados prosiguen sus reuniones indiferentes, como prosiguen las representaciones en el teatro y la vida misma de una ciudad superpoblada, alegre y bulliciosa, que se siente centro vital de España y espejo de los patriotas del mundo”34.
[...] vinieron las bombas o granadas, como a dar aviso de que estábamos en guerra y con el enemigo cercano, pero con las bombas vinieron a multiplicarse las diversiones, abriéndose el teatro y celebrándose fiestas de diversas clases al aire libre; estar llenos de gente los paseos, animadas con la muchedumbre y buen humor de los concurrentes las calles y plazas
[...]35
Plano de la ciudad de Cádiz a mediados del siglo XIX.
Tanto se adaptaron los gaditanos y el resto de los habitantes de la ciudad a aquella situación, que es opinión casi unánime de los cronistas que la vivieron y cuentan la experiencia, que “cuando la guerra termina, se marchan con pena”36.
[...] a los pocos días de levantado el sitio, vueltas las gentes a sus comodidades acostumbradas, era frecuente decir:
‘Gracias a Díos que nos vemos libres de franceses y de bombas, pero hay que confesar que la vida ahora es algo pesada, y que en los últimos apuros del sitio era muy divertida. Casi hace falta el oír sonar una campana que sirva de anunciar la venida de una bomba’.
Vida de los diputados
En el momento en que se establecen las Cortes en ella, Cádiz era la única ciudad en la que la vida transcurría en términos relativamente normales, ajena a la ocupación de un ejército extranjero que usurpaba la voluntad del pueblo y extendía sus dominios por toda la geografía española.
Sesión de cortes en el teatro de la isla de León.
Desde el primer momento de la contienda, los gaditanos tuvieron conciencia de la importancia de lo que estaban debatiendo los diputados. Sabían, o intuían, que el futuro del país dependía, en buena medida, del acontecer de los sucesos que se estaban desarrollando junto a ellos, y de que Cádiz prosiguiera libre de enemigos.
Cada nuevo diputado que llegaba a la ciudad era recibido con alborozo por sus habitantes. Y la misma Cádiz proporcionó también, de entre quienes vivían en ella provisionalmente, procedentes de otras zonas del país y de las colonias de ultramar, abundantes diputados suplentes. Esta estrategia, adoptada de acuerdo con los diputados ya presentes en las Cortes, sirvió para desatascar una cuestión que habría supuesto un grave inconveniente para la buena marcha de las mismas.
La figura del suplente, tuvo, en más de una ocasión, una importancia fundamental en los asuntos de las Cortes e incluso en la elaboración de la Constitución. Muchos de ellos ya residían en Cádiz cuando se formalizó el bloqueo, otros llegaron a la ciudad con la clara intención de residir en ella para poder participar como diputados suplentes en tanto no se presentaran los correspondientes de su provincia o de su país. Pero esto último no ocurrió nunca: ningún diputado suplente dejó de serlo por llegar a la ciudad los titulares, ya que en los dos únicos casos en que esto ocurrió, Sevilla y Asturias, los suplentes pasaron a ser nombrados diputados provinciales y siguieron formando parte de las Cortes.
La presencia de estos nuevos habitantes vino a añadir más dificultades a una ciudad sitiada, que ya era populosa antes de comenzar el conflicto, pero que triplicó sus habitantes durante estos años, obligando a que incluso las azoteas se llenasen con sus moradores.
La llegada de los diputados, muchos de ellos con importantes títulos nobiliarios o eclesiásticos, supuso una quebradura de cabeza para la autoridades, que intentaban facilitarles unas viviendas consideradas en consonancia con el elevado rango que representaban.
La casa de vecinos era una institución que desde muy antiguo había resuelto en Cádiz el difícil problema que planteaba al crecimiento de una ciudad amurallada, que, además, atraía a su seno el comercio de otros países y gentes de todas las nacionalidades
37.
Es en las abigarradas calles de esta ciudad donde surgen por primera vez, con profusión, las discusiones políticas. Se discute en los cafés y en las tertulias de las casas. Pero también, y sobre todo, en sus calles y en sus plazas, a plena luz del día. Y es aquí donde comienza también a criticarse de manera abierta a los gobiernos. Para Ramón Solís no hay duda: “Podemos afirmar, pues, casi rotundamente, que en la calle Ancha se estrenó aquello que más tarde se llamaría la opinión pública”. Es en esas zonas de convivencia al aire libre en las que los gaditanos exponen claramente sus ansias de libertad, como expone Alcalá Galiano: “Vivía en lo general de los españoles de aquellos días honda y vehementemente sentido el amor de patria juntamente con el de libertad, confundiéndose en uno ambos afectos”.
La llegada de los diputados a la ciudad hace que aumente de forma considerable la afición por la lectura en una población que ya de por sí tenía probablemente la más alta tasa de España –“Es, además, la urbe peninsular en que se vendían más libros, en que el ansia de saber afectaba a mayor número de ciudadanos”.
Esta circunstancia y el afán por estar informados de todo lo relativo al acontecer diario de las Cortes, provoca que se multiplique en estos momentos por tres el número de imprentas en Cádiz. Las cabeceras de los periódicos crecen de forma llamativa, y las fórmulas que utilizan –algunas de auténtica vanguardia, como El redactor general, que reunía en sus páginas lo más relevante del resto de los diarios, en una suerte de avance de lo que sería dos siglos más tarde Internet– para informar de las discusiones suscitadas en las Cortes, se convierten en el centro de la noticia y lo más buscado, junto a los partes de guerra. Es esta prensa la que propicia el nacimiento del moderno periodismo político.
A pesar de los bombardeos, los diputados continuaron durante todo el tiempo trabajando en el congreso, aunque no faltaron ocasiones en las que las voces de aquellos representantes del pueblo debieron alzarse sobremanera para intentar hacerse oír por encima del lejano ruido de los cañones o del tañido de las campanas que anunciaban insistentes los bombardeos.
Cádiz y la Constitución: el primer ¡Viva España!
Con la pujanza de un comercio que había situado a Cádiz mirando al exterior y relacionándose con el mundo, con comerciantes de diversas partes del planeta paseando por sus calles y plazas, la recepción periódica de prensa extranjera, la estancia de diplomáticos de diversos países..., la ciudad presentaba un ambiente abiertamente liberal: el lugar idóneo para que las ideas más avanzadas de nuestro país germinaran y adquirieran carta de naturaleza en una ley escrita.
Pero fueron sin duda la invasión francesa de nuestro territorio y el aislamiento de Cádiz, las circunstancias que favorecieron definitivamente la puesta en marcha de reformas que no habían tenido parangón en nuestro país. Y ello sin que aparecieran prácticamente voces discordantes. También fueron la causa de que se tomaran decisiones, se emprendieran acciones o se aprobaran leyes –la supresión de la Inquisición, la puesta en marcha por primera vez en nuestra historia de la libertad de imprenta...– sin apenas oposición y, desde luego, sin violencia alguna. Como más tarde aseguraría el diputado Quintana: “Asimos la ocasión que nos presentaba la fortuna”.
Es en ese Cádiz de las Cortes donde se oye por primera vez el grito de “Viva España”, a diferencia del “Viva el Rey”, que había sido hasta entonces la única exclamación capaz de aunar y sumar voluntades en nuestro país.
Y es también en esa misma ciudad donde se filtra y expande rápidamente la decepción cuando, tras la vuelta de Fernando VII, el edificio constitucional es destruido con la facilidad de quien derriba un castillo de naipes, viniéndose abajo el sueño de libertad que albergó la ciudad durante cuatro años.
Las razias y las delaciones se extenderán entonces sobre la ciudad, incluyendo las imprentas y, desde luego, los cafés que habían servido de cenáculos y centros de reunión a los liberales.
Dibujo de la lápida utilizada en la Plaza de la Constitución (hoy San Antonio), en Cádiz. Mesonero Romanos asegura en sus memorias que ningún gaditano quiso quitar la placa tras el trienio constitucional de 1823 y hubo de buscarse obreros en otras localidades. Museo de las Cortes de Cádiz.
No es de extrañar, pues, que cuando años después, en 1823, otra oleada absolutista acabase con un nuevo sueño constitucional, no se encontrase un solo obrero en Cádiz que se prestara a quitar de la Plaza de San Antonio la lápida conmemorativa que la acreditaba como “Plaza de la Constitución”. Fue necesario, como asegura Mesonero Romanos en sus memorias, acudir a obreros de otros municipios.
La Prensa ante las Cortes: el nacimiento del periodismo moderno
Entre prensa y parlamento existe una profunda interrelación. Ambas instituciones se necesitan. El parlamento precisa que se informe de sus actuaciones, y los periódicos deben propagar una labor, la de los diputados, que a menudo posee interés para los ciudadanos.
Los parlamentarios españoles pronto se percataron de la importancia de que sus actuaciones fuesen conocidas por la opinión pública y, desde el mismo comienzo de las Cortes gaditanas, los periodistas tuvieron siempre reservado un lugar en el que poder ejercer su labor.
Y no sólo eso: es precisamente gracias a la labor de aquellos incipientes periodistas políticos, por lo que conocemos algunos detalles fundamentales de los primeros discursos de nuestras primeras Cortes y de cómo se desarrollaron sus reuniones, incluyendo la impresionante intervención de Muñoz-Torrero sobre el papel que jugaba aquella primera Asamblea. La razón es que los taquígrafos no se incorporaron a las Cortes hasta el 16 de diciembre, cuando habían transcurrido ya 80 sesiones, cuyos únicos detalles nos han llegado a través de los periódicos de la época.
Ya hemos visto que el periodismo moderno, en la forma en que hoy lo conocemos, nació en las Cortes de Cádiz, donde la influencia de la prensa creció, alcanzando límites desconocidos. Hasta entonces, los periódicos habían tenido un claro matiz costumbrista y literario, pero a partir de aquí se involucran claramente en la política.
Como asegura Alcalá Galiano, “Hízose, pues, necesario saber lo que pasaba en el Congreso, y saberlo sin demora, y para el intento servían los periódicos, que desde luego crecieron en poder, aunque ya alguno lo tenía desde que empezó a dominar en las cosas del Gobierno el influjo popular, lo cual coincidió con el alzamiento de 1808”38.
Portada del diario El Conciso de 6 de septiembre de 1810: “Quien no sirva a la Patria, servirá al tirano”.
En palabras de Ramón Solís, “[...] la prensa se libera de las trabas que sobre ella pesaban y se transforma, ya para siempre, en un arma política. El periodista será, pues, desde entonces un hombre público, responsable de sus actos y opiniones”.
En el cambio operado en la prensa es crucial, por supuesto, la nueva concepción del Estado, en la que éste aparece como resultado de la intervención del pueblo en la marcha de los acontecimientos. Pero existe un factor definitivo que da alas a esta nueva forma de periodismo: la libertad de prensa. Aprobada por el parlamento en noviembre de 1810, en lo que constituyó una de las grandes decisiones de aquellas Cortes, supone el comienzo de una nueva forma de entender la información. El artículo primero del decreto de libertad de expresión era tajante al respecto: “Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación”.
Amparada en ella surgieron multitud de folletos e impresos contra el invasor que intentaban enardecer y mantener cohesionado al pueblo español en su lucha contra el invasor. Se puede asegurar que la libertad de expresión fue un factor clave para ganar la guerra a los franceses.
Sin duda, el periódico más conocido, comentado y vendido de la época en Cádiz es ““El conciso””, infatigable luchador a favor de la causa liberal y defensor de la Constitución, lo que les costaría caro a buena parte de la redacción. Ramón Solís afirma que “A todos ellos –a los redactores de ““El conciso””– les cupo el honor o la desgracia de haber sido los primeros que en España usaron el periodismo como arma política. Alguno de ellos pagaron su campaña periodística con la persecución y después con la muerte”.
Su tirada era de 2000 ejemplares, la mayor de todas, una cantidad enorme para la época si tenemos en cuenta la alta tasa de analfabetismo y que los diarios se solían leer entonces en los cafés y centros de reunión.
Había nacido el 24 de agosto de 1810, un mes antes de la Constitución de las Cortes, y se dedicó ardorosamente a la tarea de defender su existencia. Esta era su declaración de intenciones: “Nunca ha sido más conveniente que en la época actual el propagar cuantas ideas y noticias puedan ser útiles a la nación. Nadie es más charlatán ni escribe más que los franceses; nadie es más modesto ni escribe menos que los españoles. Esta ventaja que tienen aquellos para seducir a los incautos solo puede contrarrestarse multiplicando por nuestra parte diversos papeles y escritos para su confusión y para ilustración de alucinados”.
Acompañaban a “El conciso”, El censor general, El diario mercantil, Diario de la tarde, Redactor general y el Semanario patriótico. Junto a ellos existieron en el Cádiz de la época hasta setenta periódicos que hicieron de las reuniones, discusiones y acuerdos de Cortes, junto con el desarrollo de la guerra, sus principales argumentos.
De edificio de la corrupción a santuario de la libertad
Las Cortes existían ya en época medieval y aportaban al pueblo cierta representación, pero habían ido perdiendo influencia, reuniéndose ya exclusivamente para jurar lealtad al soberano. En estos momentos de guerra se había extendido la opinión de que si se revitalizaban, las reformas llevadas a cabo por ella podrían ayudar a ganar la contienda.
Apertura de las Cortes Generales y Extraordinarias en la Isla de León, 24 de septiembre de 1810. Obra de F. Pérez. Museo de las Cortes de Cádiz.
La convocatoria de Cortes suponía, de hecho, el finiquito de la antigua monarquía, de ahí que tropezara con la oposición de sus más acérrimos defensores, Floridablanca entre ellos.
Las Cortes se inauguran en la isla de León (hoy San Fernando) el 24 de septiembre de 1810, una virulenta epidemia de fiebre amarilla impide que se celebren en Cádiz hasta cinco meses después, por lo que estas primeras sesiones se desarrollan en el teatro Cómico, un local amplio, pero cuyas instalaciones distaban mucho de ser las más apropiadas para su nuevo uso.
Tampoco el hecho de haberse destinado aquel lugar al teatro parecía su mejor carta de presentación. Este espectáculo fue duramente criticado en las mismísimas Cortes gaditanas –uno de los principales enemigos del teatro sería precisamente el diputado murciano Simón López, que llegó a pedir en el parlamento su prohibición–. No faltaron voces que se quejaran del hecho de que un edificio dedicado al “placer y a la corrupción”, se convirtiera en tan sagrado lugar. El diario El Observador comentaba: “¡Qué gloriosos destinos estaban reservados a un edificio, dedicado antes al solo placer por la corrupción de las costumbres, ahora consagrado su santuario de la libertad y de la justicia”.
Juramento de las Cortes de Cádiz, de José Casado Alisal (1863). Congreso de los diputados.
Fue allí donde los diputados debieron realizar el juramento –de rodillas y ante los Evangelios–, tras una frase que se usaba por primera vez en la historia española: “¿Juráis desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación?”39. Era la primera vez que toda la nación estaba representada en un congreso nacional. Para conseguir esto, en un país que estaba dominado casi en su totalidad por unas fuerzas de ocupación extranjeras, aquellas Cortes tuvieron que hacer, como veremos, unos ajustes extraordinariamente complicados.
No fue hasta el 24 de febrero de 1811, una vez pasado el peligro de la mortal y contagiosa enfermedad, cuando los diputados se pudieron trasladar al Oratorio de San Felipe Neri, en Cádiz, un templo de 1679 que tenía forma elíptica, por lo que podemos inferir que ya nuestro primer parlamento poseía una forma que lo emparentaba con lo que sería conocido posteriormente como hemiciclo por la disposición de los diputados y de la tribuna preparada para el orador. Esta era también la forma del Parlamento en la Asamblea Nacional de París, en una imitación de la que había tenido, 23 siglos atrás, el teatro griego.
A las posibilidades y capacidad del edificio se sumaba el hecho de su buena acústica, si bien las campanas de la iglesia interrumpieron en numerosas ocasiones o hicieron dificultosa su audición a los diputados, y ello a pesar de las reclamaciones que hicieron muchos de los representantes del pueblo.
Así describía el escritor Blasco Ibáñez el lugar y los cambios operados en él para adaptarlo a su nueva función:
La iglesia de San Felipe Neri es pequeña y de forma oval, pudiendo considerarse como uno de los mejores templos de Cádiz. Encargaron las Cortes las obras necesarias para su instalación a un teniente de ingenieros de marina llamado Prats, y este cubrió todos los altares con un velo, como se hace en Semana Santa, y en el mayor puso la mesa presidencial con un dosel que cubría el retrato de Fernando VII, y bajo el cual estaba vuelto a la pared un trono vacío, al que hacían guardia, durante las sesiones, dos guardias de Corps.
En el resto de la iglesia construyose un anfiteatro para los diputados, compuesto de tres órdenes de asientos, y dividido por cuatro pasillos para facilitar la entrada, siendo la de los representantes por la puerta de la sacristía, y quedando cerrada la principal con prohibición de ser abierta, fuera de los casos de gran solemnidad o recepción de personajes elevados. Frente al anfiteatro estaba la barra o barandilla, adornada con dos grandes leones de bronce, y desde la cual hablaban las personas que sin ser diputados eran convocadas por las Cortes.
Las dos galerías altas, con barandilla de hierro hasta el pecho, que abrazaban todo el recinto interior de la iglesia, fueron utilizadas como tribuna pública para hombres, pues a las mujeres les fue vedada la asistencia a las sesiones. En la capilla del Sagrario levantose un tablado que ocuparon los taquígrafos y los periodistas40.
Los diputados de Cádiz tuvieron absoluta libertad para organizarse y establecer unas reglas de funcionamiento que les acompañarían durante toda la legislatura y que serán, en buena medida, la base de todos los parlamentos posteriores.
Las sesiones eran públicas –existían también sesiones secretas, a puerta cerrada, para los temas más delicados–, en asambleas que abrían a las 10 de la mañana y cerraban a las 14 horas en otoño e invierno, y una hora antes en primavera y verano. Aunque fueron muchas las reuniones que sobrepasaron con creces este horario.
Además, los diputados, según sus propios acuerdos, votados por ellos en la Constitución de las Cortes, son independientes en sus decisiones respecto a sus representados. En esa asamblea reside la Soberanía Nacional, otorgando el poder a la Regencia en ausencia del Rey, y confirmando en su labor a los tribunales de justicia. Se culmina con ello a separación de los tres poderes.
¡A las Cortes, a las Cortes!
El diputado Antonio Alcalá Galiano rememoraba al final de sus días el entusiasmo con el que fueron acogidas estas primeras Cortes de la historia de España:
No comprenden los hombres ahora el entusiasmo con que, en 1810, acogimos unos pocos, que pronto en la isla gaditana fuimos muchos, la reunión de las Cortes. Los que eran gratos ensueños, halagüeñas visiones, hijas de nuestra lectura, y enseñoreadas de nuestra fantasía, pero sin pasar de la clase de deseo, habían llegado a ser realidad, harto bien a duras penas conseguido. En el estado de las cosas, bien merecía ser calificado aquello de locura, pero locura sublime
41.
El día de la apertura de las primeras Cortes, San Fernando amaneció adornado con tapices y banderas nacionales, mientras el camino que unía Cádiz con la isla, cubierto a trechos por grandes arcos de triunfo, se veía transitado de una multitud satisfecha que gritaba “¡A las Cortes, vamos a las Cortes!”.
Con su estilo gráfico y brioso, Pérez Galdós recoge en el Episodio Nacional titulado “Cádiz”, el ambiente de euforia de aquella primera reunión de las Cortes. Pongámonos en situación: corría el día 24 de septiembre de 1810, estamos en la isla de Leon –San Fernando–:
Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros:
–¡A las Cortes, a las Cortes!
Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos. Vestía el poderoso comerciante su mejor paño, la dama elegante su mejor seda, y los muchachos artesanos, lo mismo que los hombres del pueblo, ataviados con sus pintorescos trajes salpicaban de vivos colores la masa de la multitud. Movíanse en el aire los abanicos, reflejando en mil rápidos matices la luz del sol, y los millones de lentejuelas irradiaban sus esplendores sobre el negro terciopelo. En los rostros había tanta alegría, que la muchedumbre toda era una sonrisa, y no hacía falta que unos a otros se preguntasen a dónde iban, porque un zumbido perenne decías sin cesar:
–¡A las Cortes, a las Cortes!
“Por el camino de Cádiz a la Isla no cesaba el paso de diversa gente, en coche y a pie; y en la plaza de San Juan de Dios los caleseros gritaban, llamando viajeros:
-¡A las Cortes, a las Cortes!
Parecía aquello preliminar de función de toros. Las clases todas de la sociedad concurrían a la fiesta, y los antiguos baúles de la casa del rico y del pobre habíanse quedado casi vacíos”. Benito Pérez Galdós, “Cádiz”.
El 24 de septiembre de 1810, el istmo de tierra que une la isla de León (San Fernando) y la ciudad de Cádiz se llena de gente que quiere presenciar la apertura de las Cortes. Obra atribuida a Federico Godoy. Museo de las Cortes de Cádiz.
[...]
Tronaban los cañones de los navíos fondeados en la bahía; y entre el blanco humo las mil banderas semejaban fantásticas bandadas de pájaros de colores arremolinándose en torno a los mástiles. Los militares y marinos en tierra ostentaban plumachos en sus sombreros, cintas y veneras en sus pechos, orgullo y júbilo en los semblantes. Abrazábanse paisanos y militares congratulándose de aquel día, que todos creían el primero de nuestro bienestar. Los hombres graves, los escritores y periodistas, rebosaban satisfacción, dando y admitiendo plácemes por la aparición de aquella gran aurora, de aquella luz nueva, de aquella felicidad desconocida que todos nombraban con el grito placentero de:
–¡A las Cortes, a las Cortes!
[...]
Nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, talento, riqueza, juventud, hermosura, todo, con contadas excepciones, concurrió al gran acto, los más por entusiasmo verdadero, algunos por curiosidad, otros porque habían oído hablar de las Cortes y querían saber lo que eran.
Otro enigma: ¿Cuántos diputados integraron las Cortes?
Por curioso que parezca, a dos siglos de la reunión de aquellas Cortes, el número y hasta la profesión de quienes la integraron, continúa constituyendo un misterio.
Ya en la primera sesión, la de Constitución, la cifra exacta de sus asistentes varía según se consulte una fuente u otra, sin que ninguna de ellas –incluidas las mismas Actas de las Sesiones– sea del todo fiable, variando la cantidad entre 95 y 104.
Podemos imaginar que, si dada la trascendencia de aquella primera reunión, los números oscilan hasta ese punto, en el resto de sesiones la variación no es menor, ofreciéndose cifras totales que van desde los 258 a los 303, por lo que podemos afirmar que no existe una relación exacta de aquellos que formaron parte efectivamente de las Cortes de Cádiz.
Lo que sí parece cierto es que a la última sesión de las primeras Cortes acudieron 223 diputados. Y que 185 de ellos estamparon su firma en la Constitución. Entre ellos los ocho representantes murcianos, aunque alguno tardase un tiempo en hacerlo.
Algo semejante ocurre cuando se alude a la profesión de los diputados, ya que existió una falta de homogeneidad a la hora de encuadrarlos en sus respectivos oficios, y había quien a su condición de eclesiástico, por ejemplo, unía otra dedicación.
Si optamos por la clasificación que ofrece Ramón Solís, una de las más aceptadas, podemos concluir que aquellas Cortes estuvieron integradas por 97 eclesiásticos, 8 nobles, 46 militares, 16 catedráticos, 60 abogados, 55 funcionarios públicos, 15 propietarios, 5 comerciantes, 4 escritores y 2 médicos, lo que arroja una cifra total de 312, prueba evidente de la colocación en varios epígrafes de diversos diputados.
José María Queipo de Llano, Conde de Toreno, uno de los más activos participantes en la elaboración de la Constitución de 1812.
Liberales y serviles
Resulta curioso que el epíteto que servía para designar a uno de los grupos de diputados, y que hizo fortuna para la posteridad, provenga, en realidad de un escrito satírico de Eugenio Tapia, un escritor de ideas liberales que, en un poema satírico, llamó de esta manera a los diputados que defendían las ideas más tradicionales y eran partidarios de una vuelta al absolutismo.
Retrato de Alcalá Galiano, uno de los más activos liberales del primer tercio del siglo XIX.
Por el contrario, los liberales eran partidarios de introducir notables reformas en nuestras leyes. Ellos fueron los responsables de que la Constitución de Cádiz fuera un hecho, y un hecho avanzado y revolucionario en su tiempo, además. Nombres como Agustín Argüelles, Muñoz-Torrero, el jovencísimo conde de Toreno, Fernández Almagro, Capmany, Díaz Caneja... han quedado indisolublemente unidos para siempre a la historia del parlamentarismo español.
Se trata sin duda del grupo más brillante. Un grupo heterogéneo, pero con ideas comunes y una meta compartida: dotar al país de una carta de derechos y deberes que salvaguardara para siempre la libertad de los españoles. Eran hombres cultos y formados, buenos oradores, que habían desarrollado sus dotes en tertulias de índole progresista, pero también en Reales Academias y Sociedades Económicas que albergaban los círculos más avanzados de su tiempo.
Diego Muñoz-Torrero fue quien pronunció el primer discurso en las Cortes de Cádiz. Así se refiere al hecho Galdós en su Episodio Nacional “Cádiz”: “Las palabras se destacaban sobre un silencio religioso, fijándose de tal modo en la mente que parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fue oída con más respeto”.
La actuación de este grupo de liberales, revela desde el principio la existencia de un plan previo. Un plan que cogió de sorpresa a la Regencia y a los diputados partidarios del absolutismo que, por el contrario, carecían de programa alguno más allá que el de defender sus propios intereses y los del resto de la oligarquía. Gracias a esto, las Cortes de 1810 se convirtieron en un auténtico torbellino legislativo que aprobó, en poco tiempo, leyes impensables hasta entonces.
Los monárquicos se percataron pronto de la imposibilidad de luchar contra este torrente de ideas y el ritmo de trabajo de unos hombres convencidos y preparados. Tras entrar en enconados debates con los liberales en los primeros artículos de la Constitución, se mantuvieron posteriormente mucho más escondidos, como si hubiese bastado unas cuantas jornadas de deliberación para que se diesen cuenta de que la batalla del Antiguo Régimen la tenían perdida. Al menos si se trataba de defenderlas exclusivamente con la palabra y la argumentación. Era mejor esperar una oportunidad para conculcar –algo que se convertiría en costumbre– ese nuevo orden establecido que se vislumbraba estaba por llegar.
Los espectadores: Las Cortes como pasión
La expectación por escuchar a los diputados en aquellas sesiones abiertas al público era enorme.
Y no era para menos: por primera vez se oía hablar en público en España a personas que no eran predicadores ni abogados. “Encantaba y arrebataba tal novedad –asegura Alcalá Galiano-, de suerte que nacieron y crecieron reputaciones que hubieron de conservarse hasta nuestros días, mereciéndolas quienes las alcanzaron por sus virtudes y servicios eminentes a la causa pública”.
Pronto nace un tipo de espectador de los discursos de Cortes, asiduo de las mismas, que se encarga después de transmitirlos en la calle, antes de que los diarios dieran cuenta en sus páginas de aquellas sesiones.
Se trata exclusivamente de hombres, ya que, como hemos visto, a las mujeres les fue vedado muy pronto la asistencia a las Cortes. Tan sólo pudieron asistir a las tres primeras asambleas. “La hora de concluir las sesiones era sobre las dos de la tarde, y las noticias de lo ocurrido en las Cortes pasaban a la calle Ancha, poco distante del lugar donde celebraba sus sesiones el parlamento. Era en esa y otras calles y plazas de Cádiz donde los juicios de los procedentes de las galerías eran revisados por otra más numerosa clase de ociosos, o de hombres cuyas ocupaciones habían terminado”, comenta Alcalá Galiano, para añadir sobre la expectación con que eran recibidas aquellas discusiones:
El café Apolo llegó a conocerse como las Cortes Chicas. Se decía que las tertulias que tenían lugar en el establecimiento influían poderosamente en lo que se debatía en el Hemiciclo. Foto: Ana Martín.
Los discursos de los diputados, sobre puntos constitucionales, eran oídos no meramente con atención, sino con ansia viva, comentándose luego, y aun con frecuencia en la hora de ser pronunciados [...] Se expresaba con aplauso a los oradores gratos al público y con vituperios a los de opinión contraria. Argüelles, Mejía, Muñoz Torrero, Calatrava, Oliveros, Gallego, Golfín, con algunos más, eran oídos como oráculos; Inguanzo, Gutiérrez de la Huerta, Borruell, Valiente, con otros pocos adictos a las mismas doctrinas, con extremos de injusticia. El famoso Ostolaza era blanco principal del odio y burlas del auditorio, lo cual merecía en parte por una frescura digna de ser calificada de descaro
[...]
Y no era para menos, ya que los comienzos de nuestro parlamentarismo constituyen un momento de oratoria brillante, de confrontación dialéctica.
Los discursos suelen ser dichos de corrido, sin leer, pues esto último se considera un desdoro, y cuando ocurre, se suele producir la disculpa de quien se ve obligado a hacerlo.
También Galdós se expresa en igual sentido que Alcalá Galiano en su novela “Cádiz”:
Pero en 1811, y después que las Cortes se trasladaron a Cádiz, la calle Ancha, además de un paseo público, era, si se me permite el símil, el corazón de España. Allí se conocían, antes que en ninguna parte, los sucesos de la guerra, las batallas ganadas o perdidas, los proyectos legislativos, los decretos del gobierno legítimo y las disposiciones del intruso, la política toda, desde la más grande a la más menuda, y lo que después se ha llamado chismes políticos, marejada política, mar de fondo y cabildeos
.
Los diputados tienen la palabra
Para legislar es preciso debatir, y el único debate posible es aquel en el que la palabra se alza libre. Alguien ha dicho que el mayor triunfo de la Democracia es la palabra en libertad. No en vano el gran templo de la democracia es el Parlamento, es decir, el lugar en el que se habla.
En España, la oratoria política surge en las Cortes de Cádiz. En aquella asamblea de entusiasmados patriotas se había hecho la luz del debate parlamentario. Pero era una luz de breve existencia que se extinguía una vez resonaba en el hemiciclo. Faltaban los taquígrafos, que fijasen para la posteridad cuanto se debatía en el parlamento.
Desde el comienzo de la escritura, el ser humano había intentado recoger la palabra hablada por medio de abreviaturas. La aún reciente taquigrafía era un método revolucionario que permitía, asignando fonemas a las voces, recoger un discurso a la velocidad a la que se hablaba.
Los parlamentarios pronto se pusieron de acuerdo respecto a esa necesidad, y la taquigrafía (del griego taxos y grafos, es decir, rapidez en la escritura), que acababa de recibir un impulso importantísimo en el mundo gracias al nuevo método del valenciano Francisco Martí, se hizo un hueco en el parlamento. Habían transcurrido, sin embargo, ochenta sesiones de debates, cuyos pormenores se han perdido ya para siempre.
Diario de sesiones, el cuaderno de bitácora parlamentario
Ya había luz con taquígrafos, y los debates fueron recogidos en el diario de sesiones con toda la riqueza verbal en la que se desarrollaban. Corría el 16 de diciembre de 1810, nunca más se celebró una sola sesión parlamentaria sin taquígrafos que recogiesen fielmente cada debate, por intrincado y arduo que fuese. La mesa de los taquígrafos y la tribuna de prensa serían desde entonces una constante en nuestro parlamento.
A partir de entonces todos los discursos de aquellas Cortes, las arengas más incendiarias, la polémica, las réplicas y contrarréplicas, las intervenciones simultáneas, y hasta los chascarrillos y murmullos procedentes de los escaños, podían ser recogidos en toda su salsa por estos esforzados taquígrafos que desarrollaban su labor en situaciones casi heroicas. Una condiciones tan precarias que avances tan pequeños como la llegada del papel satinado, que permitía un mejor deslizamiento del lápiz sobre su superficie, eran recibidos con alborozo.
En esta situación es como se desarrolla en sus primeros tiempos el Diario de sesiones, una publicación que ha dejado para la posteridad la labor desarrollada por nuestros parlamentarios de aquellos años y en los dos siglos siguientes de Cortes en España, difundiendo sus trabajos e impidiendo cualquier manipulación posterior de lo debatido en el parlamento.
Archivo Congreso de los Diputados.
Miembros de la Comisión de la Constitución de 1812. Congreso de los Diputados.
Se abre la sesión
El 24 de septiembre de 1810 marca el pistoletazo de salida de nuestra historia parlamentaria. Después de asistir a la misa del Espíritu Santo y de prestar juramento, los diputados se dirigen al Teatro Cómico de la Isla de León entre vivas de la multitud. Los parlamentarios van sentándose donde les parece. No hay problemas de espacio, pues aún faltan muchos representantes por incorporarse a esas Cortes. Los miembros de la Regencia se han retirado, expresando de esa forma su descontento. Es el momento en que un centenar de diputados, elegidos por primera vez por los españoles, deben comenzar a dirigir la nave de la nación. No tienen experiencia alguna en esos trances, aún no se han dotado de un reglamento, y no existe ninguna referencia que pueda servirles de guía.
En esos instantes de tensión máxima pide la palabra un diputado. Se trata de un sacerdote de 54 años, diputado por Extremadura, que había sido Rector de la Universidad de Salamanca. Es el primero que pronunciará un discurso en toda la historia parlamentaria española. El suyo fue, además de un alegato brillante en lo formal, absolutamente crucial para el desarrollo de aquellas Cortes, pues en él expuso de manera contundente las pautas que debía marcarse aquel parlamento en una serie de cuestiones defendidas con elocuencia y ardor por el clérigo, y apoyados por la mayoría de la cámara, que votó afirmativamente todos sus puntos.
Muñoz-Torrero había defendido que sería conveniente decretar que aquellas Cortes estaban legítimamente instaladas; que en ellas reside la soberanía; que convenía dividir los tres Poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, así como el reconocimiento del legítimo Rey de España en Fernando VII, declarando nulas las renuncias hechas en Bayona. El ex rector apoyó “estos principios con muchos y sólidos argumentos sacados del derecho público, y de la situación política de la Monarquía”. Fue Manuel Luján, amigo y paisano de Muñoz-Torrero el encargado de leer los seis puntos concretos que proponía a la votación de las Cortes.
Todos ellos, incluido el primero, que introducía por primera vez un concepto tan revolucionario que dejaría perplejos a unos partidarios del absolutismo que no escaseaban en aquellas Cortes. Se trataba de la Soberanía Nacional, una idea totalmente novedosa entre los españoles, cuya aprobación por aquellas Cortes fue crucial, pues desmontaba la tesis absolutista de que las Cortes sólo podían ser convocadas por el Rey, y, por el contrario, refrendaba que estaban legalmente constituidas.
Galdós se hace eco en su Episodio Nacional “Cádiz”, de aquellos momentos. Sus licencias narrativas no ocultan la solemnidad e importancia histórica que tuvo aquel primer discurso que abría una nueva época para España:
Aún retumba en mi entendimiento aquel preludio, aquella voz inicial de nuestras glorias parlamentarias, emitida por un clérigo sencillo y apacible, de ánimo sereno, talento claro, continente humilde y simpático. Si al principio los murmullos de arriba y abajo no permitían oír claramente su voz, poco a poco fueron acallándose los ruidos y siguió claro y solemne el discurso. Las palabras se destacaban sobre un silencio religioso, fijándose de tal modo en la mente que parecían esculpirse. La atención era profunda, y jamás voz alguna fue oída con más respeto.
[...]
El discurso no fue largo, pero sí sentencioso, elocuente y erudito. En un cuarto de hora Muñoz-Torrero había lanzado a la faz de la nación el programa del nuevo gobierno, y la esencia de las nuevas ideas. Cuando la última palabra expiró en sus labios, y se sentó recibiendo las felicitaciones y los aplausos de las tribunas, el siglo décimo octavo había concluido.
El reloj de la historia señaló con campanada, no por todos oída, su última hora, y realizose en España uno de los principales dobleces del tiempo.
El 23 de diciembre de 1810 se crea en las Cortes la comisión para la elaboración de una Constitución. Ésta está integrada por quince diputados, diez españoles: Argüelles, Ric, Gutiérrez de la Huerta, Cañedo, Espiga, Muñoz-Torrero, Rodríguez de la Bárcena, Valiente, Pérez de Castro y Oliveros, y los otros cinco americanos: Morales Duárez, Fernández de Leyva, Antonio Joaquín Pérez, Jáuregui y Mendiola.
Al grupo habría que sumar más tarde a alguien que no era diputado: Ranz de Romanillos, que tuvo, sin embargo, un papel destacado en la elaboración del borrador de Constitución. Tanto que parece que fue suyo el proyecto que presentó a la comisión para que las Cortes lo debatieran. Curiosamente, este personaje había sido un redactor destacado del Estatuto de Bayona, hasta el punto de que el propio Napoleón le había recompensado por su trabajo.
El 18 de agosto de 1811, cinco meses y medio después de comenzados sus trabajos, la comisión presenta a las Cortes su proyecto de Constitución.
Agustín Argüelles fue el encargado de la lectura del proyecto de Constitución ante las Cortes. Ramón Giraldo, presidente de las Cortes en ese momento, pronunció una semana más tarde el discurso previo a la discusión del proyecto, en el que afirmaba que había llegado el día de ocuparse del principal objeto de su misión en la ciudad: “[...] vamos a poner la primera piedra del magnífico edificio que ha de servir para salvar a nuestra afligida patria y hacer la felicidad de la nación entera, abriéndonos un nuevo camino de gloria”.
Así fue como aquellos hombres, en una isla asediada por el fuego enemigo comenzaron a trazar una nueva senda para España. Las circunstancias eran tan atípicas y dramáticas, que dan pie a Blasco Ibáñez a realizar una loa en su tradicional estilo épico al abordar estos temas:
[...] y allí, aislados por tierra del resto de España y bajo el incesante fuego de enemigos cañones, al par que dictaban las órdenes necesarias para la salvación de la tierra en poder del invasor, derribaban con potente empuje los abusos y las violencias que siglos de opresión y fanatismo habían ido amontonando sobre su patria e inauguraban el brillante período de la revolución, todavía hoy no terminado
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Notas
22. El documento original nunca se encontró, al haberlo supuestamente firmado Fernando VII en su reclusión en Francia, por lo que tuvo que ser reconstruido de memoria por un colaborador.
23. Véase sobre el particular Antonio Fernández García, “Las Cortes y la Constitución de Cádiz”, Madrid, 2010, pág. 15.
24. Vicente Blasco Ibáñez, op. Cit., pág. 162.
25. Antonio Fernández García, op. Cit. págs. 18-19.
26. Ramón Solís, “El Cádiz de las Cortes”, Madrid, 2000, pág. 23 y ss.
27. Antonio Alcalá Galiano, op. Cit. págs. 110-111.
28. Id., pág. 108-109
29. Exactamente 15.521 bombas especifica el Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de Madoz.
30. “Diccionario geográfico-estadístico histórico de España y sus posesiones de ultramar de Pascual Madoz”, Salamanca 1986.
31. Alcalá Galiano, op. Cit. pág. 112.
32. Arturo Pérez-Reverte personifica en el capitán Simón Desfosseux, capitan de artillería francés, uno de los personajes de su novela “El asedio”, los arduos intentos de lograr lanzar los obuses de los cañones hasta el mismo centro de Cádiz. “El asedio”, Alfaguara, Madrid 2010.
33. Véase Alberto Ramós Santana, “Cádiz en el siglo XIX. De ciudad soberana a capital de provincia”, Madrid 1992, págs 174 y siguientes.
34. Cit. Lovett, 1981, op. Cit. pág. 210.
35. Alcalá Galiano, op. Cit. pág. 119.
36. Ramón Solís, op. Cit., pág. 114.
37. Solís, op. Cit. pág. 56.
38. Alcalá Galiano, op. Cit., pág. 118.
39. La primera cuestión por las que se le preguntaba era “¿Juráis la santa religión católica, apostólica romana, sin admitir otra alguna en estos reinos?”, asimismo se les obligaba a jurar que conservarían la integridad de la Nación española y a conservar al monarca Fernando VII.
40. Blasco Ibáñez, op. Cit., pág. 238-239.
41. Alcalá Galiano, op. Cit., pág. 115-116.
Nace la primera Constitución española
Aprobación de la Constitución: cañonazos a dos bandas
Entre agosto de 1811 y enero de 1812, los diputados fueron debatiendo, proponiendo cambios, desarrollando y aprobando todo su articulado. El 23 de enero de 1812 quedó aprobada la Constitución. Dos meses más tarde, el 18 de marzo, 185 diputados estampaban su rúbrica en ella. Así describía el “Diario de Sesiones” la reacción del público que llenaba el acto al discurso del presidente de las Cortes: “[...] brillante y numerosísimo concurso de españoles de todas clases y provincias que ocupaban la galería y los palcos testificó con repetidas palmadas y afectuosos vivas las dulces y patrióticas emociones que habían experimentado sus leales corazones al oír la antecedente arenga”.
La promulgación de la Constitución de 1812, por Salvador Viniegra. Fue la última obra de su autor, en la que trabajó durante un año y medio, terminándola poco antes de su muerte. Representa la cuarta y última lectura que se hizo en Cádiz del Código recién aprobado, que tuvo lugar la lluviosa tarde del 19 de marzo de 1812, en la plaza de San Felipe (que tiempo después recibiría el nombre de “plaza de Las Cortes”). Se pone en escena el acto de proclamación solemne, a viva voz, efectuada por el más antiguo de los cuatro “reyes de armas”, en presencia de las autoridades y del principal protagonista: el pueblo soberano. Museo de las Cortes de Cádiz.
Fueron cinco meses de intensas e inacabables deliberaciones que concluyeron el 19 de marzo de 1812 con la promulgación de la Constitución. La Pepa había nacido. La fecha, hábil y estratégicamente escogida, distaba mucho de ser casual. Se trataba del aniversario –el cuarto– de la subida al trono de Fernando VII por la abdicación de Carlos IV.
Fue en la plaza de San Antonio, en Cádiz, donde se proclamó la Constitución de 1812. Foto: Ana Martín.
Pero coincidía también con otro acontecimiento: la onomástica de José I, que iba a celebrarse con grandes fastos en la España ocupada. Era una manera de contrarrestar la celebración y, de paso, desmoralizar a los franceses, demostrándoles con una gran ceremonia que no habían sido capaces de impedir la victoria democrática que suponía haber realizado la Constitución en el seno de un país que habían pretendido ocupar en su totalidad.
De nuevo la Constitución era esgrimida por los españoles como arma de lucha y como defensa de la patria en una guerra de invasión. Al tiempo que los cañones franceses disparaban en honor a su rey desde un lado de la bahía gaditana, las baterías españolas hacían lo propio desde el otro saludando el nacimiento de la Constitución.
Pero no fue el 19 de marzo de 1812, ciertamente, el mejor día para celebrar eventos al aire libre en Cádiz. Más bien uno de los peores que se recuerdan. Alcalá Galiano, uno de los protagonistas, describe así la ceremonia gaditana de promulgación de la Constitución:
La fiesta que para ello se preparaba no podía ser ostentosa, pero lo raro de las circunstancias le daba un alto grado de lustre. Señalose para la ceremonia el 19 de marzo, aniversario de la subida al trono de Fernando, y por singular coincidencia, día de gala forzada para los españoles residentes en la opuesta costa, por serlo del santo del que se titulaba rey de las Españas y de las Indias.
[...] Apareció en esto la comitiva que del edificio donde celebraban sus reuniones las Cortes venía a la iglesia. Componíanla los diputados formados de dos en dos; con ellos, los regentes. Estaba formada haciendo calle por la carrera la tropa, o, según se decía entonces, tendida. El viento se había desatado y soplaba como un huracán, bramando y combatiendo, y casi derribando a las personas expuestas a sus ímpetus; las nubes iban rompiéndose en torrentes de agua despedida con violencia, azotando los rostros, a la par que calando los vestidos, y los circunstantes no por eso sentían incomodidad grave, pues con ademanes de arrebatado entusiasmo, y ojos y semblante encendidos, gritaban vivas salidos de lo más hondo del pecho y oían con desprecio los cañonazos que en honor del intruso rey de España disparaban los enemigos.[...] Hubo horas de descanso, retirándose las gentes a hacer su comida diaria a la acostumbrada hora de las tres de la tarde, y a poco más de las cuatro de la misma, nueva ceremonia llamó al pueblo a las calles, a pesar de la continuada inclemencia del tiempo. Había preparados en los principales sitios de la ciudad cuatro o cinco tablados donde había de publicarse la Constitución con solemnidad42.
No fue Cádiz la única ciudad que celebró la promulgación de la Constitución. Un decreto de las Cortes ordenaba poco después que en todas las ciudades libres del enemigo se proclamase y jurase la Constitución. Los vecinos de cada población debían reunirse en su correspondiente parroquia para jurar la Carta Magna tras haber sido leída en público.
Se trataba del primer paso para la formación de los primeros ayuntamientos constitucionales.
Un ciclón legislativo
En un corto período se declara la igualdad de derechos de españoles y americanos, se aprueba la libertad de imprenta, es abolida la Inquisición, se suprime la tortura..., y tras la promulgación de la Constitución, una tarea titánica en una asamblea de primerizos, se crea el Tribunal Supremo de Justicia; se forman los ayuntamientos y diputaciones; se aprueba la ley de señoríos, que acaba con trasnochados derechos de los poderosos; se proclama la libre acotación de las tierras; la libertad de establecer fábricas; se suprimen las aduanas interiores; se redacta un nuevo plan de contribución única... Todo ello supone, sin duda, un esfuerzo sin precedentes de modernización del país. En tan sólo tres años y medio, aquel grupo de diputados, coordinados desde el ala liberal, con clara conciencia del alto cometido para el que estaban llamados, desarboló el antiguo Régimen y dio a España la posibilidad de pasar a una nueva época.
Derechos de Ciudadanía. Abolición del Santo Oficio. Libertad de Imprenta. Monumento a las Cortes. Foto: Ana Martín.
La primera gran medida debatida en las Cortes fue la libertad de imprenta, un tema que pilló desprevenido al sector realista, grandes enemigos de su aprobación. Una vez más, fue Agustín Argüelles el primero en sacarlo a colación. Corría el 27 de septiembre de 1810. Tan sólo se habían celebrado tres sesiones parlamentarias,
Abolición de los señoríos. Organización de la Hacienda. Protección de la Agricultura. Monumento a las Cortes. Foto: Ana Martín.
Los discursos fueron abundantes, y el entusiasmo puesto por ambas partes se hizo evidente en unos discursos enardecidos. Los realistas se apoyaban en la religión para argumentar que su puesta en marcha quitaría el único freno a las pasiones que existía a la hora de publicar escritos de toda índole. Por el contrario, los liberales la defendían como el mejor modo para conocer la opinión de los ciudadanos y ejercer, en consecuencia, un buen gobierno. Muñoz-Torrero argumentó que la censura previa “es el último asidero de la tiranía”, mientras que Agustín Argüelles defendió las bondades de la libertad de imprenta con un contundente discurso: “Cuantos conocimientos se han extendido por Europa han nacido de esta libertad, y las naciones se han elevado a proporción que ha sido más perfecta. Las otras, oscurecidas por la ignorancia y encadenadas por el despotismo, se han sumergido en proporción contraria. España, siento decirlo, se halla entre las últimas [...]”.
Decreto IX Libertad política de la Imprenta. Archivo Congreso de los Diputados.
El 10 de noviembre de 1810 se promulga el decreto de libertad de imprenta. Su primer artículo decía así:
Todos los cuerpos y personas particulares de cualquier condición y estado que sean tienen la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restituciones y responsabilidades que se expresen en el presente decreto
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El discurso preliminar de la Constitución incorpora estos juicios sobre la libertad de expresión: “Como nada contribuye más directamente a la ilustración y adelantamiento general de las naciones, y a la conservación de su independencia que la libertad de publicar todas las ideas y pensamientos que puedan ser útiles y beneficiosos a los súbditos de un Estado, la libertad de imprenta, verdadero vehículo de las luces, debe formar parte de la ley fundamental de la monarquía, si los españoles desean sinceramente ser libres y dichosos”.
Con el fin de mantener el crédito público del Estado, las Cortes decidieron recurrir a la desamortización de los bienes eclesiásticos y comunales, que podrían ser sacados en subasta, con lo que además se conseguía poner en producción terrenos baldíos. El decreto de desamortización era publicado en enero de 1813.
Uno de los temas que más polémica suscitó fue sin duda el de la abolición de la Inquisición. En su defensa se organizaron los más sólidos defensores del absolutismo –el diputado murciano Simón López fue una de las voces más firmes en defensa de la presencia del Santo Oficio.
Los argumentos utilizados por estos pretendían ser contundentes, y fueron, en buena medida, apocalípticos, amenazando con graves problemas en caso de que se suprimiera tal Tribunal. Así lo defendía Vicente Terrero, el cura de Algeciras:
Me admiro al considerar el pertinaz empeño de extinguir un Tribunal establecido por la cabeza visible de la Iglesia [...] ¡Ah España! ¡Qué hubiera sido de ti a no haber sido por este firmísimo baluarte de tu fe! Hablad vosotros, siglos y tiempos, reinos y países. Holanda, Prusia, Suecia, Dinamarca, Helvecia, decid vuestros estragos [...] llora aun incansable la santa Iglesia las dilaceraciones que partieron su preciosa e inconsútil túnica [...]. Ya se ve, no existía Tribunal de Inquisición que amputase la cabeza a esas hidras en el momento de erguirla, quien les sofocase el ponzoñoso aliento
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Pero los métodos usados secularmente por la Inquisición eran claramente incompatibles con la Constitución, que imponía la desaparición de la tortura así como la presunción de inocencia, en contraposición a la sospecha de culpa en la que se había basado siempre en sus actuaciones el tribunal eclesiástico.
El 22 de febrero de 1813 quedó abolida la Inquisición en España. Si bien Fernando VII la volvería a implantar a su llegada, su popularidad estaba bajo mínimos, y sería definitivamente abolida ocho años más tarde.
La Constitución naciente
El profesor Francisco Tomás y Valiente atribuía a la Constitución de 1812 una triple dimensión: origen, modelo y mito. Fue el auténtico punto de partida y un espejo en el que mirarse. Y el comienzo de algo que perduraría durante mucho tiempo, independientemente de su vigencia.
Compuesta por 384 artículos, se trata de la Constitución más larga de la historia española. Un texto muy minucioso que aborda incluso problemas que no le competen en un intento por convertirse en la base de una modernización de la vida política, social y económica española, definiendo y acotando quiénes son los españoles, qué es España, cuál es su gobierno, cómo se distribuyen las leyes o cuál es la forma de elección para dotarse de gobernantes.
Es en estos momentos cuando surge un nuevo concepto que haría tambalearse viejos esquemas y que sería, a la postre, la piedra de toque sobre la que se fundamentaría el nuevo orden: la Soberanía Nacional, una idea que suponía toda una declaración de principios, ya que, por primera vez, confería la potestad de dotarse de leyes al pueblo. Algo auténticamente revolucionario en aquella España y que marcaba una auténtica ruptura con el Antiguo Régimen. El artículo tres dejaba bien claro los preceptos en los que los diputados gaditanos querían hacer reposar nuestra ley de leyes: “La soberanía reside esencialmente en la Nación y, por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”.
Primera página de la Constitución de 1812. Congreso de los Diputados.
Junto a La libertad de Imprenta, un logro casi impensable poco antes, la Constitución de 1812 se proponía otro hito auténticamente insólito, un cambio tremendo en educación, ya que, en un país donde la tasa de analfabetismo alcanzaba cotas dramáticas, se imponía un plazo de 18 años para que toda la población accediera a las letras. De este modo, el artículo 25, 6º especificaba que “Desde el año mil ochocientos treinta deberán saber leer y escribir los que de nuevo entren en el ejercicio de los derechos de ciudadano”. Una prueba más de lo avanzado y audaz de sus propuestas.
Las polveras conteniendo la Constitución se hicieron populares en su tiempo. Era una forma de tenerlas disponibles en todo momento.
La Constitución española debe mucho a las innovaciones presentes en las cartas magnas de Estados Unidos y Francia, pero contiene elementos genuinos españoles que intenta fundir con aquellos. La de Cádiz no posee, como ocurre en otras constituciones de su tiempo, una declaración de derechos, algo que sorprende a muchos. Pero la razón es sencilla: no querían que se le tildara de afrancesada, lo que hubiera supuesto problemas para su aprobación, tal y como había ocurrido con otros intentos de normas inspiradas en Francia presentadas sin éxito a aquellas Cortes. Por esta razón, los diputados cambiaron su estrategia y decidieron diseminar esos derechos por todo el texto.
Su estructura se asemeja a la Constitución Francesa de 1791, un modelo que está en la base de todas las constituciones modernas, pero el fondo es bien diferente. Los diputados españoles saben que se encuentran ante una cultura muy distinta, menos radical que la francesa que le servía de referencia. Lo que pretendían no era un cambio drástico, sino la adaptación de las viejas y caducas instituciones medievales a una situación a todas luces diferente.
La Constitución de 1812 garantiza la enseñanza a todos los españoles: “El Estado, no menos que de soldados que le defiendan, necesita de ciudadanos que ilustren a la Nación”, reza su preámbulo.
En este sentido, la nueva Constitución incorporaba la imagen de una España moderna y racionalizada en su política que tardaría más de un siglo en llegar.
En el discurso preliminar se puede leer que las Cortes promoverán “la gloria, la prosperidad y el bien de toda la nación”.
Plaza de San Antonio en el momento de llamarse Plaza de la Constitución. Fundación Federico Joly.
El poder de las Cortes
Las Cortes adquieren en ella, como no podía ser de otra manera, dada la institución que la crea, un amplio poder. Se convierten en el contrapeso del poder del Rey, al que se le atribuye la capacidad de gobierno. Y lo hacen con total garantía, dada su independencia de éste.
Sus funciones son legislativa y económica, encargándose de establecer periódicamente los impuestos. Es también la Asamblea la encargada de regular temas como la enseñanza, el fomento de la industria, la seguridad y la sanidad, así como la más alta función de índole política, al ser ella las encargadas de recibir el juramento del Rey o proponer a los regentes en caso de ausencia de éste.
El hecho de ser unas Cortes unicamerales otorgaba aún mayor peso específico a éstas. Sin embargo, a esta circunstancia se había llegado de manera casi casual –de forma consciente, desde luego, por parte de los diputados más abiertamente liberales– debido al estado de guerra que vivía el país, que aceleró la formación de la Asamblea. La facción más progresista del Congreso se había reafirmado en su posición durante la deliberación para acabar con la Ley de Señoríos, al constatar la postura intransigente a poner fin a sus privilegios a pesar de ser para el bien general.
Para Argüelles, el establecimiento de unas Cortes unicamerales era la respuesta al espíritu de intolerancia que había mostrado siempre el clero y la nobleza en nuestro país.
Fernando VII por Manuel Roca. Museo de las Cortes de Cádiz.
Rey por la Gracia de Dios y la Constitución
Si hasta 1812 el Rey lo había sido “por la gracia de Dios”, a partir de ahora lo será “por la gracia de Dios y la Constitución”.
Nos encontramos de nuevo con ese miedo a acabar con la intromisión de la religión en temas de gobierno nacional, pero la simple introducción del segundo concepto añadía nuevos e importantes matices, pues son las Cortes, que velarán por el correcto cumplimiento de las órdenes reales, las garantes de dichas actuaciones y decisiones. Algo diametralmente opuesto a lo que había ocurrido hasta ahora.
Esta limitación del poder Real está ya latente en la explícita y sistemática separación de poderes planteada por la Constitución, que entronca directamente con la filosofía del texto francés.
El Poder Judicial, independiente en sus actos de los otros dos poderes, homogeneiza sus acciones; se crea el Supremo Tribunal de Justicia; se mejora el tratamiento de los presos y es abolido el tormento. Se introduce, asimismo, una novedad en el sistema que choca abiertamente con la política que había llevado secularmente la Inquisición en sus juicios: la presunción de inocencia de los juzgados.
Cortes y religión: el trono y el altar
La Religión y el Rey, la unión del altar y el trono, pretendía ser el escudo protector de unas Cortes que sabían de lo audaz de sus intenciones. La reivindicación de un rey magnánimo con los suyos y condescendiente con las ideas liberales, así como su beneplácito con la ingente labor legislativa de las Cortes, plagada de profundas reformas y aislada en casi todos los casos de precedente alguno, eran la única defensa que podían desplegar ante la reacción que pudiera tener en su posible regreso un soberano cuya respuesta, en el mejor de los casos, constituía un misterio.
Desde el mismo comienzo, situado ya en la propia elección de diputados, en todo el proceso se vislumbra una unión entre lo religioso y lo civil. Siendo precedido cada nivel de elección por misas solemnes y discursos del párroco del lugar en el que se realiza la votación.
También los fastos relacionados con las Cortes fueron presididos por misas solemnes, tanto su puesta en marcha como la promulgación. La propia Constitución otorga a Dios el carácter de legislador supremo. Así comienza la Carta Magna: “En el nombre de Dios todopoderoso, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad”.
La religión estaba, pues, fuertemente protegida y representada en la Constitución. A pesar de ello, sus medidas inspiraban auténtico pavor entre los representantes de una clase que se resistía a ceder un ápice del poder absoluto que habían ostentado durante tanto tiempo.
Constitución, modernidad y futuro
El texto constitucional abría caminos auténticamente novedosos a una sociedad que pretendía despertar a la modernidad. En su artículo 13 exponía el objetivo que movía al gobierno respecto a los ciudadanos: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bien estar [sic] de los individuos que la componen”.
El pueblo de Cádiz se congrega en la Plaza de la Constitución –hoy Plaza de San Antonio– celebrando el acto de la Jura de la Constitución por las Cortes de Cádiz. Atribuida a Federico Godoy. Museo de las Cortes de Cádiz.
Por primera vez se establecen contribuciones directas y proporcionadas para los ciudadanos; se suprimen aduanas interiores, se convierte en inviolable el derecho a la propiedad... Otra novedad es la liberalización del trabajo, en el intento de que se pueda ascender a través de los méritos personales.
La Constitución garantiza la enseñanza a todos. Materia ésta de la educación a la que se da, como no podía ser de otra manera, una importancia que hasta entonces no se le había conferido. El preámbulo de la Constitución se refiere de esta manera al tema:
El Estado, no menos que de soldados que le defiendan, necesita de ciudadanos que ilustren a la Nación, y promuevan su felicidad con todo género de luces y conocimientos. Así que, uno de los primeros cuidados que deben ocupar a los representantes de un pueblo grande y generoso es la educación pública. Esta ha de ser general y uniforme, ya que generales y uniformes son la religión y las leyes de la Monarquía española
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Blasco Ibáñez hacía un prolijo recorrido por las numerosas aportaciones modernizadoras conseguidas por aquellas Cortes de Cádiz, y defendía la importancia de aquella Constitución “[...] teniendo en cuenta la época en que se redactó, las circunstancias por que atravesaba la patria y el general atraso de esta, es digna de la mayores alabanzas y de que se haga la justicia de considerarla (excepción hecha de su preámbulo y de dos o tres artículos) como más liberal y de espíritu más democrático que casi todas las constituciones que posteriormente han formado los partidos españoles al ocupar el gobierno de España”.
A finales del siglo XIX, en su exilio de París, el escritor valenciano escribía este elogio de la Constitución de Cádiz, que bien podría esculpirse en una placa: “[...] sus más importantes principios han llegado hasta nosotros y viven y vivirán, porque constituyen el lema de los pueblos ganosos de pulverizar hasta los últimos átomos de tiranía y sentarse al sublime festín de la democracia universal”43.
Pese a su escasa vigencia, el espíritu de la Constitución de Cádiz estuvo presente en cada uno de los proyectos constitucionales del siglo XIX, basados todos ellos en unos principios que se habían defendido por primera vez en 1812: Soberanía Nacional, principio de igualdad, derechos de los ciudadanos... Su influencia se extenderá a Italia, Portugal y buena parte de América del Sur, cuyos países hicieron su propia revolución a la sombra de la Constitución de 1812.
La vuelta del absolutismo, triunfante en Europa, acaba con estas ansias de libertad, pero se trata de un paréntesis traducido en una oleada de pronunciamientos liberales en los que acabarán triunfando las viejas reivindicaciones de las capas sociales menos favorecidas.
Las otras legislaturas
Una vez promulgada la Constitución, llegaba el momento de que las Cortes Extraordinarias, establecidas para su elaboración, debían expirar su mandato. La siguiente Asamblea, segunda de nuestra historia, se convoca para el 1 de octubre de 1813. Pero un decreto aprobado por las primeras Cortes contenía el mayor error que puede achacársele al grupo liberal en tres años de trabajos.
El decreto prohibía que quienes habían pertenecido a la primera legislatura pudiesen ser reelegidos en la siguiente. Esta circunstancia y la animadversión que sentía la clase privilegiada por unas reformas que habían acabado con la ley de Señoríos, abolido la Inquisición y propiciado numerosas reformas que les perjudicaban, impulsaron a los inmovilistas a inmiscuirse en el proceso electoral para intentar que tomaran asiento los partidarios de la reacción.
Si hubiesen podido, los nuevos diputados, pertenecientes en su mayoría al despotismo, habrían anulado la Constitución de 1812. Pero sabían que era sólo cuestión de tiempo: las Cortes de 1812 se acababan de hacer el harakiri respecto a su afán reformista poniéndose, inconsciente pero voluntariamente, en manos de los enemigos del cambio.
El 15 de octubre de 1813, con la guerra prácticamente finalizada, las Cortes se trasladan desde la isla de León (donde se habían instalado nuevamente a causa de una epidemia de fiebre amarilla en Cádiz que acabó incluso con la vida de varios diputados) a Madrid, donde inician nuevamente sus debates tres meses más tarde, el 15 de enero de 1814.
En el Manifiesto de los Persas, 69 diputados pedían a Fernando VII que acabase con la Constitución.
El final de la Constitución
Los diputados de Cádiz más partidarios de las reformas sabían que estaban construyendo el edificio de la democracia en el aire. En ausencia del monarca, las reformas implantadas por nuestra primera Carta Magna, nacía en un momento muy delicado, casi a contrapié, pues necesitaba el consenso de la máxima autoridad española –que había sido absoluta hasta su marcha a Bayona– para ser refrendada. De ahí que las Cortes intentaran anteponer el
nombre del monarca a cualquier tipo de acuerdo que se tomase aun en su ausencia. El propio discurso preliminar, leído en las Cortes como prólogo a la Constitución, reclamaba la connivencia de Fernando VII con estas palabras:
Por tanto, Señor, examínele V. M., discútale y perfecciónele; y elevado después con su sanción a la naturaleza de ley fundamental, preséntele a la Nación, que impaciente y ansiosa por saber sus suerte futura, reclama del Congreso el premio de sus heroicos sacrificios. Dígale V. M. que en esta ley se contienen todos los elementos de sus grandeza y prosperidad, y que si los generosos sentimientos de amor y lealtad a su inocente y adorado Rey la obligaron a alzarse para vengar el ultraje cometido contra su sagrada persona, hoy más que nunca debe redoblar sus esfuerzos para acelerar el suspirado momento de restituirle al trono de sus mayores, que reposa majestuosamente sobre las sólidas bases de una Constitución liberal
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En 1814, acabada la guerra, es el momento de que Fernando VII regrese. Y los liberales condicionan su vuelta a la jura previa de la Constitución.
El general Elio había salido a recibirle para poner sus tropas a su disposición y mantenerlo en sus antiguos derechos si ese era su deseo.
En un intento de retrasar su llegada a Madrid, Fernando inicia un periplo que le lleva a varios destinos. Era obvio que quería pulsar la opinión pública y sopesar las fuerzas con las que contaba para comprobar si se podía enfrentar a las Cortes y a una obra que consideraba había traicionado sus derechos. El 22 de marzo de 1814 llegaba el rey a Figueras, desviándose el 2 de abril a Zaragoza y de ahí a Valencia, donde llegaba dos semanas más tarde.
A medida que se demora, los diputados van poniéndose más y más nerviosos, abriéndose un debate en el que los más reaccionarios llegan a expresar en las mismas Cortes sus deseos –con el escándalo consiguiente entre los miembros de la asamblea– de una vuelta al absolutismo y de la suspensión de una Constitución que había sido elaborada en ausencia del monarca.
Un cuadro como alegoría de una España en crisis
Goya fue sin duda el artista que mejor supo reflejar el espíritu de una época inestable, de una intensidad trágica que rozaba el esperpento, y negra como las obras de su época más oscura. Una época en la que las expectativas de los españoles cambiaban a golpe de batalla, de ley en unas Cortes incipientes, o del simple deseo de un monarca enemigo acérrimo de cualquier cambio que significara una mínima merma en su omnímodo poder.
Su “Alegoría de Madrid” es buen ejemplo de este tiempo de cambio y zozobra. Goya Pintó el cuadro en 1809, con la capital del Reino en manos de los franceses. La obra exhibía en el centro de la imagen, en el espejo sostenido por los personajes, a José I, Rey legal de España tras las capitulaciones de Bayona.
En julio de 1812, tras la victoria española en los Arapiles, José I abandona Madrid, y sobre el retrato del efímero rey, ocultando su figura, se incluye una palabra que lo significaba todo en ese momento: Constitución, que había sido aprobada en Cádiz apenas cuatro meses antes. Pero aun regresaría poco después José, y al pintor de Fuendetodos se le encarga que pinte nuevamente su retrato en el lugar original.
Con la vuelta del absolutista Fernando, estando absolutamente prohibida la alusión a la Carta Magna y al mayor de los Napoleón, un nuevo encargo le llega a Goya: el de pintar a Fernando VII en el citado espejo. Pero parece que el retrato no fue del agrado del propio monarca, que salía tan poco favorecido que, en 1826, hizo que encargaran un nuevo retrato a Vicente López, que había sustituido a Goya en las preferencias de la familia Real española.
Aún sería éste último retrato suprimido en 1843 para incluir nuevamente una alusión a la Constitución de 1812. En esta ocasión se trataba de una imagen de la misma. Y treinta años después, durante la I República, el alcalde de Madrid mandaba se dibuje en el espejo la fecha 2 de Mayo, alusiva a la heroica gesta madrileña, en la creencia de que nadie se sentiría contrariado. Como así fue.
Tras sufrir siete cambios en sesenta años, el cuadro ha permanecido sin la más mínima alteración desde entonces: siglo y medio. Actualmente se puede contemplar en el Museo de Historia de Madrid.
¿La Constitución que nunca existió?
Con Fernando en España, los monárquicos absolutistas deciden ir un paso más allá, y suscriben el Manifiesto de los Persas, un documento ultraconservador firmado por 69 diputados en el que se esboza un panorama caótico de las circunstancias anómalas en las que se elaboró la Constitución (en tiempo de guerra), lo que, en opinión del grupo absolutista, le arrebataba toda legitimidad, y le piden que acabe con ella, proclamando nula la obra de Cádiz. “La monarquía absoluta [...] es una obra de la razón y de la inteligencia, está subordinada a la ley divina, a la justicia y a las reglas fundamentales del Estado”, exponía el escrito.
Con su poder cercenado, pero apoyado por el ejército y el sector más privilegiado e inmovilista, Fernando VII declara nula la Constitución.
El monarca se postula entonces, en una palabrería hueca y falsa que le acompañaría a menudo, como “un padre para los vasallos”, pero lo cierto es que su regreso supone el comienzo de un período de represión en el que los liberales que no pudieron huir del país encontraron la cárcel y, en no pocas ocasiones, la muerte.
Su gestión se centra a partir de ese momento en acabar, de modo sistemático, con toda la obra gaditana. Su decreto de 4 de mayo de 1814 no deja lugar a dudas sobre sus intenciones de enterrar para siempre todo vestigio del edificio liberal, declarando “aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo”.
La Carta Magna no carecía de imperfecciones, pero su fracaso no tuvo nada que ver con sus virtudes, sino con el gran poder que poseían sus enemigos, aquellos que se consideraban agraviados por sus reformas44. Probablemente el mayor valor de la Constitución de 1812 reside en haber constituido el más firme intento, en la Europa de la primera mitad del siglo XIX de combinar lo esencial del constitucionalismo moderno con el orden monárquico. Este fue un lastre del que fue incapaz de superar.
Notas
Murcia y la invasión napoleónica
El Reino de Murcia a comienzos del siglo XIX
El conflicto que se inicia en Madrid en mayo de 1808, propagándose a una velocidad impensable de norte a sur y de este a oeste del país, esquilmará vidas y haciendas en la Región de Murcia, provocando durante seis años el hambre, la miseria, la enfermedad y no pocas muertes.
Aspecto de la Catedral y alrededores comienzos del siglo XIX.
Pero la vida en el Reino de Murcia tampoco había sido excesivamente halagüeña ni próspera en los años precedentes.
El final del siglo XVIII y los primeros años del XIX resultan desastrosos en el terreno económico. Las tímidas reformas apuntadas por el gobierno presidido por Godoy se traducen prácticamente en nada en la Región de Murcia, donde las familias más poderosas continúan manejando todos los resortes del poder, y el pueblo está inmerso en una perenne miseria que apenas se ve alterada con el paso del tiempo.
A unos años de sequía y sus correspondientes hambrunas en las clases populares se le suman una serie de epidemias –cólera y fiebre amarilla, que seguirán golpeando implacables a nuestros paisanos durante décadas-, que diezman de manera inmisericorde a la población, así como la aparición de diversas plagas. Por si esto fuera poco, a las inundaciones periódicas que asolan la Vega Media del Segura, se suma en estos momentos el mayor desastre de la historia hídrica española y uno de los mayores de Europa en muchos años: la rotura del pantano de Puentes, en Lorca, que el 30 de abril de 1802 causa una destrucción terrible y la muerte de 608 personas, acabando con centenares de casas y fábricas, y produciendo hambre y miseria en toda la comarca en los años siguientes.
La comarca de Cartagena, donde se ha iniciado una tímida transición hacia una sociedad industrial, es testigo del desplazamiento de buena parte de su población rural hacia la ciudad, que no puede absorber este aluvión de ciudadanos y ve crecer el desempleo hasta límites desconocidos.
El motín contra Godoy, que origina la caída del favorito de Carlos IV, acaecido en los momentos previos del levantamiento contra los franceses, tiene graves consecuencias en todo el país. Tanto las clases privilegiadas, que han visto durante años peligrar sus ventajas por las reformas ilustradas, como las populares, que arremeten con furia contra todo lo que huele a afrancesado, se levantan con violencia contra los representantes de una política más avanzada de lo que hubiera deseado la nobleza más rancia, y más cercana a Francia de lo que hubiese querido el pueblo. En Cartagena y otros municipios del Reino de Murcia se producen graves alteraciones del orden que acaban, en no pocas ocasiones, con la muerte violenta de altos cargos.
Murcia, con Fernando VII
Dadas las lentas y difíciles comunicaciones españolas de la época, los sucesos del 2 de Mayo y las matanzas que le siguieron tardaron en ser conocidos en toda la geografía española. Sin embargo, a medida que se iba extendiendo su noticia, provocaban invariablemente la indignación del pueblo.
José Moñino, conde de Floridablanca.
Pocos acontecimientos habían suscitado nunca en nuestro país tal unanimidad en la respuesta. Y el Reino de Murcia no fue una excepción.
El 23 de mayo de 1808 se conoció en Cartagena otro hecho que alteraría los ánimos hasta límites incontenibles: las capitulaciones de Bayona. Fernando acababa de ser nombrado Rey de los españoles con el consiguiente alborozo del pueblo, que veía en el joven monarca un hálito de esperanza, pero ahora se había visto obligado –así lo creían los españoles– a abdicar en un país extranjero que le mantenía prisionero. Y el nuevo monarca, impuesto por Napoleón, era otro extranjero: ¡El propio hermano mayor del sátrapa! El pueblo salió a la calle en la ciudad, y en la plaza de Santa Catalina, es ratificado Fernando VII como el verdadero monarca. En el mismo acto, se le niega la salida del puerto a la escuadra hacia territorio francés. Era la primera orden que se desobedecía venida expresamente del propio Napoleón.
En Murcia, donde apenas unos días antes se habían hecho solemnes rogativas celebrando el advenimiento al trono de Fernando VII, llega una carta que causa el estupor del cabildo en pleno. La misiva, firmada por Murat, Duque de Berg, lugarteniente del nuevo rey y responsable directo de las matanzas de Madrid, era una auténtica provocación. Convocaba a una asamblea de diputados en territorio francés (Bayona), donde se trataría de “la felicidad del reino”, un término éste muy presente en los documentos de la época para expresar la preocupación de los gobernantes por su pueblo.
Ante tal mensaje, el Concejo de Murcia “no pudo menos de admirarse al considerar que, cuando la nación esperaba su felicidad en el reino del Príncipe de Asturias Don Fernando, heredero y sucesor de la Corona de España y sus Indias, según todo el reino lo tiene jurado, se le quiera despojar de los derechos que legítimamente le pertenecen”.
El 24 de mayo, un día después que en Cartagena, es ratificado en Murcia Fernando VII como el auténtico Rey, ante una multitud que gritaba enardecida contra los franceses, contra Napoleón y contra sus representantes.
La situación en Lorca es muy similar, con un pueblo exaltado reunido en la plaza principal dando vivas a Fernando y mueras al francés. El 28 de mayo se constituye en la ciudad una Junta de Gobierno que ratifica al rey de España, celebrándolo con gran pompa al día siguiente. Así lo explica Antonio José Mula Gómez: “En el balcón del ayuntamiento se tremoló por tres veces consecutivas el estandarte real y se proclamó a Fernando VII como rey, jurando defender y morir por la conservación de sus derechos, sin reconocer ni dar cumplimiento a las órdenes del gobierno intruso”45.
El 29 le toca el turno a Yecla, donde varios vecinos, entre ellos el párroco, son acusados de afrancesados, con la consiguiente indignación popular.
En Jumilla, los comienzos de la Junta, fueron un tanto vacilantes, y no faltó quien achacó el hecho al afrancesamiento de algunos de sus miembros. Quizá por eso, varios de sus componentes exponen en un pleno que están dispuestos, sin esperar ni un minuto a “armar todas las gentes honradas de la población que por su edad, robustez, y no estar ocupados en las diarias tareas de la agricultura y campos, puedan estar prestas a la defensa de la patria y cualquiera otra ocurrencia o invasión de los enemigos, en esta población o en las comarcas”46.
Un escrito de la Junta jumillana, leído con ocasión de la estancia en la localidad de las tropas del General Villava, expone cómo fue la reacción del pueblo de Jumilla ante las noticias de las abdicaciones de Bayona: “[…] el populacho que dicen de esta villa de Jumilla [...] sale de sus hogares, corre las calles, se presenta en las plazas, vocea ¡viva FernandoVII! [...] y con la mayor solemnidad, vivas de todo el pueblo y repique general de campanas, se proclama y jura por legítimo rey de las Españas y sus reinos adyacentes al deseado y muy amado D. Fernando VII”47.
Lo mismo se puede decir de la comarca del Noroeste, en cuyos municipios el pueblo soliviantado protagoniza diversos altercados que en alguna ocasión acaban en tragedia. Así, en Caravaca, el Regidor es acusado de afrancesamiento y bien podría haber perecido en manos de la muchedumbre si no hubiesen intervenido representantes del clero. También en Cehegín, el 18 de junio, fue acusado su alcalde mayor de afrancesamiento en otro episodio violento que le costó la vida a su defensor.
En fechas similares, los restantes municipios de Murcia fueron ratificando, uno a uno, al rey Fernando.
La excepción fue Moratalla, donde, en la reunión celebrada por su ayuntamiento el 14 de mayo de 1808, en la que se da a conocer las abdicaciones de Bayona, se registran varias muestras de apoyo a lo que consideran la legalidad, es decir a las órdenes impartidas por la Secretaría de Castilla, apoyando por tanto a José I. Se trata de Aquilino López y Alejandro González, que se granjearían las antipatías del pueblo, que les tilda de afrancesados, en una espiral de odio que acabaría en tragedia.
Moratalla ponía fin de ese modo a cualquier atisbo de duda en torno al monarca por el que se decantaba la villa. En septiembre de 1809, el retrato de Fernando VII, sufragado por el regidor Juan López Palencia, desfilaba por el pueblo rodeado de una gran parafernalia, colocándose sobre un trono en la plaza mayor mientras se amenizaba el acto, durante toda la noche, con música. Cuentan las crónicas que la concurrencia fue tan numerosa “que no se podía andar por la plaza”. El acta asegura que “solo se oían repetidos clamores de muera Napoleón y sus sequaces, y viva Fernando Séptimo, la Patria y la Religión”48.
¿Una estatua en honor a Murat en Moratalla?
Cuando aquel 14 de mayo de 1808 se dio lectura en el ayuntamiento moratallero al informe que narraba las abdicaciones de Bayona, un entusiasmado Aquilino López Sahajosa de Cañas, persona amante de la cultura francesa y capitán de infantería retirado, exponía su parecer, en unas fechas tan poco propicias para ello como las que nos ocupan, de que la Villa de Moratalla mostrase sus sentimientos de alegría por el nombramiento de Teniente General del Reino, al Gran Duque de Berg “que hace esperar la felicidad de estos Reinos”, asegurando que Moratalla se hallaba “penetrada del mayor afecto, ofreciendo a su servicio las vidas y haciendas de todo este vecindario”. El antiguo capitán no tuvo reparo en proponer, “para memoria de tan fausto acontecimiento”, la erección en la plaza del pueblo de una estatua ecuestre que él mismo costearía.
¡Una estatua en honor del Gran Duque de Berg, la persona más odiada en esos momentos en España, el protagonista de los abominables fusilamientos de Madrid!.
Como es de suponer, la propuesta no cayó nada bien entre sus convecinos, que le pusieron en el punto de mira de sus iras, oyéndose insistentemente en el pueblo un sonsonete que decía más o menos así: “¡Viva la ley! ¡Viva María Santísima! ¡Viva Fernando VII! ¡Muera don Aquilino!”49.
El hecho que desencadenó el drama fue el alistamiento de mozos para incorporarse al ejército realizado el 4 de junio. En medio de un ambiente crispado, un grupo de exaltados, le acusaron de enemigo del Rey Fernando. Así lo narra Sánchez Romero:
“Pudo aquel escapar y ocultarse, siendo hallado el día siguiente y, sin más protección que la de los manteos de dos sacerdotes, se intentó internarlo en el castillo, a modo de preso, para su amparo. Sin embargo, antes de llegar al lugar referido fue herido en varias ocasiones y finalmente ejecutado de la manera más cruel, por medio de un garrotazo”50.
Una estatua ecuestre en honor a Murat, Gran duque de Berg, en el centro de Moratalla, fue lo que se propuso en 1808 en Moratalla. Habían transcurrido tan sólo once días desde que se perpetraran los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid, ordenados por él.
Aledo y ¡Muera Napoleón!
Pero la primera localidad murciana que se alza contra los franceses y ratifica a Fernando VII como rey no es ninguno de estos municipios, sino uno de los más pequeños y aislados de la Región: Aledo, donde se le proclama Rey de España el 19 de mayo. Así describe el hecho Joaquín Báguena:
“Al llegar el cortejo al sitio llamado ‘El agujero’, el alcalde dio un viva a Fernando que repitió el pueblo y “Muera Napoleón”, cuya voz al parecer, fue promovida por un gran número de niños que acudieron a la novedad; fue tanto el sentimiento que esta voz causó a los presentes, que no pudieron por menos de verter lágrimas viendo que aún los inocentes conocían la causa justa51”.
Fue en las inmediaciones de “El agujero”, en Aledo, donde se oyeron por primera vez en la Región de Murcia los gritos de “Viva Fernando VII” y “Muera Napoleón”.
Organización de la Junta de Murcia
La falta de un poder central claro que elaborase una política independiente de las fuerzas invasoras produce una atomización del gobierno y origina las Juntas en todos los municipios españoles.
En cada lugar la composición es diferente, y no faltan ciudades y villas en las que son los netamente liberales quienes asumen el poder. No ocurrió así en Murcia, donde son los representantes de la omnipresente oligarquía murciana los que copan los puestos de la Junta: aristocracia, clero, militares y regidores, presididos por el Intendente-Corregidor –es decir, aquellos que habían estado ostentando el poder desde siempre– son los que se aseguran de seguir teniendo el control de la situación y forman la Junta Suprema. Sólo existe una diferencia: que –a pesar de la paradoja que encarna el hecho de que el poder no haya cambiado de dueño ni un ápice– no resulta nimia: los miembros de las Juntas ya no son representantes del Rey, sino la imagen de la Soberanía Popular.
Así lo decide el cabildo de la capital en sesión extraordinaria de 25 de mayo de 1808. El día anterior, también en sesión extraordinaria, a la que habían acudido las máximas autoridades de la ciudad, se había leído el comunicado de Murat. Pero antes de que el cabildo pudiera decidir sobre la cuestión, la multitud, exaltada profería tal griterío ante la casa consistorial, que sus miembros optaron por unirse a la algazara general y proclamar, junto a la muchedumbre, a Fernando VII como Rey de España. Murcia había roto con las autoridades francesas, como ya lo había hecho Cartagena, cualquier lazo con quienes consideraban sus enemigos.
La reunión del día siguiente aprobó un acuerdo en el que especificaban que “por la llamada a Bayona de toda la familia Reynante de España, y renuncias que se suponen echas, ha quedado el Reyno en orfandad y por consiguiente recaído la Soberanía en el Pueblo representado por los cuerpos municipales, que lo son los Ayuntamientos, siendo esta Ciudad Capital del Reyno de Murcia”, razón por la que “Acuerda la Ciudad se forme en esta capital una Junta Suprema que reúna en sí toda la autoridad que se requiere para el caso, y la compongan individuos de este Ayuntamiento con otras autoridades”.
Juramento de lealtad de Albudeite a la Constitución de 1812.
En aquel momento son nombrados miembros de esta Junta –“sin perjuicio de aumentar su número”, como se hizo en los días posteriores–, el Obispo de la Diócesis, el Conde de Floridablanca, el Deán, el mariscal de Campo Pedro González Llamas (que sería posteriormente elegido diputado), Antonio Fontes Abat, y Diego de Uribe Yarza, Marqués de San Mamés. Pocos días después, el 29 de mayo, se incorporan otros nombres, que continúan en la tónica de la alta nobleza y grandes cargos militares, entre ellos el Marqués de Aguilar y Espinardo, el Marqués del Villar, el teniente general de Retamosa, el capitán de marina José Angeler, y Pedro Lozano, Fiscal del Juzgado de la Ciudad. Tan sólo dos de los 30 componentes de la Junta Suprema fueron elegidos por el pueblo.
Las Juntas se convierten inmediatamente en poderosos y eficaces agentes que no sólo intentan organizar la defensa contra el invasor en sus respectivos territorios, sino también establecer una estructura diplomática nueva en una situación absolutamente inesperada.
De ahí que, una a una, las Juntas Supremas fuesen llegando a Londres, centro del enemigo hasta pocas fechas antes, para solicitar ayuda en un conflicto que les atañía muy directamente, por las graves consecuencias que podría tener para Inglaterra una posible victoria de Napoleón en la península.
La Junta Suprema de Murcia es una de las primeras en llegar. En aquella corte dejaron bien claras sus altas intenciones: “Esta provincia no quiere tratar como de comerciante a comerciante, sino como de corte a corte y de nación a nación”.
Los ingleses sabían lo que se jugaban en aquel embate, por más que se luchara en tierras ajenas y hasta entonces enemigas. Fue Inglaterra quien primero actuó como si existiese un gobierno central en España en esos momentos. En una situación de atomización, con las Juntas españolas disgregadas en provincias, fue ese país el primero en unirlas de hecho y pactar con todas ellas la paz entre España y Gran Bretaña.
Pero si es Inglaterra el primer país que actúa como si existiese un Gobierno Central, en España, quien primero clama por una Junta Central en la que se reuniese y coordinase la acción de todas las del país, es la Junta Suprema de Murcia. Fue en esta Región donde se produjo una decisión que había de ser, a la postre, decisiva para el desarrollo del conflicto.
La petición de formar esta Junta Central la formula Murcia el 22 de junio de 1808. A esta iniciativa se suman pronto Valencia y Sevilla. Y poco después era un hecho en nuestro país.
Y es al conde de Floridablanca, una persona a la que se le achaca una constante paralización de la convocatoria a Cortes mientras vivió, a quien se debe el impulso de esta iniciativa, que intenta minimizar la desventaja que supone para nuestro ejército el hecho de no tener monarca y estar obligado a actuar en su ausencia.
Así se expresaba la carta que, aprobada por la Junta Suprema de Murcia, es enviada el 22 de junio de 1808 a todas las provincias españolas:
Hagámonos grandes y dominemos las pequeñeces que ocupan los ánimos débiles sobre superioridades. Formemos un Gobierno sólido y central, a donde todas las Provincias y Reynos recurran por medio de representantes, y de donde salgan las órdenes y pragmáticas bajo el nombre de Fernando VII.
[...]
Ciudades de voto en Cortes, reunámonos, formemos un cuerpo, elijamos un Consejo, que a nombre de Fernando VII organice todas las disposiciones cívicas, y evitemos el mal que nos amenaza, que es la división.
[...]
Fernando VII no puede ser restituido a su trono sin esta unión y soberanía; unidas todas las provincias por sus Representantes, no hay celos ni superioridad, y se le cortan al enemigo las armas terribles de la desunión y de la intriga.
La Junta de Cartagena
Pero la primera Junta de todo el Reino de Murcia constituida como tal es la de Cartagena. A esta ciudad le cabe, además, el honor de ser la primera población marítima que se alzó contra los franceses.
Lo hizo el 23 de mayo de 1808, dos días antes que la de Murcia. Al igual que lo que habría de suceder en esta última, fue la masa popular la que proclamó monarca a Fernando VII. Baltasar Hidalgo de Cisneros sería nombrado Capitán General de Marina.
Fue la tarde de ese día, cuando una muchedumbre que esperaba ansiosa a las puertas de Correos, pudo escuchar la lectura en voz alta de la Gaceta de Madrid del día 20 de mayo, que informaba de la noticia de la abdicación de la corona española en José I.
La conmoción fue grande, y la reacción inmediata. Se pudieron oír vivas a Fernando VII con el mismo atronador griterío que mueras a los franceses. Allí, con escarapelas con los colores nacionales, decidieron ir a la Maestranza, donde oficiales de marina les proveyeron de armas y se unieron a la multitud. Fue la propia turba la que eligió nuevo gobierno, que se constituyó en Junta. En ella estaban el capitán general Francisco de Borja, Marqués de los Camachos; el gobernador Butler; Gabriel Císcar, brigadier de la armada; Vicente Ignacio Imperial, brigadier de ingenieros, y otros. Al día siguiente, los dos primeros, fueron acusados de afrancesados, y sustituidos por Vicente María de Ovando, marqués de Camarena la Real y por Baltasar Hidalgo de Cisneros52.
Las crónicas hablan de “un gran movimiento de población que materialmente inundaba las plazas y las calles de la ciudad”.
Probablemente, no fue mucho tiempo después cuando una proclama dirigida a los cartageneros intentaba resaltar la contribución de la ciudad a la lucha contra los franceses: “Pueblo de Cartagena: Tus hechos y servicios en defensa de tu legítimo y amado Rey Don Fenando VII yacen en la oscuridad” –se lamentaba–, argumentando que los habitantes de esta ciudad “resolvisteis comunicar el fuego eléctrico del patriotismo que ardía en vuestros corazones, mandando diputados a los Reinos de Murcia, Granada y Valencia, por cuyo medio conseguisteis inflamar a aquellos naturales y atraerlos a la defensa de tan justa causa, ofreciéndoles entonces cuantos pertrechos militares encerraban vuestras murallas”53.
En un intento de difundir las virtudes de la Junta de Cartagena frente a la de Murcia, con la que litigiaba por detentar la Junta Suprema, la Proclama ponía de relieve que, a pesar de las críticas circunstancias del momento, la Junta de Cartagena “consiguió a los pocos días [de comenzar el conflicto] coronar las murallas de Cartagena y sus castillos de gruesa artillería con sus correspondientes útiles para servirla; circundó las dos puertas de Madrid y San José con profundos fosos; levantó murallas; formó estacadas, con cuyas obras fortificó las puntos más débiles de la plaza, e hizo más difíciles los ataques del enemigo; forzó el alistamiento de los vecinos de la ciudad y los de sus diputaciones, armándolos a todos e instruyéndoles en el manejo del fusil, sin que tan graves y diferentes cuidados distrajesen sus atención de la necesidad que había de atender a los dos Ejércitos que levantaban Murcia y Valencia, mandándoles un tren de artillería completo”.
La proclama era tanto una señal de ánimo a los habitantes de Cartagena, como una demostración de valores y merecimientos a la Junta Suprema de Murcia:
“Levantad el grito, habitantes de Cartagena, y publicad libremente vuestros servicios, no temáis la envidia que la emulación de algunos pueblos pueda suscitaros; tampoco os detenga la ninguna ambición que tenéis a la gloria que tan dignamente os habéis adquirido; vivid tranquilos, amados compatriotas, obedeciendo las autoridades que os rigen, y completamente satisfechos de vuestro mérito que confiesan otras Provincias, y atestiguan con sus oficios llenos de elogios y agradecimiento por vuestros socorros”.
Toda la Región con el Rey
En el resto de los municipios de la Región se organizan igualmente, con poca diferencia de tiempo, sus correspondientes Juntas, cuyas primeras decisiones son, invariablemente, repudiar a José I y apoyar como rey legítimo a Fernando VII.
Fernando VII a su regreso de Francia, en junio de 1814. Por J. García. Museo de las Cortes de Cádiz.
Un bando emitido el 15 de agosto de 1808 por la Junta Suprema de Murcia exige que “en todos los pueblos en donde no se haya proclamado al Sr. D. Fernando Séptimo se hará inmediatamente con toda la solemnidad posible”.
Estandarte del batallón provincial de Murcia número 10, que luchó en Zaragoza a las órdenes de Palafox.
Un bando emitido por la misma Junta Suprema el 12 de junio de 1808, no dejaba ninguna duda respecto a las posiciones murcianas en el conflicto: “VIVA FERNANDO VII. El haber pedido los jóvenes sin distinción de clases, ni estados, armas para destruir hasta el nombre de nuestros pérfidos enemigos: el haberse alistado veinte y quatro mil hombres en pocas horas: el hallarse armados doce mil de estos en ocho días: es decir todos los de esta Ciudad, Campo y Huerta voluntarios, sin esperar la decisión del sorteo, ni de elección”.
Así se expresaba un manifiesto de la Junta Superior de Murcia firmado el 9 de marzo de 1810 sobre su resuelta postura en contra de los franceses:
Desde el momento que en esta Provincia se trascendió la inaudita alevosía del usurpador francés, sus habitantes a proporción hicieron empeño de sacrificar las vidas y haciendas en desagravio y defensa de las más justa de las causas
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Discrepancias entre las dos Juntas
Muy pronto, en diciembre de 1808, surgen en la provincia voces discrepantes con el hecho de que la Junta Suprema resida en Murcia, sobre todo en Cartagena, cuya Junta se lamenta de que, siendo sus autoridades militares de mayor rango que las de Murcia, tengan que obedecer a ésta, a cuyos dirigentes consideran sin la preparación castrense suficiente para salir airosos de una situación tan comprometida. No obstante, la Junta Central reconoce la primacía de la Junta de Murcia. Sin embargo, en mayo de 1809 hay una nueva reclamación por parte de Cartagena, que solicita a la Central les imparta las órdenes reales directamente, sin pasar por la Junta de Murcia.
En agosto de ese año, la Junta de Cartagena vuelve a defender su teoría, argumentando que había sido la primera ciudad del Reino de Murcia en proclamar a Fernando VII, mientras Murcia “tomaba tiempo para decidirse en ocasión tan perentoria”.
Murcia se defiende ante la Central, esgrimiendo su carácter de capital del Reino y exponiendo que su decisión había sido tomada sólo 12 horas después que en Cartagena, y que mientras esta última sólo tenía que atender a sus habitantes, la de Murcia tenía que hacerlo a todo el reino y calmar los desórdenes que se produjesen, algo que Cartagena no había logrado.
Aportaba Murcia, además, los datos de la milicia con los que contribuía a la guerra desde el primer momento: 12.000 hombres que “se cubrieron de gloria en Caparroso, Milagro y Zaragoza”54.
Finalmente, el 25 de septiembre de 1809, la Junta Central rechaza la petición de Cartagena, poniendo punto y final a un pleito que duraba casi un año.
El general Palafox afirma en su parte de guerra que “La división de Tropas de Murcia que sirve en este Exército hizo prodigios de valor”.
La guerra supuso una crisis en todos los sentidos, pero no fue Murcia un escenario de grandes episodios bélicos, sino un lugar de retaguardia destinado a abastecer a los ejércitos por el que penetraba a su antojo el enemigo –excepto Cartagena, que resistió los embates de los franceses gracias a sus murallas– cada vez que sus tropas se trasladaban de escenario bélico rumbo a Andalucía o Valencia. Desde el principio quedaba claro que el papel del Reino de Murcia en la contienda contra el invasor francés sería proporcionando apoyo y avituallamiento.
El Reino al completo contribuyó con los soldados que los diversos cupos exigían, y las continuas campañas, las necesidades de nuestro ejército o las rapiñas de los militares francés, irían dejando exangües, de manera inexorable, las arcas municipales de todo el Reino.
De ahí que, ya en los comienzos de la contienda, Murcia presentase una nutrida milicia que lucharía en el frente de Aragón, socorriendo al mismo tiempo “con pólvora a Granada, Valencia, Cataluña, Jaén, Madrid, Toledo y Cuenca, franqueó a Zaragoza granos, carnes, aceites y galletas, vestuario y efectos de hospital, mantuvo el ejército del Duque del Infantado..., entregándole dinero y víveres, proporcionando ausilios y hospitales en los pueblos de Jumilla, Tobarra, Hellín, Yecla y otros más, capaces para cinco mil enfermos”.
Murcia aporta el primer Presidente de la Junta Central: Floridablanca
Cuando España es invadida por los franceses, el conde de Floridablanca se encuentra en sus horas más bajas. Anciano, enfermo y apartado con polémica de un poder que había detentado en altas dosis, José Moñino Redondo vive en la celda de un convento murciano sus últimos días, desterrado de una corte en la que lo había sido todo durante más de un cuarto de siglo: Fiscal del Consejo de Castilla, embajador en Roma –donde llega a participar en la elección del Papa Pío VI– y Secretario de Estado.
En mayo de 1808, a punto de cumplir 80 años, lleva ya 16 apartado de la vida pública, pero los graves acontecimientos que acaban de producirse en Madrid le impulsan a retomar, en un postrero servicio a España, las riendas del servicio público. Con España invadida y Fernando VII prisionero de los franceses, había que mantener un centro de poder desde el que emanaran las instrucciones al país.
El 25 de mayo de 1808 se reúne en Murcia un cabildo extraordinario “Decidido este Noble y Leal vecindario a no obedecer las órdenes del Emperador de los Franceses, como opuestas a la Constitución de la Nación y a los derechos de suceder en ella que ha recaído en el Príncipe de Asturias don Fernando”. El conde de Floridablanca es elegido primer vocal de la Junta Suprema de Murcia.
José Moñino, conde de Floridablanca, fue uno de los grandes protagonistas del comienzo de la contienda. Él fue el principal impulsor de la unificación de todas las Juntas Supremas, y en él recayó hasta su muerte, el 30 de diciembre de 1808, la primera presidencia de la Junta Central: “Fernando VII no puede ser restituido a su trono sin esta unión y soberanía; unidas todas las provincias por sus Representantes, no hay celos ni superioridad, y se le cortan al enemigo las armas terribles de la desunión y de la intriga”.
Es bajo los auspicios del conde, sabedor de que sólo la unidad de acción podría salvar España del ejército invasor, que se toma por parte de la Junta Suprema de Murcia una decisión crucial para el desarrollo de la contienda: la petición, mediante una carta dirigida a cada una de las provincias, de reunirse todas las Juntas en una Central, que emitiría las instrucciones a todas las del país. “Provincias y ciudades de España: nuestros pensamientos son uniformes [...] nos apresuramos a la defensa de la Patria y a la conservación de los augustos derechos de nuestro amado y deseado Fernando VII. Temamos una desorganización, si tiene lugar la desunión: no se oiga otra voz en toda la península, que no sea unión, confraternidad y mutua defensa”55.
Ésta iniciativa, el prestigio que había conseguido el personaje, y la defensa de la propia Junta Suprema Murciana, aúpan al conde de Floridablanca a la presidencia de la Junta Central –“si recayese en él [la presidencia] hará por la patria todo quanto permita su edad y fuerzas”, aseguraban en una carta–. José Moñino era elegido presidente interino de la Junta Central el 25 de septiembre en Aranjuez. “La Patria recibirá de mí cuantos servicios pueda hacerle”, aseguraba en una misiva de agradecimiento al ayuntamiento murciano tras su nombramiento.
Desde ese momento, y durante los tres meses que aún permaneció con vida, el conde se centró en la elaboración de una ímproba legislación encaminada a la defensa contra el ejército de ocupación. Sin embargo, su decidido absolutismo, le hizo oponerse con la decisión y la firmeza de una persona mucho más joven a cualquier cambio que minimizara, por levemente que fuese, el poder real, incluida una Regencia. Y, desde luego, fue el más firme enemigo de la convocatoria de Cortes.
Alcalá Galiano vierte estos duros juicios sobre Floridablanca en sus memorias:
Fue llamado a presidir la Junta el conde de Floridablanca, no con gran satisfacción de los hombres adictos a doctrinas de las hoy llamadas liberales [...] De Floridablanca hablaban con variedad los hombres que viviendo entonces, ya de edad madura, le habían conocido en el mando, y por cierto no todo era elogios en el juicio de tales críticos, pues había muy otras cosas. Yo, que ahora cuento y no juzgo, debo decir que, fuese lo que hubiese sido el Floridablanca de 1780, el de 1808 había llegado a ser incompetente para ocupar bien el alto lugar a que había sido elevado
56.
En diciembre de 1808, al entrar nuevamente en Madrid las tropas francesas, la Junta Central se traslada desde Aranjuez a Sevilla, donde muere el conde de Floridablanca pocos días después (30 de diciembre de 1808).
En Sevilla, donde encontró su primera sepultura el conde, fue enterrado con honores de Infante de Castilla. En su epitafio decía: “[...] el anciano sapientísimo, reservado por la singular Providencia de Dios para que librase a España de su ruina en el momento de peligro” [...]
A su muerte dejó diversos escritos para que sus herederos supiesen de su conducta intachable que, sin embargo, se había puesto en duda durante su vida, unos documentos de su puño y letra en los que explicaba que nunca intentó herir a nadie, y que su vocación había sido siempre trabajar, servir al Rey y adquirir buena reputación:
Después de 15 años de Ministerio no se me habrán hallado más bienes que los poco más o menos tenia cuando entré en él y algunas deudas más [...]
No se ha halado ni hallará papel ni correspondencia mía en que yo haya censurado operación alguna pública ni privado de los Reyes ni de sus ministros, ni de los que me eran inferiores [...]
Contra nadie he intrigado ni hecho cábalas [...]
He creído desde mi juventud que mi vocación era y debía ser la de trabajar, sin más objeto que el de servir a mi Rey y a mi Patria, y de adquirir la mejor y más universal reputación.
Un reino en pie de guerra: los episodios bélicos
A comienzos de 1809 los franceses se encuentran ya en la Mancha Baja, lo que hace que el Reino de Murcia se apreste a tomar medidas de defensa. En la ciudad de Murcia se excavan en febrero de 1809 trincheras de cuatro metros de profundidad y se instalan en ellas veinte baterías con un total de 40 cañones del 12.
Lo mismo se hace en Caravaca, donde a finales de 1810 comienzan los preparativos en el Castillo para defenderse de los franceses, instalando cañones de gran calibre.
En la primavera de 1810, los franceses reciben el que pudiera ser el primer revés en el Reino de Murcia, concretamente en Hellín. Fue el 26 de abril cuando, producto de una escaramuza, se hicieron varios prisioneros franceses, que serían encarcelados en el castillo de Caravaca.
En agosto de 1810, cuando apenas habían transcurrido cuatro meses desde que invadiera y expoliara la ciudad de Murcia, el general Sebastiani intenta entrar de nuevo en ella, pero el general Blake, vencedor un año antes en la batalla de Alcañiz, plantea una sólida defensa situando su ejército en tres frentes: La Ñora, Puebla de Soto y El Palmar, lo que hace desistir al francés, que opta por regresar a sus cuarteles de Totana y Lorca.
La moral que le proporciona esta circunstancia, será probablemente la que le impulse a Blake a plantear desde el Reino de Murcia una gran acción bélica tres meses más tarde para intentar desalojar a los franceses del reino de Granada. Pero en Baza recibe, en noviembre de 1810, una inapelable derrota, con centenares de muertos, heridos y prisioneros.
Los franceses deciden adelantar sus posiciones, y llegan hasta la comarca del Noroeste de la Región, a cuyos pueblos exigen contribuciones: “Los franceses, crecidos tras su victoria, adelantaron sus líneas a finales de 1810 hasta los confines del reino de Murcia, y acantonaron unos 10.000 hombres en las cercanías de Lorca”57.
En febrero de 1811, los franceses, que se habían enseñoreado del Noroeste, reciben otro pequeño revés en nuestra región, siendo vencidos por Pedro Chico de Guzmán y diversas fuerzas guerrilleras en el barranco del Moro, en Caravaca. Por otro lado, el 15 de octubre de ese mismo año se produce en el paraje caravaqueño de Santa Inés una batalla en la que tropas españolas ponen en fuga a los franceses.
Pero habría que llegar a 1813, con el ejército francés virtualmente derrotado en la península, para asistir a una de las batallas más cruentas de las que es testigo la Región de Murcia durante la Guerra de la Independencia: la batalla de Yecla.
La noche del 10 de abril de 1813 se dirigió el general francés Harispe a Yecla, en la que se encuentra acantonado el general español Miyares con 4.000 hombres. El amanecer del día 11, los soldados franceses atacan por sorpresa a los españoles en las mismas calles de Yecla. La batalla acabó con la desbandada de los españoles y numerosas bajas en sus filas. Un millar de nuestros compatriotas fueron hechos prisioneros por los franceses.
Una región volcada en la causa contra los franceses
El avituallamiento de los ejércitos
En la región no se libraban grandes batallas, como ocurría en otras zonas de la geografía nacional. Sin embargo, el Reino de Murcia se convirtió en un asilo seguro para los ejércitos que luchaban en Castilla y Andalucía.
Una de las funciones más importantes de la región era la manutención de las tropas. Un cometido complicado en una época de escasez de recursos, en la que los alimentos producidos por unas tierras abandonadas en buena parte, apenas alcanzaban a satisfacer las necesidades de la población autóctona. Mucho menos para alimentar y pertrechar a las grandes divisiones que, a menudo, pasaban temporadas junto a poblaciones que debían proporcionarles cuanto víveres les eran necesarios, incluidos, en no pocos casos, los haberes que debía percibir la tropa.
Una de las primeras decisiones de la Junta Suprema de Murcia es la de imponer un real y cuartillo diario a cada vecino –cinco individuos– para contribuir a los gastos del ejército “excitando” además “la generosidad y patriotismo de los vecinos para que hagan donativos gratuitos o préstamos formales” con este fin. La orden es de 29 de junio de 1808.
Entre las iniciativas que se toman para intentar recaudar fondos con destino a los gastos más urgentes del conflicto, se cuentan los sorteos de joyas, algo que se realiza en diversos municipios de la Región. En Murcia se organiza en julio de 1808 una rifa en la que algunas de las familias de la aristocracia murciana contribuyen con alhajas y otros objetos, entre ellos soperas, bandejas, platos, cubiertos, palanganas y campanillas de plata, y hasta alguna caja y cadenas de oro.
Las continuas exigencias y reclamaciones a los vecinos por parte de la Junta Suprema de Murcia para que contribuyesen a la guerra, provocan a menudo las quejas de unos ayuntamientos esquilmados que conocen las dificultades de sus vecinos.
Así se pronunciaba el ayuntamiento de Lorca:
[...] con motivo de ser esta ciudad frontera al Reyno de Granada y llave del Reyno de Murcia por la parte de Andalucía, ningún pueblo de esta provincia ha sufrido tanto de los enemigos que la han saqueado y exigido contribuciones repetidas veces, por la misma razón ha estado muy recargada de tropas nuestras, especialmente de caballería, desde que los enemigos penetraron desde Sierra Morena, manteniéndose así todo el tiempo a costa de este pueblo, quando los demás de la provincia ni sufrían la carga de los alojamientos ni contribuían con un maravedí para ayudar a Lorca [...] el pueblo no puede soportar ya más cargas, ni el ayuntamiento continuar con su administración, sin constituirse en verdugo de sus conciudadanos, en lugar de ser su escudo y su protector
.
Algo semejante ocurre con Caravaca, donde se estableció el cuartel general de la zona del Noroeste y varios generales españoles alojaron en diversas ocasiones sus ejércitos, a lo que había que sumar el abastecimiento regular de las tropas del castillo de Caravaca, lo que situó a la población en una situación muy precaria.
En ocasiones, las solicitudes no eran de ejércitos acampados junto a nuestras poblaciones, sino que llegaban desde el exterior. Así, el 13 de agosto de 1808 llega a la Junta Suprema de Murcia una petición de auxilio para las tropas de Tarragona. Nueve días más tarde salían, desde el puerto de Cartagena 4000 pares de alpargatas, 2000 arrobas de galletas, 100 de tocino y 400.000 cartuchos, que se unían a otros 600.000 enviados anteriormente. Junto al envío, un mensaje especificaba que más adelante se enviarían “quantos víveres puedan adquirirse de las encomiendas de este reyno respecto a las existencias de arroz y avichuelas”.
El paso de las tropas por el Reino de Murcia obliga a establecer una normativa de alojamiento y abastecimiento de nuestros ejércitos, pero las quejas por la desorganización con la que está elaborado son constantes.
El 8 de noviembre de 1808 pasan por nuestra región las tropas de Andalucía para auxiliar Cataluña, razón por la que la Junta Superior de Murcia apela a la generosidad de todas las personas del Reino para que “les presten aquellos recursos que puedan contribuir al alivio y descanso de sus fatigas”.
Indumentaria del ejército español en la Guerra de la Independencia.
Indumentaria del ejército francés.
Por siete reales ¿quién no compra unas alpargatas para un soldado?
Ciertamente, una guerra no se gana por la indumentaria de sus ejércitos, pero causa cierto rubor pensar que mientras los soldados ingleses, aliados de España iban vestidos con unos trajes tan llamativos que enseguida fueron conocidos por el pueblo con el apelativo de guacamayos, y los franceses deslumbraban con ciertas indumentarias (los mamelucos, por ejemplo, habían llamado extraordinariamente la atención por lo vistoso de sus trajes, con turbantes y calzones rojos), el atuendo de los españoles se situaba en las antípodas, rozando, y hasta sobrepasando a menudo la miseria más extrema.
Un manifiesto de la Junta Superior de Murcia58, firmado el 9 de marzo de 1810 por el Marqués de Villafranca y los Vélez, se proponía ablandar el corazón de sus conciudadanos y espolear su generosidad para “cubrir la desnudez de la tropa” que se hallaba en esa ciudad. Un total de 8.000 quintos, para que, debidamente vestidos y ocupados, pudiesen “a rostro firme acometer, y disipar el orgullo francés”. Para lo cual convoca una suscripción pública en la que se expone –una iniciativa que hoy consideraríamos poco menos que insólita– los precios de cada una de las prendas para que desde “el más infeliz vecino” pueda cooperar, y que “los ricos [demuestren] su esplendor”.
Una detallada lista nos da cuenta de que la casaca, con un precio de 71 reales, era la prenda más cara de las que lucía un soldado de nuestro ejército, mientras que el corbatín, con 2 reales, y las medias, con un precio de 7, eran las más baratas. En el mismo manifiesto se da cuenta de que un pantalón para vestir a nuestro ejército vale 26 reales, unos zapatos 18, unos botines 10, una mochila 11 y una cartuchera 19. Por una suma total de 287 reales se podía vestir a un soldado de nuestro ejército de arriba abajo, cubriendo sus citadas desnudeces y poniéndolo en pie de igualdad –en cuanto a la indumentaria se refiere, al menos– con el enemigo.
Las penurias del ejército son tan grandes que, el 27 de diciembre de 1812, un representante del Batallón de Desmontados de Beniel solicita al ayuntamiento 300 pares de alpargatas, pues sus soldados iban totalmente descalzos.
El ayuntamiento de la ciudad debió compadecerse de aquella miserable tropa, pues encargó el calzado requerido a dos alpargateros de la ciudad. Sin embargo, un mes después estos se quejaban de no haber recibido aun los casi 2000 reales que les debía el consistorio por tal cometido.
Los alistamientos
Desde el comienzo de la guerra, la Junta Superior de Murcia realiza llamamientos a filas. El 2 de junio de 1808, recién constituida dicha Junta, apela en un bando a todos los ciudadanos para que acudan al alistamiento, ya que “siendo la causa de todos, todos han de contribuir a ella, que ni el noble ni el pudiente dejarán dar exemplo, bien en un cuerpo separado de caballería que se está formando, o bien entre la multitud de los vecinos honrados” [...]
Otro bando del mismo día expone que “estando en peligro la Metrópoli, de modo que puede ser invadida repentinamente por todos lados; a estarse formando el alistamieto general desde 16 hasta quarenta años”59.
Lo cierto es que las tropas integradas por murcianos combatieron con denuedo ya desde los primeros momentos de la Guerra de la Independencia. La actuación del Batallón Provincial de Murcia en el sitio de Zaragoza, provocó que el mismísimo general Palafox afirmara en su parte de guerra de 8 de enero de 1809 que “La división de Tropas de Murcia que sirve en este Exército hizo prodigios de valor”.
A medida que se recrudece el conflicto, los llamamientos a filas se fueron haciendo más frecuentes y su tono más amenazante, intentando implicar a capas de edades que en otras circunstancias menos desesperadas habría resultado impensable. De ahí que, a las exaltadas y multitudinarias respuestas del comienzo les sucedieran otras mucho más tibias, hasta desembocar en una abierta oposición por parte de los ayuntamientos, que veían cómo sus mejores hombres abandonaban las tierras para marcharse a un frente de futuro más que incierto.
La primera misión de la Junta de Lorca, tras su Constitución a finales de mayo de 1808, fue realizar un alistamiento general para establecer el número de hombres aptos para el servicio militar: exactamente 8.958, por lo que el cupo quedó establecido en 1.735.
Entre febrero y julio de 1809 se procede a movilizar a la quinta que le corresponde a Murcia. Un error en el censo (se había hecho sorteando entre los mozos de 16 a 40 años) hace que se piense que se tiene que reclutar a un número superior de personas de lo que en realidad le correspondía. Al no resultar suficientes se pide que se prosiga con todos los varones que sobrepasasen los 5 pies de altura (1’39 metros).
Viendo que los resultados en el reclutamiento de soldados para formar los batallones no alcanzaban los objetivos previstos, en julio de 1808, la Junta Suprema envía a los alcaldes del Reino una contundente requisitoria. El de Fortuna responde con una carta en la que asegura que “me encuentro tan decidido, resuelto y animoso como el más adelantado”, y que irá al frente de los 154 mozos que han correspondido a la villa, pidiendo, al mismo tiempo, sean socorridos su mujer y su hijo si cae en el frente60.
Ante los avances de las tropas francesas, se crea en el Reino de Murcia la Milicia Patriótica, con el objetivo de que la provincia “acometida por algunos puntos y amenazada por otros, [esté] en estado de poderse defender del enemigo, que no perderá ocasión ni medio para sorprenderla y subyugarla”. Su reglamento, aprobado el 30 de septiembre de 1810, establece que la compondrán todos los vecinos de entre 16 y 60 años que midan más de 4 pies y 9 pulgadas. Es decir, estaba obligado a prestar este servicio cualquier murciano que midiera más de 1’37 metros. Escasa envergadura sin duda para hacer frente al ejército más letal de Europa.
En un conflicto que estaba llamado a implicar a todas las capas de la población, la Junta Superior de Murcia emprende desde el comienzo de la contienda una lucha feroz contra la deserción, que va ganando terreno, sin embargo, a medida que los alistamientos alcanzan a capas más amplias de la población. Un bando de 25 de enero de 1809 ilustra bien a las claras la política de palo y zanahoria que emplean las autoridades en este ámbito: zaherir, amenazar e insultar hasta el extremo a los que se niegan a cumplir con el deber que les impone la patria en estos momentos, pero dejándoles, al mismo tiempo, una posibilidad de redención patriótica si se presentan a filas, en una serie de llamamientos con apariencia de ultimátum que, sin embargo, se irán repitiendo en el tiempo:
[...] su voz terrible [la de la Patria] se dirige contra aquellos hombres afeminados, que prefieren la vida cobarde y afrentosa a los rasgos honrosos de las armas [...] a aquellos hombres para quienes es indiferente la libertad y la esclavitud, el tener Patria o no tenerla, el vivir baxo el yugo pesado de un tirano, o baxo la dominación dulce de un gobierno paternal [...] Decid, hombres degenerados, ¿no os avergonzáis de ser Españoles? [...] Yo he visto arrastrado con perfidia a un cautiverio horrendo al mejor y mas desgraciado de todos los Monarcas, al virtuoso Fernando VII, he excitado vuestra lealtad, y vosotros, sordos a sus clamores, a vuestro deber y a sus desgracias, no solo le abandonais en el cautiverio, sino que cooperais a que triunfe la perfidia de su enemigo y el nuestro. [...]
Volved pues de vuestro error, hombres alucinados: todavía es tiempo: todavía la Patria os abre los brazos para perdonaros y reconoceros por hijos: todavía os concede un indulto de un mes para que os presenteis en vuestras banderas; pero desgraciado del que desprecie este último rasgo de su paternal amor. La muerte, y una muerte afrentosa, purgará el suelo Español de estros criminales contumaces, de estos hijos espurios de la Patria, de estos enemigos pasivos de nuestra Religión, de nuestro Rey de de nuestra independencia61.
El caso del falso Capitán
En una situación tan anómala como una guerra contra un invasor extranjero que intenta apoderarse de todo el país, con toda la administración española constituida de manera diferente a como lo había estado hasta entonces, y con el carácter de provisionalidad de todas las instituciones, no es de extrañar un cierto desbarajuste.
La Junta Central hubo de atender numerosas solicitudes de grados diversos, uniformes y honorarios. Conscientes de la situación excepcional y de las dificultades tan extendidas, sus componentes son pródigos en las concesiones que se piden. Probablemente fueron muchos los que debieron pensar que podrían pescar con ventaja en este río revuelto de la contienda. Jiménez de Gregorio cita uno de estos casos62. El 19 de marzo de 1809, Ramón Lluc de la Barca, que firma su petición como Capitán del Regimiento de Voluntarios de Murcia y comandante de partidas de descubierta, retirado a consecuencias de unas heridas que sufrió en una pierna en el frente, solicita se le ingresen dos meses de sueldo que se le deben. Sin embargo, una vez cotejados los documentos que aporta a la Central con la Junta de Murcia, se comprueba que la documentación es falsa y se procede a su encarcelamiento.
El general inglés que desfiló en Murcia bajo un arco de triunfo
No todos los generales extranjeros que llegan a Murcia estos años traen la destrucción como lo hizo primero Sebastiani y más tarde Soult.
En octubre de 1808, el general suizo Teodoro Reding arriba a nuestra ciudad, con sus 8000 hombres, con destino a Cataluña, para socorrer a aquellas tropas. Floridablanca había pedido al Ayuntamiento de Murcia que les suministrara cuanto les fuera necesario y que intentarán “esforzar su celo para que nada les falte en su tránsito por esta ciudad”.
El día 23 de octubre llegaban los primeros efectivos, los 2400 hombres del regimiento “Iberia”, y tres días más tarde lo haría el regimiento “Baeza”, compuesto de una cifra similar de efectivos. Según las crónicas, el pueblo se volcó en agasajar a los ejércitos, un entusiasmo que se desbordó el día 3 de noviembre, cuando el general Reding hizo su entrada en la ciudad, desfilando bajo un arco del triunfo de seis metros y medio de diámetro en el que se habían incluido elementos alusivos a sus victorias en Andalucía. “El correo de Murcia” comparaba este recibimiento con el que haría el pueblo de Roma a sus generales, tras volver victoriosos de sus grandes campañas.
A las consabidas ceremonias religiosas, que no podían faltar en la Murcia de la época en una ceremonia de empaque, se añadió para la ocasión la música de dos orquestas, iluminación, un castillo de fuegos artificiales y hasta un león –así lo citan las crónicas, lo que nos hace pensar que se trataba de un funambulista disfrazado de tal animal– que marchó por una cuerda desde el balcón en el que se encontraba el general hasta una estatua que representaba al general Dupont, abrasándola ante el regocijo general.
Sin embargo, la diversión acabó bien pronto, pues al día siguiente, las tropas habían salido ya en dirección a Orihuela, primera etapa de su viaje hacia Cataluña.
El general Reding fue recibido como un héroe en Murcia, cuatro meses más tarde, en febrero, sería herido, y moriría en abril de 1809.
Hondas contra cañones
Si el grado de eficacia entre el ejército francés y español distaba muchos enteros, es fácil pensar que aun existía más separación con las tropas de voluntarios y los alistamientos forzosos que se realizaban en todo el país.
El 7 de diciembre de 1808, la Junta de Cartagena aprobaba una serie de puntos sobre su defensa en los que dejaba bien patente su decidida intención de oponerse hasta el fin a los franceses:
[...] que para el caso de ser atacada por los enemigos se haga solemne juramento de no entrarse en negociación ni capitulación con ellos, prefiriendo perecer bajo las ruinas de la plaza a la ignominia de ser esclavos viles del monstruo que tiraniza y oprime la Europa. Que en dicho caso las mujeres y niños no salgan de sus casas, tengan repuestos de víveres para ocho días y porción de piedra para tirarlas desde las ventanas cuando convenga...[...]
que se atraviesen en las calles, todos los carros y carretas de la ciudad y del campo[...]
que todo viviente tome las armas sin excepción de profesiones y clases y que se imponga pena de la vida al que saliere con dirección al enemigo63.
Con todo, probablemente la mayor diferencia entre ambos bandos contendientes resida en el armamento, baste decir para ilustrar la paupérrima situación en que se encontraba nuestro ejército que, en marzo de 1809, con el Reino de Murcia gravemente amenazado por las tropas francesas, la Junta de Murcia recibe una comunicación de la Central instándole a que se restablezca en estos municipios el uso de hondas.
Para suplir la falta de armas de fuego en la defensa de los pueblos y puestos que intenten ocupar los enemigos y hacerles todo el daño posible [...] se restablezca en todo el uso de las hondas, y se dediquen a fabricar picas y dardos y piezas arrojadizas por ser más fácil construcción y manejo que las ballestas; que también se supla la falta de granadas de mano, con las de vidrio y otras que puedan hacerse con hilo paloma y cualquier tela tupida [...]
64.
La situación era complicada. La incorporación masiva de efectivos a nuestros ejércitos acarreó una consecuencia inesperada: la falta de armas para poder dotarlos con mínimas garantías de éxito. Como argumenta Jiménez de Gregorio, en estos inicios de la guerra, “faltaban fusiles y sobraban soldados”. La fábrica de armas trabajaba a un ritmo frenético, pero su producción era claramente insuficiente.
Así las cosas, se editan bandos anunciando que los vecinos que presentasen un fúsil en el ayuntamiento serían premiados con 40 reales, y que aquellos que lo tuviesen y lo ocultasen serían castigados con la pena de 200 azotes.
De estos momentos, marzo de 1809, es también una Real Orden impartida por la Junta Central a todas las Juntas Superiores Provinciales de Observación y Defensa, en la que se insta a todos los paisanos a que adopten todos los géneros de defensa como les sea posible, “aunque sea valiéndose de piedras, palos, y en su defecto otras armas, pues que todas son útiles para dañar al enemigo quando se trata de defender su propia casa”. A este fin se distribuyen una Reglas para la defensa de los Pueblos y ciudades en la guerra, que recoge en 49 artículos consejos tan variados como la realización de zanjas en los caminos, la provocación de inundaciones o la construcción de picas y chuzos, entre otros, solicitando del clero que emplee su “autoridad e influxo en exaltar o moderar el entusiasmo, según convenga”.
Ante la necesidad de armas, se plantea establecer en el Reino de Murcia una fábrica de armas de chispa. Tras un estudio de gastos se dictamina que Murcia es más apropiada para albergarla que Cartagena, por estar dotada de un río, tener en ella un edificio tan a propósito como era la Fábrica de hilatura de seda –situada en lo que hoy es la calle de Acisclo Díaz– confiscada a la sazón por Hacienda, y, sobre todo, por ser en ella los salarios más bajos que en Cartagena. Teniendo en cuenta todos estos datos, concluye un informe que en esta ciudad sería posible fabricar 15.000 fusiles con dos millones de reales, mientras que en Murcia podría producirse 45.000. La decisión, pues, no albergaba la más mínima duda.
Sin embargo, los resultados no pasaron de ser un fiasco. En noviembre de 1809, tras cinco meses de funcionamiento, la Fábrica de armas de chispa del Reino de Murcia había manufacturado 37 rifles, un centenar de cañones de fusil y diversas piezas de armas de fuego, así como el arreglo de 195 fusiles con problemas. En ello se había invertido la exorbitante cifra de 75.000 reales. Según los presupuestos calculados en un principio, cada fusil debería haber costado en torno a 44 reales, pero realmente importó 2.050, una equivocación que superaba el 4.500 por cien.
Inundar Murcia para salvarla
La Junta Central ya había aludido en sus normas de Defensa de marzo de 1809 a la provocación de inundaciones como uno de los métodos más eficaces para protegerse del enemigo. Algo que el murciano ya conocía muy bien, pues sus autoridades habían anegado deliberadamente la ciudad y la huerta de Murcia para impedir la entrada del enemigo en diversos períodos de nuestra historia: en 1393, en una operación de castigo contra el concejo de la ciudad de Murcia, Alfonso Yánez Fajardo, marqués de los Vélez y adelantado del Reino de Murcia, destruyó las dos acequias mayores, inundando la vega media. Cuarenta años después, en 1430 la ciudad se inundó para impedir la entrada de Alfonso el Magnánimo. Tres siglos más tarde, en 1706 Belluga, obispo de Cartagena, capitán general del reino de Murcia, y gran defensor de la causa borbónica, destruyó las dos acequias mayores de Murcia, inundando la ciudad y su vega para impedir el paso de las tropas del archiduque Carlos.
El río Segura se transforma en un aliado para el murciano, que puede inundar con sus aguas calles y huerta, convirtiéndolas en un infierno para el invasor. Un bando del ayuntamiento murciano, de 28 de septiembre de 1812, da cuenta de la inminencia de una posible invasión francesa, exhortando a todos los responsables de provocar la inundación, que estén preparados para anegar Murcia, y pidan, al mismo tiempo, ayuda divina por medio de rogativas y letanías en la catedral.
El 6 de diciembre de 1810 se hacía público un Reglamento que debían cumplir las brigadas de zapadores de la Milicia Patriótica destinados a provocar la inundación de la huerta de Murcia en caso de necesidad. El reglamento especificaba lo eficaz de este método en Murcia: “esta impenetrable barrera para el enemigo, ha burlado repetidas veces sus ardides y poderosos esfuerzos, haciéndole desistir de su empresa después de haber perdido tiempo y gente infructuosamente”.
Un bando del ayuntamiento murciano, de 28 de septiembre de 1812, da cuenta de la inminencia de una posible invasión francesa, exhortando a todos los responsables de provocar la inundación, que estén preparados para anegar Murcia, y pidan, al mismo tiempo, ayuda divina por medio de rogativas y letanías en la catedral.
El río Segura se transforma en un aliado para el murciano, pues a la posibilidad de anegar con sus aguas calles y huerta, convirtiéndolas en un infierno para el invasor, se suma el refugio que puede proporcionar su cauce, cubierto por espesos cañaverales, pues constituye “el mejor asilo que los ponga a cubierto [...] los espesos cañares que se crían” [...] en los márgenes del río.
Las milicias populares
Ante la falta de una autoridad clara que se produce en los primeros momentos, en los que domina la confusión, y obligadas las provincias a subsistir a unos momentos de zozobra y angustia con sus únicos recursos, el control del orden público se convierte en algo primordial. El 15 de agosto de 1808 se publica un bando de la Junta Suprema de Murcia en el que, enterada dicha Junta de la conducta criminal de algunos pueblos que “olvidados de los deberes más sagrados hacia la Religión y las autoridades”, han separado a sus representantes legítimos de su ministerio y puesto a intrusos en su lugar, “y aun asesinarlos”, establecía que quien tuviese “la osadía de insultar a algún Maxistrado o persona constituida en autoridad pública, ya sea seglar o eclesiástica sufra irremisiblemente pena capital”.
En noviembre de 1808, la Junta Central imparte instrucciones para que se cree un ejército urbano en cada municipio con el nombre de Milicias Honradas. Murcia se había adelantado a la orden, y ya poseía un Regimiento de Voluntarios Honrados, llamado Hijos de Murcia, que había enviado su reglamento a Valencia para su aprobación el 25 de julio de 1808, y cuyo cometido era prestar servicios de retén, escolta y vigilancia, entre otros. Su normativa especifica que se trataría de unos cuerpos formados por vecinos “distinguidos y acomodados”, cuyo cometido sería el de “precaver los desórdenes y [ser] capaces de reprimir a los facinerosos, bandidos, desertores y díscolos que perturbando la pública tranquilidad, intenten saciar su ambición o su codicia”.
Estaba compuesto por oficiales pertenecientes a la nobleza y mandado por el conde de Campo Hermoso, pero éste y otros de sus jefes proporcionaron a las autoridades muchos quebraderos de cabeza por su arrogante conducta “insolentando a los súbditos”, por lo que el pueblo los veía como “unos opresores temibles”. Ante sus arbitrariedades, que produjeron numerosas quejas, fue suprimida por la Junta de Murcia.
La invasión de la capital murciana por parte de Sebastiani, sirvió par espolear a las autoridades a crear milicias de voluntarios en cada parroquia y evitar que la ciudad volviese a caer en manos del enemigo. “Los Cuerpos de Milicia Honrada de Infantería y Caballería (…) en todos los pueblos del Reino que se hallen fuera del teatro de guerra, con objeto de conservar la paz y tranquilidad interior del Reino”.
Un informe del ayuntamiento aseguraba que en cada “pecho murciano” se esconde “un invencible campeón” capaz de pertenecer a dicha compañía. Las milicias se organizaron por parroquias, y se alcanzó un total de 16.204 hombres.
En Caravaca ya se había propuesto, en enero de 1809, la creación de una Escuela Militar para jóvenes, con el fin de adiestrar en el mundo castrense a los jóvenes de entre 8 y 15 años. Poco más tarde, en abril, se creaba la Milicia Honrada de Caravaca.
En el verano de 1809, los ciudadanos que se habían presentado voluntarios comienzan un entrenamiento para la guerra comandado, entre otros, por José María Rocafull, que habría de resultar elegido diputado para las Cortes gaditanas el año siguiente.
Muerte de un general en pleno centro de Murcia
Uno de los episodios más dramáticos acaecidos en la Región de Murcia, y probablemente el que con más razón merezca el calificativo de heróico, es el protagonizado por el general Martín de La Carrera, que había sido destacado en Elche para seguir las evoluciones del regimiento del general francés Soult.
General Martín de la Carrera, muerto en una emboscada en pleno centro de Murcia.
El 26 de enero, se encuentra instalado junto a sus hombres a las afueras de la ciudad de Murcia, en el cruce de los caminos que llevan a Churra y Espinardo. Junto a él se encuentran también las fuerzas de otros dos generales: Nicolás Mahy y Eugenio María de Yebra
La Carrera acuerda con éste que mande a sus fuerzas hacia la ciudad a través de la avenida de Churra, arrollando cuantos enemigos encuentre a su paso. La Carrera, por su parte, se cita con él cerca del ayuntamiento, en la plaza del Arenal, adonde se dirigiría con sus hombres a caballo.
Placa conmemorativa de la muerte en combate del General la Carrera, en la Calle San Nicolás. Su texto reza así: “Reinando el Señor D. Fernando VII y defendiendo su patria el General D. Martín La Carrera, fue muerto en este sitio por las tropas de Napoleón el día 26 de enero de 1812”. Foto: A. M.
El coronel Santiago Wal, a las órdenes de la Carrera, narra así los hechos: Al pasar por el huerto de las Bombas se produce una refriega con un grupo de franceses. Al entrar en la ciudad, medio centenar de franceses a caballo se retiran ante la presencia de las tropas españolas, pero la llegada de otro grupo de alrededor de ochenta jinetes les anima a volver y enfrentarse a los nuestros. Las calles de la ciudad se convierten entonces en una trampa infernal para franceses y españoles. “pues mezclados ninguno sabía adonde dirigirse sin saber las calles, aumentándose el desorden el que por todas partes aparecían partidas enemigas”. Ante la concentración de fuerzas enemigas los españoles intentan volver sobre sus pasos, pero un grupo de soldados rodean al general que “fue víctima en esta acción de su valor, pues defendiéndose murió vendiendo su vida bien cara, sin haber querido rendirse”.
Los testimonios de otros implicados intentan salvar su honor asegurando en distintos relatos que no lo dejaron solo, sino que, muy al contrario, el general Yebra entró en la ciudad “a galope, tocando a degüello y la tropa toda”, con los oficiales en primer lugar, hasta el punto de que éste perdió su caballo y hubo de huir a pie hasta Espinardo.
Sin embargo, tras analizar los partes oficiales dados por los mandos y oficiales participantes en la escaramuza, Díez y Lozano llega a una triste conclusión: “el general La Carrera fue abandonado por los suyos que, arrollados por los jinetes franceses no pensaron sino en salvarse”.
En estas circunstancias, al general no le quedó otra opción que batirse fieramente hasta la muerte, rodeado de enemigos, que pese a su superioridad numérica, hubieron de acabar con su vida de un disparo en la calle San Nicolás, en cuyo lugar se puede ver hoy una placa conmemorativa del hecho.
Soult no las debía tener todas consigo respecto al alcance de aquel golpe de mano, pues cuentan las crónicas que, al enterarse del mismo, -estaba comiendo en el palacio episcopal mientras sus hombres saqueaban impunemente la ciudad-, el nerviosismo hizo que cayese por las escaleras del edificio.
No fue hasta que las tropas francesas se retiraron, cuando pudo realizarse las honras fúnebres del general español, algo que se hizo en la catedral con toda solemnidad, trasladándose las autoridades civiles y militares a continuación hasta el mismo lugar de los hechos, donde los oficiales, en señal de homenaje y respeto, tocaron con sus sables la sangre vertida poco antes por La Carrera.
Un héroe apellidado García
El 16 de febrero de 1812, tras haber pasado por las Cortes de Cádiz una personalidad tan emblemática como Lord Wellington, entraba en medio de un silencio respetuoso de toda la cámara, que habría de tornarse en frenéticos aplausos de admiración, un desconocido soldado natural de Asturias que apenas contaba con 22 años de edad. Su nombre: Antonio García. Un admirado Blasco Ibáñez refiere el suceso: Un diputado leyó un historial en el que se explicitaba sus acciones de guerra. En él se daba cuenta de un balazo sufrido en Betanzos y una estocada en Oviedo, siendo herido nuevamente de bala en Mondoñedo, y sufriendo otras tres estocadas en la batalla de Lugo. A continuación participó sin contratiempos en la batalla de La Coruña, pero no fue así en la de Santiago, donde recibió una herida en la frente. El parte continuaba con otras participaciones en las que se había distinguido en Valedorral y Alba de Tormes, siendo prisionero y ¡hasta fusilado! tras la batalla de Llerena. Pero los cuatro balazos que penetraron en su cuerpo no acabaron con su vida, por lo que aún combatió en otras numerosas acciones bélicas, en las que sufriría diversas heridas de bala y estocadas. Así, tras recuperarse de las heridas causadas en la batalla de Murviedro, donde una bala le atravesó el pecho y una espada un muslo, aún le quedarían arrestos y fuerzas para combatir codo con codo con el General Martín de la Carrera, en su escaramuza en la ciudad de Murcia, donde pudo escapar de modo casi milagroso a fuerza de sablazos.
“Aquel joven bien podía ser considerado como la personificación de la gloria nacional, pues sobre su cuerpo, con las honrosas cicatrices de treinta heridas, estaba escrita la epopeya de nuestra independencia”65.
Sable de Lord Wellington. El militar inglés, conmovido por sus hazañas, regaló al héroe Antonio García. Las cortes de Cádiz se rindieron ante la modestia del héroe Antonio García, protagonistas de numerosos episodios bélicos contra los franceses, entre ellos la escaramuza en la que perdió la vida el general Martín de La Carrera en pleno centro de Murcia.
Cuentan las crónicas que las Cortes, que concedieron el grado de sargento al soltado, se rindieron ante el anónimo héroe, y que Wellesley, embajador de Inglaterra, le regaló un uniforme de alférez y un sable. Y aún hubo tiempo de dedicarle una sesión teatral en la ciudad de Cádiz como homenaje, en la que uno de sus actores recitaba un soneto cuyo final decía:
“Y cuando la francesa alevosía
oprimir quiera nuestro suelo santo,
firme España dirá ¡¡Vive aún García!!”
La Fuensanta: Generala de nuestro ejército
La primera decisión de la Junta Suprema de Murcia es una demostración palpable de la unión que existe durante todo el conflicto entre religión y alzamiento del pueblo español contra el ejército francés: sabedores de lo popular de la medida, deciden traer a la Virgen de la Fuensanta y nombrarla oficialmente, en una ceremonia cargada de simbolismo ante un público emocionado y entregado, Generala de los ejércitos murcianos. En adelante las tropas murcianas combatirían bajo su manto y amparo, lo que convertiría a nuestras tropas en invencibles o, al menos, les conferiría altas dosis de ánimo y arrojo en unos momentos en los que probablemente se necesitaba en grandes cantidades. Una circunstancia que confiere al conflicto, aun en mayor medida que en otros lugares de la geografía nacional, unas evidentes connotaciones de cruzada.
La Virgen de la Fuensanta, Generala de los ejércitos murcianos, con el bastón de mando entregado por el general González Llamas.
Así se describe el hecho en “Crónica de la coronación Canónica de Ntra. Sra. De la Fuensanta”:
“Al conjuro de las campanas de la Santa Iglesia Catedral, una inmensa multitud invadió la Plaza de Belluga y las naves del templo ansiosos de presenciar el hermoso acto de nombrar Generala de las tropas murcianas a su Patrona la Virgen Santísima de la Fuensanta.
El Cabildo, después de Completas, salió corporativamente al transcoro. Abrióse la puerta del Perdón y por ella penetró la Ciudad precedida aparatosamente de alguaciles, clarineros y reyes de armas.
[...]
El comandante General de Murcia, don Pedro González de Llamas, hizo de hinojos ante el altar una leve oración y desciñéndose la faja, la entregó, con el bastón de mando, a uno de los capellanes para que pusiera tales insignias a la Virgen de la Fuensanta, como lo hizo con toda solemnidad. La tropa, tendida desde las Casas de la Corte a la Catedral, hizo tres descargas; estallaron en sonoras y alegres notas los dos órganos, tañéronse al vuelo las campanas de los numerosos templos y el ingente concurso prorrumpió en vítores y exclamaciones, hijas de una emoción verdaderamente inefable”66.
La Guerra de la Independencia y la patrona de Murcia quedaban, pues, indisolublemente unidos. Hasta el punto de que, tan sólo una semana después de haberse constituido la Junta Suprema en Murcia, ésta anunciaba (en un bando 2 de junio de 1808) que “Sin perder un momento se levantará un cuerpo formidable de Caballería que tendrá por nombre, el de la Madre de Dios de la Fuensanta”.
Grabado representando a Fernando VII haciendo entrega de una corona a la Virgen de la Fuensanta.
La cruzada murciana
Hubo en su momento quienes tomaron la Guerra de la Independencia como una auténtica guerra Santa. Algo a lo que contribuyó sin duda la forma tan directa en la que tomó parte el clero en la contienda. En Murcia no faltaron los seminaristas que acudieron prestos a tomar las armas para defender su religión y sus templos, cambiando las sotanas por los uniformes de la milicia. A esto hay que sumar los dos Regimientos –de fusileros y de caballería– que lucharon contra los franceses.
El 4 de febrero de 1810 se hacen públicas las normas de la Partida Religiosa denominada “Cruzada Murciana”, compuesta por 60 hombres a caballo, robustos y de una edad comprendida entre 16 y 45 años. Estaría comandada por un “Gefe militar inteligente y un segundo lo mismo” –la normativa no alude a la inteligencia de ningún otro miembro-, y su cometido será “acometer, perseguir, y molestar al enemigo como partida de Guerrilla”, para lo que estarían provistos de pistolas, espada y tercerola –un arma corta de fuego utilizada por la caballería-, o en su defecto escopeta.
La normativa establecía que la disciplina de esta tropa debería ser rígida, pero se le debía conducir hacia ella “más bien por el honor y la vergüenza que por el castigo como a un soldado”.
Los cruzados deberían jurar del siguiente modo: “Juro a Dios y a esta señal de Cruz que me ofrezco voluntario a servir en esta Cruzada Murciana para defender nuestra Santa Religión ultrajada, contribuir al rescate de mi Rey cautivo, y salvar a mi Patria oprimida”.
Murcia, un reino invadido y saqueado
No puede decirse precisamente que el Reino de Murcia constituyera una plaza inexpugnable para los franceses. Cada vez que sus tropas quisieron invadir y saquear una de sus poblaciones, pudieron hacerlo sin grandes dificultades. Incluso en los desplazamientos de tipo táctico, que hubieron de hacer los distintos regimientos galos atravesando nuestra Región para ir de Andalucía a Valencia o viceversa, las tropas francesas podían permitirse el lujo de invadir las poblaciones que les viniese en gana, prácticamente sin desgaste alguno y con total impunidad.
El general Horace Sebastiani, protagonizó el primero de los dos saqueos que sufrió Murcia en el período de la Guerra de la Independencia.
Cartagena fue el único municipio que pudo aguantar el embate francés y hacerles desistir de su ocupación gracias a sus murallas y a una bien pertrechada tropa, que supo defender la plaza con denuedo y decisión cuando fue necesario.
La ciudad se había ido fortificando durante todo el siglo XVIII, de manera que, cuando Napoleón entra en la península, Cartagena era uno de los centros militares más importantes no sólo de España, sino también de los países mediterráneos. Sus defensas, su arsenal naval y los más de 15.000 soldados establecidos allí la convertían en un centro absolutamente estratégico para lograr completar el asedio al que aspiraban someter a la ciudad de Cádiz, que había acogido las primeras Cortes españolas. Afortunadamente, los franceses nunca lograron su control, y Cádiz estuvo abastecida de todo tipo de alimentos y objetos de primera necesidad durante todo el período que duró la contienda.
Así describía la ciudad de Cartagena en 1808, el general Ignacio López Pinto:
Esta plaza era entonces uno de los puntos más importantes de la Península y a la que el Gobierno atendía con justa solicitud. Magnífico y muy frecuentado puerto; emporio principal de todo el comercio que se hacía en toda la parte Oriental de España; Departamento de Marina y Artillería; depósito de innumerables pertrechos de guerra; estribo de donde partían todas nuestras expediciones a África; residencia de una numerosa guarnición de tropas españolas y suizas con dos Cuerpos de Maestranza para el Arsenal naval y el Parque de Artillería de Ejército, que juntos componían sobre 8.000 operarios, Cartagena ofrecía el aspecto de una población grande y animada, donde todo era vida, riqueza y civilización
.
El caso de Murcia es posiblemente el más sangrante, pues, a pesar de estar constituida en ella la Junta Suprema del Reino y residir por tanto en la ciudad la máxima autoridad del mismo, cada vez que los franceses quisieron irrumpir en la ciudad, las autoridades pusieron pies en polvorosa, y también cuantos vecinos pudieron hacerlo. Y los franceses, sin encontrar la más mínima resistencia, pudieron saquear la ciudad a sus anchas.
La primera gran alarma que se produjo en la ciudad, que no se había visto sometida a grandes tensiones en los primeros momentos de la contienda, fue en mayo de 1809.
Murcia ya había comenzado a prepararse para la defensa, instalándose 40 cañones alrededor de la ciudad y cavando trincheras. Sin embargo, cuando en mayo de ese año, las obras se apresuran ante las inquietantes noticias que llegaban del centro del país, el pánico se apoderó de los murcianos, hasta el punto que la propia Junta de Gobierno se ve obligada a salir al paso, aclarando en una nota que [...] “dicho plan de defensa, en vez de inspirar temor, debe producir a todos los murcianos la lisonjera confianza que aún en el más fatal evento serán gloriosamente defendidos”.
La realidad, sin embargo, no podía estar más lejos de tales afirmaciones.
Algo semejante ocurrió en lugares tan estratégicos como la ciudad de Lorca, a la que unos planes de fortificación que pretendían transformarla en un lugar poco menos que inexpugnable, quedaron en nada, y se vio condenada a ser saqueada cuando desearon los franceses.
En abril de 1810, el general Sebastiani, que había tomado Málaga y se acababa de establecer en Granada, empuja a las tropas españolas, al mando del general Blake. Éste se había establecido en Lorca el 21 de febrero de 1810, obligando a la ciudad a correr con su manutención a costa de grandes penalidades. Pocos días después de marcharse el general español, los franceses se aproximan a Lorca, por lo que los escasos efectivos que habían quedado en la ciudad –un centenar de hombres sin vestuario y casi sin armas, se enfrentaron a los franceses el 20 de abril entre Vélez Rubio y el castillo de Xiquena.
El 22 de abril Sebastiani entra en una Lorca despoblada y abandonada a su suerte por las autoridades. En la semana siguiente, las tropas francesas dejan vacía la despensa de la Ciudad del Sol, consumiendo 70.000 raciones de pan, 1259 cabezas de ganado lanar, 2063 de cabrío, 79 de vacuno... Antonio José Mula describe aquellos sucesos con abundantes datos, refiriéndose a un informe que resume muy a las claras la política de desgaste que llevaba a cabo el ejército francés con las poblaciones ocupadas:
[...] V. S. Sabe muy bien las perniciosas máximas que observa el enemigo en orden a pedir raciones, puesta tanto para aparentar fuerzas que no tiene y engañarnos, como APRA destruirnos y aniquilarnos, siempre dicen sus malignos jefes un duplo y aun un triple de los víveres de que necesitan, y así, aunque sólo venían de seis a siete mil hombre de caballería e infantería, para el primer día pidieron y se les entregó doce mil raciones de carne, pan y vino y al siguiente, pidieron hasta treinta mil y ochenta mil de paja y cebada, que sacaban, aunque tenían que tirarla
[...]67
El 24 de abril de 1810, dos días después de entrar en Lorca, el general Sebastiani irrumpe en una ciudad de Murcia exangüe y sin capacidad de defensa, que no pone ninguna resistencia. De lo precario de su estado nos puede dar idea el hecho de que, después de haber tomado decisión el ayuntamiento de trasladar sus documentos a Alicante para una mejor custodia, han de desistir de hacerlo por no existir en toda la ciudad ni un solo carruaje, ya que todos habían sido requisados por las necesidades de la contienda.
Al acabar su campaña en la Región Sebastiani había invadido y arrasado todos los municipios de la comarca del Noroeste: Caravaca, Cehegín y Moratalla. En el reino sólo se salvó Totana, y una Cartagena que, protegida por sus fuertes murallas, podía cantar con orgullo:
“El gallo de Sebastiani
no pisará el Corralón
que en estas fuertes murallas
se romperá el espolón”.
Joaquín de Elgueta, regidor decano y regente de la jurisdicción ordinaria, una de las escasas autoridades aún presentes en la ciudad, salió a recibirlo para obtener la promesa de respetar vidas y haciendas, así como los objetos de culto. Como expone Díez y Lozano, nada de esto cumplió el francés, “ofreciendo a sus subordinados el ejemplo, que imitaron muchos, de la mayor rapacidad y desenfreno”.
[...] empezando por la casa misma en que fue alojado donde, aún hallándose gravemente enfermo el dueño, cometió toda clase de exacciones y atropellos, y siguiendo por la Catedral, que despojó de cuantos fondos poseía con alarde de irreverencia harto escandaloso, y por cuantos establecimientos civiles y religiosos contenían también dinero y alhajas
[...]68.
Ante las exigencias al municipio de un exorbitante botín si querían evitar un saqueo general, Elgueta se vio obligado a acompañarles al frente de una comisión que debía reunir prestamente la cantidad exigida, pero al no alcanzar la recaudación la suma exigida, la noche del 25 al 26 de abril, se convierte, en palabras de José Frutos Baeza, en “una noche de horrores y desmanes” en la que los invasores asaltaron comercios y viviendas, huyendo con un abultado botín.
Una vez libre del enemigo, creció en la ciudad la indignación contra Elgueta, que había actuado, sin embargo, de buena fe. Pero el pueblo vio en él a un afrancesado que había confraternizado con el odiado enemigo y, reunido en una gran multitud, se dirigió al Arenal al grito de “¡Muera Elgueta!”. Allí fue alcanzado y asesinado por la turba, siendo arrastrado por la explanada.
Aún se produjo un segundo intento de invadir Murcia el mismo año 1810. Fue a comienzos de septiembre, pero las tropas francesas fueron derrotadas antes de llegar a la ciudad.
El 2 de septiembre de 1810 los franceses abandonan Lorca, dejándola saqueada y destrozada. Un bando del vicepresidente de la Junta de Observación de Murcia aludía a las muertes y destrozos causados por los franceses: “han destrozado las imágenes y santos de las iglesias: tendieron el Manto de la Virgen de la Soledad, y en él se ensuciaron más de 80 franceses”,
Al acabar su campaña en la Región Sebastiani había invadido y arrasado todos los municipios de la comarca del Noroeste: Caravaca, Cehegín y Moratalla. En el reino sólo se salvó Totana, y una Cartagena que, protegida por sus fuertes murallas, podía cantar con orgullo:
El gallo de Sebastiani
no pisará el Corralón
que en estas fuertes murallas
se romperá el espolón.
El 9 de noviembre de 1810 los franceses invaden Caravaca de la Cruz, saqueando comercios y cometiendo todo tipo de tropelías, incluyendo la muerte de varios lugareños y el saqueo de cuanto pudieron sustraer de valor, robando ganados y la custodia de la mismísima Vera Cruz de Caravaca, que había sido donada tres siglos antes por el primer Marqués de los Vélez. Las pérdidas fueron millonarias.
Tras el saqueo de la ciudad se decide fortificar el castillo, lo que originó que los pueblos de Caravaca, Cehegín, Moratalla, Bullas, Mula y otros tuvieran que contribuir hasta límites insoportables, añadiéndose así más esfuerzos a los ímprobos que ya estaban realizando estos municipios. Caravaca se convierte así en el centro de la defensa de toda la comarca.
1811 se abre con la invasión de Totana (febrero). Y la ciudad de Murcia se libra de una nueva invasión y previsible saqueo sólo por una cuestión aun más dramática: la existencia de una epidemia de fiebre amarilla. La enfermedad es tan virulenta que las tropas francesas no se atreven a entrar.
Castillo Santuario de Caravaca de la Cruz.
El año se cierra con la invasión de Moratalla por parte de un destacamento del ejército francés de Soult. El 17 de diciembre llegan a la población, abandonada por prácticamente todos los vecinos, que huyen aterrorizados a los alrededores. Y el municipio es robado y saqueado.
Al día siguiente los franceses intentan atacar desde aquí a Caravaca, que resiste haciendo fuego desde el castillo.
Murcia es en esta época un siniestro páramo en el que el miedo y la muerte campan en forma de ejército. Cánovas y Cobeño dibuja en su historia de Lorca un panorama sombrío, que bien puede extenderse a todo el reino, en el que se lamenta de unos ejércitos –francés y español– que esquilman el país y traen consigo la desgracia. El historiador González Castaño dibuja así la situación del Reino de Murcia en estos momentos:
Al comienzo del año 1811, la situación era angustiosa en tierras de Murcia, con el ejército francés hostigando sus flancos sur y oeste; el temor a la fiebre amarilla extendido a todos sus habitantes, una palpable falta de alimentos de primera necesidad por doquier y multitud de regimientos españoles acuartelados en puntos concretos o moviéndose por sus caminos, demandando continuas raciones en los pueblos, cuyas gentes eran pesimistas, respecto a la protección que podían otorgarles en caso de que los invasores se empeñaran en hacerse con su control
69.
Algo semejante podría decirse de otros municipios. Jumilla en muy pocas ocasiones se vio libre de que tropas de uno u otro ejército la frecuentasen, con la consiguiente obligación de alojamientos, raciones, bagajes, suministros de toda especie... Pero lo peor era sin duda “tener que soportar los malos tratos de los franceses, entregados al saqueo y al pillaje, manteniendo al vecindario en continuo estado de angustia y sobresalto”70. Esa fue la causa de que fueran muchos los jumillanos que se ocultaron en parajes recónditos de los montes, llevando una vida miserable que los alejara, sin embargo, de estos malos tratos que en no pocas ocasiones desembocaban en la muerte.
La guerra se extiende en el tiempo, y todos los municipios del reino están afectados. Ninguno está a salvo de la amenaza de una invasión y del consiguiente saqueo, como la experiencia les ha demostrado. Por eso en cada ayuntamiento se intenta tomar las decisiones más adecuadas para mitigar en lo posible las bárbaras acciones de la soldadesca enemiga y los desmanes en que la experiencia demuestra que incurren irremisiblemente al penetrar en las poblaciones.
El año 1812 comienza con epidemias de fiebre amarilla y la consiguiente debilitación de la población para hacer frente al peligro de un nuevo enemigo situado a las puertas. El Regidor de la ciudad de Murcia, Manuel Gómez, explica al ayuntamiento en una reunión lo peligroso que sería en una situación como aquella, con los depósitos y las arcas vacías, que entrase el enemigo en ella, pues no se podrían satisfacer sus exigencias, con el consiguiente riesgo para la población. “[...] hay que ver la necesidad de procurar medios para en el caso de invasión del enemigo tener de donde darles, y no esperar los horrores del saqueo”.
En dicha reunión, y ante la amenaza de una inminente invasión, se acuerda que los vecinos que tuviesen posibilidad puedan emigrar algunos días. Eso sí: con la precaución de haber dejado las llaves de su casa a una persona de su confianza “para que el gobierno las pueda franquear cuando estime conveniente.
1812 trae consigo la segunda oleada de saqueos de municipios del Reino de Murcia. Y lo hace de la mano de Nicole Jean de Dieu Soult, mariscal de Napoleón y uno de sus jefes más destacados, general en jefe del ejército de Andalucía, a cuyas órdenes había estado Sebastiani, el otro general invasor del Reino. Soult sería conocido posteriormente como uno de los mayores depredadores de obras artísticas –la más célebre Inmaculada de Murillo es también conocida como Inmaculada de Soult, pues fue robada por él, al igual que otros muchos cuadros y no volvió al museo del Prado hasta casi un siglo y medio después–71.
“Así sucedió”, grabado de Goya que ilustra muy a las claras cómo fue el saqueo francés de obras de arte. Tras un fraile malherido intentando evitar el robo, se ve a un grupo de soldados franceses cargados de cruces, candelabros y diversos objetos sagrados mientras con una cruel sonrisa observan desangrarse al fraile.
La mayoría de aquellos objetos se perdieron para siempre. El general Soult, el mayor depredador del ejército francés de obras de arte, invadió Murcia y su reino. Muchas obras artísticas fueron destruidas o se perdieron para siempre. Fundación Federico Joly.
El 15 de enero entran los franceses en Jumilla, a la que imponen un duro castigo por haberles presentado resistencia: una multa de 400.000 reales. Al parecer la cantidad se quedó en los 112.000 que lograron reunir apresuradamente los vecinos, pero dos días más tarde se presentaron nuevamente, obligándoles a pagarles 4.000 reales por hora en tanto no entregasen la cantidad originariamente requerida.
El mariscal Nicole Jean de Dieu Soult invadió la ciudad de Murcia el 25 de enero de 1812. Antes había invadido y saqueado Lorca y otras poblaciones de la Región.
Lorenzo Guardiola realiza un memorando de los impuestos que se ve obligada a pagar Jumilla desde el comienzo de la contienda, tanto para socorrer a los españoles como para satisfacer las exigencias francesas. Entre estas últimas, además de la ya referida, figura la cantidad de 7.780 reales, tres fanegas de trigo y diversos jamones y gallinas que se les entregó el 5 de mayo de 1812.
Soult ya había dado cumplidas muestras de su crueldad anteriormente, cuando el 9 de mayo de 1808 publicó un bando amenazando con tratar como bandidos a todos los ejércitos que no estuvieran a la orden de José I.
El 16 de enero de 1812 los franceses toman Lorca, incendiando haciendas y asesinando a moradores en Cabezo de la Jara para vengar una escaramuza que les había costado varias víctimas.
Soult marcha a continuación sobre Cartagena. El mariscal sabe de la dificultad de esta ciudad, pero se trata de plaza necesaria a los franceses para impedir que se aprovisionara desde aquí a los ejércitos de Valencia. Tras efectuar una maniobra encaminada a confundir a los españoles y hacerles pensar que se dirige a Albacete, Soult se encamina hacia Cartagena, que lo recibe a cañonazos. Esta primera señal es suficiente para hacerle desistir y dirigir su codicia hacia otra presa más fácil y desprotegida: Murcia.
Cuando el 25 de enero de 1812 llega el ejército de Soult a la capital del reino, Villacampa acababa de marcharse, dejando nuevamente inerme e indefensa a la ciudad. “No dejó ni una bala, ni un solo cartucho, y el pueblo tuvo que renunciar a todo género de defensa”, afirma Frutos Baeza. Ante tal desprotección, los vecinos huyen aterrados. Estas son las palabras con las que el Corregidor Antonio Fernández Cerrato se lamenta por aquellos hechos:
Sin tropas, sin municiones, sin víveres, sin caudales [...] Y así desnuda no le quedaba otro consuelo que el de sus Padres en los casos de cualquiera invasión.
[...] Presentáronse los enemigos hasta en numero de cien caballos, e introduciéndose un jefe en estas Casas Consistoriales como a las tres de la tarde del 25; solamente encontró en ellas a los dependientes de sus oficinas y al alguacil mayor y teniente del Juzgado, quienes, hablando con aquél, le ofrecieron mi pronta venida, que verifiqué en ligeros momentos. En el primero de nuestra vista, intimó cuantas órdenes quiso con el orgullo y terror que son propios de esta nación cuando se ve dominante: contribución de un millón y doscientos mil reales, cuatrocientas varas de paño, tres mil raciones, alojamientos, paja, cebada, carne, vino, legumbres... Y todo en un término tan limitado de horas que, habiendo yo solo de repartir mi atención en tantos y tan distintos ramos, no había tiempo ni aún para hablarlo, mucho menos para ejecutarlos. [...] Mis solas fuerzas no alcanzaron a lo que tanto deseaba, por cuya razón, al siguiente día 26 volvieron a presentarse los enemigos hasta en número de seiscientos caballos, cuyos jefes estrechando el total de sus contribuciones, amenazaban por instantes con altanería y rabia. Ni mis ruegos ni los del cavildo (sic) eclesiástico alcanzaron a impedir sus excesos a pesar de la pintura enérgica que se les hizo de la deplorable situación en que había quedado el pueblo por los estragos del contagio, suministros de nuestras Tropas que lo tenían desolado, y otras consideraciones del caso.
[...] Hasta aquí observo quieto y tranquilo el Pueblo, abusando los enemigos de su mansedumbre[...] se ha visto la ciudad en peligro de una insurrección de la Plebe, que apenas he podido impedir con mis providencias, y medios pacíficos, habiendo sido uno de ellos la ronda con mi presencia por todas sus calles.
El general Soult estaba cenando en el palacio episcopal cuando recibió la noticia de la incursión del General La Carrera. Las crónicas aseguran que su nerviosismo fue tal que cayó rodando por las escalinatas del edificio cuando se dirigía hacia su montura.
Poco después, una facción del ejército francés invade y saquea Jumilla y Yecla, que vivieron también aciagas jornadas de violencia y robo.
La batalla de los Arapiles, al sur de la ciudad de Salamanca, el 22 de julio de 1812, marca un antes y un después en la guerra contra los franceses. El imponente ataque comandado por Lord Wellington, sabedor de las necesidades urgentes de tropa de Napoleón, que estaba retirando parte de su ejército para apoyar en su campaña de Rusia, es el punto de inflexión en la relación de fuerzas en España. La contundente derrota sufrida por los franceses es el claro indicio de que están perdiendo la guerra.
Comienza a partir de entonces la retirada de su ejército, pero esta circunstancia no hará más que agravar la situación de los habitantes de nuestra región. En su marcha, el ejército francés, desmoralizado y herido en su orgullo, aún protagonizará violentos episodios en el Reino, invadiendo y saqueando cuantas ciudades encontraban a su paso. Y la Región estaba, desgraciadamente, en el paso de las tropas que abandonaban Andalucía con rumbo a Levante, donde se iban a agrupar con el resto de los ejércitos franceses presentes en la península.
Una procesión de destrucción y muerte, sin duda: “A su paso, los habitantes de los pueblos se refugiaban en montes, cuevas y campos alejados de las ciudades, mientras en éstas realizaban escondrijos en los sitios más insospechados para ocultar cuantos objetos de valor no podían transportar”72. Propósito baldío en numerosas ocasiones, pues las ansias de rapiña eran crecientes en un ejército desarbolado, en el que sus jefes tenían a menudo un afán de riqueza y una codicia desmesurada, y la tropa había comprobado lo la brutalidad de sus acciones.
Procedentes de Andalucía, las tropas de Soult, en retirada, pasan cinco días (del 26 al 30 de septiembre de 1812) en Caravaca, que está a punto de ser bombardeada, pero hay prisas por conseguir reunirse con el resto del ejército francés.
Durante la semana siguiente, el todavía impresionante ejército del mariscal discurre por la comarca del noroeste murciano camino de Valencia. Aun herido de muerte el monstruo, sus tropas son tan numerosas, que, casi sin esfuerzo roban, incendian y destruyen parte de Cehegín y Calasparra:
Vajó (sic) el Ejército de los enemigos franceses que estuvo en Andalucía, de cincuenta mil hombres, y estuvo pasando por este pueblo desde el día 27 de septiembre hasta el primero de Octubre, dejándolo todo destruido y arruinado, en cuio tiempo y por más de doze o trece días estuvo toda la gente huyendo por los montes, los más sin provisiones para comer, porque las que llevaron a prevención, los mismos franceses, que ivan (sic) robando y matando por las sierras, las robaban también para comer
73.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis en la Región de Murcia
El sexenio que va de 1808 a 1814 conllevó para la Región de Murcia, al igual que para el resto de España, una estela de destrucción y muerte en la que se acentuaron desastres naturales recidivantes en nuestras tierras, como la enfermedad y unas malas cosechas a causa de la despoblación de las tierras de cultivo. Todo ello se tradujo en un período de hambre como no se había conocido.
El aprovisionamiento de unos regimientos desmoralizados, la peste, la fiebre amarilla, el hambre, la desolación, el abandono y la ruina son algunas de las señas características de estos años, en recapitulación de Fernando Jiménez de Gregorio74. A ello habría que unir unos caminos destruidos, unos mercados cerrados y unos campos abandonados, con lo que la devastación es completa.
La guerra
La guerra incorporó a sus muchos inconvenientes la necesidad de abastecer a los ejércitos –tanto propios como enemigos, pues la instalación de sus tropas conllevaba para las poblaciones cercanas la obligación de mantener a sus hombres y monturas–. La necesidad de atender la maquinaria bélica obligó a aumentar los impuestos en una población depauperada y exprimida en sus bienes hasta límites insoportables.
La guerra es lo que está, obviamente, en el centro de estas calamidades, y la que generará un círculo vicioso de destrucción y muerte que durará hasta años después de lograda la paz y de que las tropas enemigas hayan abandonado el país. Las necesidades de atender a una contienda persistente y dura en extremo, que se extiende de sur a norte del país y de este a oeste, generan una sangría de hombres en todos los municipios de la Región que deja ésta despoblada y exánime.
Conforme vaya avanzando el conflicto y mermando el contingente de nuestras tropas por las bajas en los distintos frentes, o generándose nuevas necesidades de defensa por un peligro que va in crescendo a medida que aumentan las tropas francesas, los alistamientos forzosos se van multiplicando, y la edad y el tamaño de los que están obligados a contribuir con su ayuda a la guerra, van alcanzando a más amplias capas de la población, hasta el punto de no librarse de ella más que los niños –hasta los adolescentes llegan a verse obligados a acudir a la llamada de las autoridades– y los más ancianos.
Pliego de cordel contra los franceses editado en Murcia en 1809. Colección de Juan González Castaño.
Desde el inicio de la contienda se multiplican los registros para localizar, controlar y requisar los ganados, sobre todo caballos y mulas, con el fin de utilizarlos para el transporte de tropas, así como ganado vacuno, de cerda y lanar para la manutención del ejército y de la población en general. Las requisitorias para controlar todo el ganado van acompañadas de penas contra quienes ocultasen o se negasen a tal servicio, puesto que “sobre no causarle perjuicio alguno, porque se le paga su legítimo valor, se entorpecería el más importante del Rey y libertad de la Patria”, dicta en una reunión el pleno del Ayuntamiento de Murcia en octubre de 1808.
El hambre
La ausencia de brazos en el campo y el miedo a las incursiones de los ejércitos. Así como la falta de animales, decomisados con destino a nuestros ejércitos, había dejado despoblados y sin cultivar los campos.
Los años centrales del conflicto, de 1810 a 1812, fueron calamitosos económicamente. A pesar de las constantes requisitorias para que los vecinos del Reino se pusiesen al día en los pagos de la contribución especial de guerra, éstos ponían todo tipo de trabas. El dinero no llegaba a las autoridades, y nuestros ejércitos carecían de lo más indispensable, incluida la ración diaria de comida.
Probablemente, al empobrecimiento real ante la desesperada situación que se vivía en todos los lugares, se sumaba el hecho de que los posibles contribuyentes se veían desilusionados por la indefensión en la que se habían encontrado en los momentos de auténtico peligro, ya que, cada vez que se habían aproximado los franceses a nuestras poblaciones, los vecinos habían sido abandonados a su suerte por las tropas españolas.
En la primavera de 1812, la situación del ejército es tan angustiosa en Cartagena que su Gobernador Militar se ve obligado a retirar varios de los batallones allí acuartelados para “para evitar las funestas consecuencias que podrían sobrevenir si llegase el día en que no haya qué darles que comer”. De este modo, el Batallón de Desmontados de Caballería y Dragones pasa a alojarse en Beniel y el de Infantería de Almería al lugar de don Juan –hoy El Palmar.
A esta situación de penuria intenta ponerle remedio, con escaso éxito, la Junta Superior Murciana, que llega a ordenar la creación de almacenes para distribuirlos entre los más necesitados de la población e trata de arbitrar medidas para procurar suministros a las tropas que se instalan cerca de las poblaciones.
Canovas y Cobeño narra de forma gráfica aquella situación: “[...] los unos y los otros –los ejércitos francés y español– viviendo a costa del país al que unos y otros habían traído el hambre y la peste, compañeras inseparables de la guerra: abandonado el cultivo de los campos por falta de brazos y por la inseguridad que reinaba, sus escasas producciones no bastaban para alimentar a la población y menos para proveer dos ejércitos que sucesivamente la invadían”75.
La enfermedad y la muerte
Asumiendo su situación de vértice del país, y alejada por tanto de los conflictos más feroces, la Región de Murcia establece una cadena de hospitales para intentar abastecer las previsibles necesidades de los ejércitos españoles durante la guerra. Hasta 5.000 plazas de hospitales son habilitadas en algunos de los lugares estratégicos: Hellín, Tobarra, Chinchilla y Yecla.
Pero la enfermedad más temida durante el tiempo que duró la Guerra de la Independencia no tenía cura. Y causaría enormes estragos, diezmando poblaciones y sumiendo en el miedo todos los municipios del Reino de Murcia, que sintieron acercarse sus invisibles garras en varias ocasiones, tal y como había de pasar también en Cádiz, donde la fiebre amarilla llegaría a cebarse hasta con los mismísimos diputados.
El ejército francés ya sabía de su letal efecto, pues en 1802 había acabado con la mitad de sus tropas en Haití. En Murcia, algunas de sus poblaciones escaparon de los terribles saqueos franceses por estar sus calles asediadas con esta plaga, no menos terrible.
Esta enfermedad, llamada también vómito negro, era acompañada por dolores de cabeza, náuseas, vómitos, fiebre y hemorragias Y cuando aparecía, las autoridades sanitarias se limitaban a intentar detener su propagación. “Los enfermos se colocaban en los miradores o ventanas de las casas, para que, tras los cristales, tomaran el sol, ya que éste era uno de los remedios más recomendados. De esta manera, si no mejoraban, estaban, por lo menos, entretenidos y se evitaba en parte que un ambiente depresivo de soledad de apoderase de ellos”, indica Ramón Solís siguiendo al doctor Bartolomé Mellado, que se enfrentó a la temible enfermedad en una Cádiz asediada76.
En 1810 llega al Reino de Murcia una nueva epidemia de fiebre amarilla. Ya antes se había padecido esta enfermedad, pero ahora la situación es incluso peor, por lo complicado que resulta aislar una región en estado de guerra por la que transitan tropas de manera incontrolada que transmiten la enfermedad. Cartagena, con centenares de bajas, es la ciudad más afectada. Pero lo peor está por venir: al año siguiente, en 1811, los estragos son aun mayores. El historiador González Castaño resume gráficamente la situación: “La epidemia adquiere tintes apocalípticos, en Lorca perecen más de 2.000 personas, en Murcia unas 9.000 y en torno a 600 en Mula”77.
Al igual que se había hecho en Cádiz, donde se intenta ocultar las epidemias de fiebre amarilla de 1810 y 1813, también las autoridades murcianas procuran encubrirlo, insistiendo una y otra vez en sus comunicados oficiales que Murcia está libre de la plaga. Una afirmación que era, no obstante desmentida por una realidad en la que la cifra de víctimas se elevaba constantemente.
Los ciudadanos intentan huir de los principales focos de población, donde se producen los mayores brotes. Los habitantes de Murcia, –uno de los peores focos de infección– con posibilidad de trasladarse a otras residencias, abandonan la ciudad, y ésta queda, una vez más, falta de autoridades –algo que se convierte en tónica durante este período ante cualquier peligro–. Éstas intentan justificar su cobarde actitud inventando vanas justificaciones en las que se amparaban en otras epidemias históricas sufridas por Murcia. Incluso la Junta Superior de Defensa, se traslada, estableciendo su sede en Jumilla.
Los desgraciados vecinos de los principales focos de la capital –en los alrededores de la calle Madre de Dios, el contraste y Bodegones– vieron como el acceso a sus calles era tabicado para impedir el contagio al resto de la ciudad. “Y cuentan las crónicas, que cuando volvieron a Murcia los vecinos que de ella huyeron por miedo al contagio, el piso de las calles estaba cubierto de hierbas”78.
Son tantas las muertes producidas por la fiebre amarilla que la Junta Central emite orden para que se establezcan cementerios en todo el reino fuera de las poblaciones, en sitios ventilados y apropiados.
Las epidemias de fiebre amarilla vinieron a poner de manifiesto, una vez más, las injustas diferencias entre las clases pudientes y las populares. Ni siquiera la mortal enfermedad equiparaba ambos estratos, y los muertos solían ser “los más de la ínfima clase del pueblo, o bien de emigrados pobres y sin recursos”, exponía Bartolomé Colomar. Algo normal, pues [...] “los ciudadanos pudientes se aplicaban la vieja máxima de huir rápido, a sitio lejano y regresar tarde”79.
En 1811 una violenta epidemia de fiebre amarilla sacude Cartagena y sus regidores desaparecen de la escena. El 14 de agosto la asistencia a la sesión correspondiente es prácticamente nula. Así se queja el portero José Reguero de los resultados de sus citaciones:
[...] Certifico haver citado a todos los caballeros regidores, diputados y síndicos, tanto en esta ciudad como en el campo de su jurisdicción, y resulta que don Cirro Garía a [sic] expresado no puede concurrir por encontrarse comisionado como comisario de sanidad en el cordón de incomunicación; don Lino García Campero por preferir su vida y no querer entrar en esta ciudad, don Nicolás Lambertos por encontrarse convaleciente de un dolor lateral, don Vicente Rato por estar con el acostumbrado accidente del estomago que padece y don Francisco Rocafull por haverse salido antes de declararse la epidemia al campo buscando el alivio de sus males, tan continuos como notorios, por cuya razón hacía dos años perdía voluntariamente el estipendio de las suertes de regidor...
80.
El regidor que estaba “mal de la cabeza”
A mediados de 1812 se produce en Murcia otra epidemia de fiebre amarilla. El ayuntamiento se traslada a la Flota para alejarse de los focos de contagio, pero, pese a ello, los regidores se niegan a presentarse a pesar de las requisitorias que se les envía. Para ello, alegan oscuras y peregrinas razones, cuando no cómicas, de tan estrafalarias.
Así el regidor José Ramos, refugiado en Corvera, achaca su ausencia a la rotura de una muela, que el facultativo tiene “la desgracia de romperla y yo la de quedar más mortificado, e inútil para toda clase de trabajo”, por lo que advierte “espero no se extrañe V. S. que no me presente en el lugar señalado con la prontitud que se me previene y yo quisiera”. Algo similar alega José Sanz Cañas, de Puente Tocinos, que contesta el oficio del presidente asegurando que se presentará en la reunión a la que se le convoca “luego que se mejore mi salud, pues al presente me hallo perdido, principalmente de la cabeza, por cuyo motivo no puedo hacerlo con la presteza que deseo”.
La lucha en las imprentas: los bandos y proclamas
La única manera de ganar una contienda contra un enemigo más poderoso es mantener alto y cohesionado el espíritu del pueblo. Las proclamas y bandos que se editaron con profusión en los años de la Guerra de la Independencia intentaron poner de manifiesto los ideales de una Nación levantada en armas contra los invasores al tiempo que se intentaba ridiculizar a estos.
El mismísimo 2 de Mayo de 1808, el célebre bando del alcalde de Móstoles, o bando de la Independencia, como se le ha conocido también, intentaba poner de relieve una situación alarmante y arengar al pueblo contra las fuerzas invasoras:
Es notorio que los franceses apostados en las cercanías de Madrid, y dentro de la Corte, han tomado la ofensa sobre este pueblo capital y las tropas españolas; por manera que en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre. Somos españoles y es necesario que muramos por el rey y por la patria, armándonos contra unos pérfidos que, so color de amistad y alianza, nos quieren imponer un pesado yugo, después de haberse apoderado de la augusta persona del rey
.
Pliego de cordel editado en Murcia en 1809. Colección de Juan González Castaño.
Bando del 5 de octubre de 1810 animando a los murcianos a publicar un periódico que saque a Murcia “del silencio en que se haya, reanime el espíritu de sus habitantes, haga valer sus sacrificios y comunique el fuego de que se halla poseído a las otras provincias”. Colección Juan González Castaño.
Aquel fue el primero. Durante los seis años siguientes, el tiempo que dura la Guerra de la Independencia, los bandos, expuestos en los lugares más visibles de cada municipio: plazas, ayuntamientos, iglesias..., o recitados en alta voz por los pregoneros, se encargaron de enardecer al pueblo contra el invasor e informar de las distintas disposiciones que se iban adoptando por parte de las distintas juntas.
En Murcia se publica el primer bando el 2 de junio de 1808, ocho días después de constituirse la Junta murciana y un mes después de aquel primer bando del alcalde de Móstoles. Desde ese momento, las imprentas se convierten en un factor decisivo en el conflicto.81
Esta importancia es la que impulsa a la misma Junta Superior de Murcia a instar a los murcianos a publicar un periódico en Murcia, huérfana de ellos en esos momentos, para que la saque del silencio en que se halla y reanime el espíritu de sus habitantes:
En un tiempo en que necesitamos más que nunca ilustrar a el pueblo, y formar su opinión, para que la dirija a los objetos de su verdadero interés, ha creído la Junta superior de gobierno será conveniente a el Reyno de Murcia la publicación de un periódico que la saque del silencio en que se halla, reanime el espíritu de sus habitantes, haga valer sus sacrificios, y comunique el fuego de que se halla poseído a las otras provincias; pero como tal empresa deba confiarse a quien reúna luces, tino y virtudes para su desempeño, convida a los patriotas ilustrados, que sean capaz de hacer este servicio a la buena causa
82.
En 1809, la Junta de Murcia afirmaba que había puesto los mayores [...] “cuidados y desvelos para no permitir la imprenta sino a los escritos que puedan entusiasmar a la Nación en contra de los pérfidos enemigos; y afirmar mas y mas en los pueblos el amor a nuestro Augusto Soberano” [...]
Un bando de la Junta Superior de Murcia, fechado el 2 de marzo, de 1810, intenta espolear los vapuleados ánimos de sus convecinos de esta manera:
Es constante que los Franceses al acabar el siglo 18 han contraído una especie de epidemia, que se llama furor, rabia y desesperación, que está conocida por los médicos políticos de la Europa, y saben que llegó a propagarse en el momento en que establecieron por principio de su seguridad: guerra, guerra contra todas las naciones; y es preciso que para precaverse del contagio, clamen todas: guerra, guerra, guerra contra los Franceses; porque su política no es más que un embolismo apoyado de la traición, que anda confiada en que esta le ha de abrir todas las puertas; y las de Murcia le estarán siempre cerradas
83.
La Constitución de 1812 en el Reino de Murcia
Un decreto elaborado por las Cortes y firmado por la Regencia del Reyno el 2 de Mayo de 1812, especificaba, en nombre del Rey Fernando VII, la manera en que debía publicarse la nueva Constitución “En todos los pueblos de la monarquía”. Argumentando que se pretendía con ello dar “toda la solemnidad que tan digno e importante objeto requiere”.
El decreto incluía seis puntos que habían de cumplirse en toda la geografía española para publicar y jurar la Constitución:
“Al recibirse la Constitución en los pueblos del Reyno, el gefe o Juez de cada uno de acuerdo con el Ayuntamiento, señalará un día para hacer la publicación solemne de la Constitución en el parage o parages más públicos y convenientes, y con el decoro correspondiente, y que las circunstancias de cada pueblo permitan, leyéndose en alta voz toda la Constitución, y en seguida el mandamiento de la Regencia del Reyno para su observancia. En este día habrá repique de campanas, iluminación y salvas de artillería, donde se pudiere”.
Se especificaba que en el primer día festivo inmediato se reunirían los vecinos en su respectiva parroquia, celebrándose una solemne misa en acción de gracias –la sempiterna religión, presente siempre en esta época-. Concluida la misa, cada vecino debería prestar juramento, tras lo cual sería cantado un Te Deum. Algo que se haría, igualmente, “En todas las Catedrales, Colegiatas, Universidades y Comunidades religiosas”. También se haría lo propio “En los exércitos y Armadas”.
Al día siguiente de ser publicada la Constitución se haría “una visita general de cárceles por los Tribunales respectivos, y serán puestos en libertad todos los presos que lo estén por delitos que no merezcan pena corporal”.
La promulgación de la Constitución, en marzo de 1812, coincide con un vuelco a favor del bando hispano-británico en la guerra. Las tropas francesas inician pronto una paulatina retirada que las llevará, en un lento, cansino e interminable peregrinar, fuera de nuestras fronteras.
España entera ha sufrido los efectos de una contienda inacabable y cruel de enormes proporciones, a la que se ha unido un largo período de carencias, escasez de alimentos y epidemias que han dejado a la población diezmada y exhausta.
En esas condiciones llega el decreto de publicación de la Constitución al Reino de Murcia, cuya Junta Superior distribuye entre todos los ayuntamientos. Y todos se aprestan a celebrarlo con la solemnidad a la que se les insta. Pero en esa región exhausta y empobrecida, huérfana de tantos hombres que marcharon a combatir al ejército invasor en otras latitudes, las prisas no parecen ser protagonistas de la acción de gobierno.
Cartagena, como antes había sido también precursora –si exceptuamos la insólita excepción de Aledo– en el enfrentamiento a los franceses y el apoyo a Fernando VII, también es la primera en dar la bienvenida a la Constitución. El 13 de julio, casi cuatro meses después de su promulgación en Cádiz, y un mes y medio después del decreto de la Regencia, la Constitución es proclamada por el cabildo de aquella ciudad. Pero la Carta Magna ya se conocía en esta ciudad desde mucho antes. Desde el 25 de marzo concretamente, fecha en la que ya se vendían ejemplares impresos en la ciudad.
La recepción de la notificación de proclamación de la Constitución llega al Ayuntamiento de Murcia en plena canícula “gran parte de los regidores estaban fuera de la ciudad por el calor excesivo de aquella época, se acordó avisar a todos por medio de veredas o propios84” para tomar las decisiones oportunas en cuanto a su proclamación y elaborar un programa que diera cumplimiento al requisito de solemnidad que se aludía en el decreto y el correspondiente presupuesto.
El último antecedente de un acto público de proclamación se remontaba mucho tiempo atrás: concretamente a 1789, con la proclamación de Carlos IV. En aquella ocasión los fastos por tal evento habían ascendido a 200.000 reales en el ayuntamiento capitalino. Pero en esta ocasión el consistorio no debía estar para derroches, y decidió aportar una suma muy inferior: 20.000 reales.
Se aprueba que los actos tengan lugar el 22 de julio, comenzando a las cinco de la tarde, en una comitiva que se iniciaría por la Plaza de Santa María (Catedral), para desfilar desde el ayuntamiento a la plaza del Palacio Episcopal, la plaza de Santo Domingo, Trapería, Platería, Plaza de Santa Catalina, lencería, San Pedro, Plaza de San Pedro, Frenería y calle Arenal. El ayuntamiento insta a todos los vecinos a que mantengan sus calles con el mayor aseo, así como sus casas y todo el trayecto por donde haya de pasar el desfile, previniendo, asimismo, “se tenga el mayor silencio y quietud, con objeto de que todo sea alegría, paz y buena armonía”.
La proclamación de la Constitución en Murcia fue bastante similar a la que se había hecho en Cádiz cuatro meses antes, si bien la enorme tormenta que acompañó al acto en aquella ocasión, aquí se trocó en el calor abrasador del que es tradicionalmente uno de los días más sofocantes del año en la capital del Segura.
En la plaza de Santo Domingo y en la del Arenal se habilitaron sendos tablados donde se colocó el retrato de Fernando VII bajo un dosel85.
Junto a otros mandos del ejército, presidía la comitiva el Comandante general a caballo, que traía colgada al cuello la Constitución política “forrada de terciopelo morado y colocadas en su reverso las armas de la ciudad”.
Precediendo a estos, los veedores de los gremios, alguaciles ordinarios del juzgado, alguacil mayor, clarineros, porteros, caballeros emisarios y demás autoridades, hasta llegar a la citada corporación principal, tras del cual se situaban dos grupos de cadetes de infantería, un batallón del regimiento de la corona, un escuadrón de caballería de las Milicias Patrióticas y, cerrando la marcha, un destacamento de artillería a caballo.
Una vez en Santo Domingo, y bajo el retrato del Rey, se leyó la Constitución, gritándose posteriormente “¡Viva la Nación Española representada por las Cortes Generales y Extraordinarias. Viva la Constitución y viva nuestro católico monarca el señor don Fernando VII!”, ante lo que las crónicas describen las mayores demostraciones de júbilo por parte de la población. A continuación el desfile se dirigió a la plaza del Arenal, donde se repitió la lectura, acabando los actos con un refresco.
Tres días más tarde, el 25 de julio de 1812, festividad de Santiago Apóstol, después de celebrar la función del santo, se efectuó el juramento de todos los murcianos en sus respectivas parroquias.
Al día siguiente, 26 de julio, se juraba con toda solemnidad la Constitución en la iglesia parroquial del ayuntamiento de la villa de Ceutí, tras haber sido publicada dos días antes.
En la localidad de Caravaca, aún deberían esperar dos semanas más. No sería hasta el 7 de agosto cuando fue publicada la Constitución en aquella localidad. Gregorio Sánchez Romero, refiere la opinión vertida sobre los actos protagonizados en Murcia por el conde de Clavijo, que califica de extremadamente pobres en una carta, felicitándose más tarde por la solemnidad alcanzada por la ceremonia en Caravaca86.
[...] antes de anteayer se publicó solemnemente la Constitución, cuya función fue bastante ridícula; ayer la juraron las autoridades y hoy el Pueblo, cada uno en su Parroquia, pero ha ahuido poquísimo concurso en esta ceremonia” [...]
Días después expresaba. [...] “me doy la enhorabuena de que el Pueblo de Caravaca haya savido solemnizar la función de la Publicación de la Constitución, con mucho más gusto y explendor que la Capital de la Provincia, cuya función parecía más bien un entierro y hasta Fernando Séptimo parecía estar en el Cadalso[...]
Casi un año y medio después, el 29 de diciembre de 1813, el Gobierno Político Superior de la Provincia de Murcia hacía pública una orden de la Regencia del Reino en la que se especificaba que la fecha del 19 de marzo, aniversario de la Constitución, “es el recuerdo más digno del aprecio y consideración de los buenos y leales Españoles, por haber recibido en aquel día el Código sagrado de su libertad y de sus derechos”. Por tal razón, “para fixar más y más la memoria de tan fausto día...”, se vestirán de gala todos los municipios
españoles, “habrá besamanos e iluminación general, se cantará un solemne Te Deum en todas las iglesias; y se harán salvas de artillería en todos los Exércitos y plazas de la Monarquía”.
Era un deseo vano, la siguiente celebración coincidiría con el regreso del Rey Fernando, el principal enemigo que tuvo nunca aquella Carta Magna. Y la Constitución dejó de existir.
Pero antes, en el breve paréntesis que va desde su promulgación hasta su abolición, los que habían soñado con una España más abierta, solidaria y democrática, en la que los ciudadanos pudieran votar para elegir libremente sus destinos, aún pudieron atisbar unos indicios de libertad con la Constitución de nuestros primeros ayuntamientos democráticos.
En Murcia, el primer ayuntamiento constitucional se formaba el 2 de septiembre, dos días después de haberse efectuado en el municipio las votaciones.
¡Bienvenido Mr. Marshall en 1814!
En marzo de 1814, cuando el regreso de Fernando VII era un hecho inminente que todos daban por seguro, el Gobierno Superior Político de la Provincia de Murcia avisaba a todos los ayuntamientos para que estuviesen prestos con el fin de facilitar “toda la obstentación, aparato y comodidad posibles” que se debían a su persona. Las autoridades provinciales se trasladan a Almansa, donde se espera pase la real comitiva en su viaje desde Valencia a Madrid.
El 24 de marzo, había llegado Fernando a Gerona, las autoridades continúan pacientes con su espera y siguen ultimando los preparativos, instándose al ayuntamiento de Almansa a tener preparados permanentemente dos caballos para comunicar noticias “si hubiese menester”.
El 17 de abril de 1814, recién llegado Fernando a Valencia, las autoridades murcianas desplazadas a Almansa, en un arrebato monárquico digno de mejor dignatario, emiten la orden de disponer en Almansa cuantos músicos de cuerda y aire puedan reunir “para tocar cualquier concierto de repente”, en una suerte de previsión de cualquier ataque de horror silentium por parte del Rey. Jumilla había enviado tres músicos, cuyas dietas corrían a cargo del ayuntamiento, por lo que, al cabo de los días, y sin más noticias del monarca, regresaron a su pueblo.
Pero el “Deseado” no tiene prisa, en un viaje que le ha servido para ir acumulando adhesiones a su persona, que le hacían confiar más y más en el camino que se había marcado desde el principio: abolir una Constitución que ponía cortapisas a un poder que estaba determinado a ejercer, como había hecho su padre, con carácter absoluto.
En Valencia recibe con agrado el Manifiesto de los Persas, instándole a hacerse con el poder sin plegarse a una Constitución que lo coartaba. Cuando el 23 de abril le llega la noticia de la caída de Napoleón en Francia y de la reinstauración de los borbones, no hay ya lugar para la duda.
Aún habrían de volver los músicos jumillanos días más tarde, cuando se recibía un aviso en el ayuntamiento de esa ciudad, fechado el 2 de Mayo de 1814, que alertaba sobre la partida de Fernando desde Valencia en dirección a Madrid, por lo que se instaba a que el ayuntamiento tomara las medidas oportunas para enviarlos nuevamente a la localidad de Almansa.
Se preveía que el cinco de mayo desfilara por Almansa. Lo hizo al día siguiente, 6 de mayo, durmiendo en dicha ciudad, camino de Albacete, donde entró el 8 de mayo a las 6 de la tarde entre vítores. Los músicos habilitados al efecto pudieron por fin obsequiar los oídos borbónicos con las piezas que habían preparado para la ocasión. No obstante, ignoramos si fueron estas piezas más de su agrado o la abundante fruta con que invariablemente era obsequiado a su paso –“S. M. gusta mucho de frutas, y especial de melones, y también que debe haber nieve en abundancia”, decía una requisitoria del ayuntamiento de Chinchilla-
De lo que sí se ocupó el ingrato monarca es de suprimir, un día antes de que estuviera a punto de producirse su añorado paso por Almansa, la Constitución de 1812. Ambos casos no pasaron de ser un sueño soñado alguna vez por nuestros paisanos, algo que pasó “como si nunca hubiese existido”, tal y como remarcaba la Real orden con la que acababa con aquella Carta Magna que había nacido en medio de una guerra que había llevado a los españoles a luchar y dar sus vidas en un intento por hacer regresar del exilio a un Rey Deseado.
El final de la Constitución
Con Fernando VII en España, y los absolutistas nuevamente instalados en el poder, se vuelve a la más rancia y reaccionaria política, se restablece la Inquisición, se pide la vuelta a las regidurías perpetuas y se aboga por la desaparición –como antes se había pedido en las Cortes de Cádiz– de las representaciones teatrales.
Poco se corresponde tan negro panorama con el entusiasta bando hecho público por el Gobierno Superior Político de la Provincia de Murcia dando cuenta a todos los habitantes de la misma que “El Señor Don Fernando Séptimo Rey de las Españas, nuestro amado monarca está próximo a entrar en el territorio español por la parte de Cataluña, lo que se comunica “a los habitantes de esta ciudad y de su provincia para excitar en sus leales corazones el júbilo y respeto que son propios de su acendrado amor a rey tan deseado”.
La noticia llegaba a Cartagena la noche del 1 de abril de 1814, impulsando al pueblo a algaradas de alegría. Al sonido de las campanas de las iglesias se sumaron los centenares de campanillas que agitaban las mujeres de la ciudad desde sus balcones, y a estos los gritos de “¡Viva el rey!”, todos apagados por los ensordecedores disparos de júbilo del ejército.
Miguel Rodríguez Llopis refiere que, en Cartagena “La represión se cebó sobre el arsenal […] donde los obreros se radicalizaban cada vez más por la falta de trabajo, sobre los cargos militares que habían mostrado simpatías reformistas años atrás y sobre comerciantes y clases medias urbanas, que corrieron un tupido velo de silencio como defensa”87. La protesta liberal se reduce entonces a las reboticas y las trastiendas.
En los municipios de Cartagena y Caravaca de la Cruz, la escenificación del final de la Constitución no pudo ser más gráfica ni abochornante: en la primera de ellas, varias patrullas de soldados descargaban sus fusiles sobre la placa que conmemoraba la Constitución en la Puerta de Murcia, haciéndola añicos en el sentido literal de la palabra, en lo que podría ser un siniestro y premonitorio adelanto de lo que vendría después para muchos de los constitucionalistas que impulsaron o defendieron nuestra primera Carta Magna. Era el 16 de mayo de 1814. Previamente, una siniestra procesión de soldados presidida por un retrato del Rey alumbrado con cirios, y bajo custodia de guardiamarinas que la escoltaban, espada en mano, hablaban bien a las claras que el soberano se decantaba por el sable más que por la Constitución.
Los absolutistas aprovecharon la vuelta de Fernando VII y la derogación de la Constitución para dirigir los más ácidos dardos contra ella. Sátira de la Constitución de 1812, Biblioteca Nacional, Madrid.
En Caravaca fue el fuego purificador, tan presente en las execrables ceremonias de la Inquisición el que se encargaría de acabar gráficamente con la Constitución. Fue en una pira que tuvo carácter público, en un acto pretendidamente ejemplarizante y clarificador, de lo que le esperaría a quien osara abogar nuevamente por tan revolucionario instrumento. En la quema participaron no pocos de los regidores constitucionales de la ciudad, que habían jurado lealtad a la Constitución poco antes88.
En Murcia, la vuelta de Fernando VII fue celebrada por doquier, con misas, procesiones con imágenes, misas de acción de gracias...
Notas
45. Antonio José Mula Gómez, “Aproximación a la Guerra de la Independencia en Lorca y su distrito”, Anales de Historia Contemporánea, Universidad de Murcia 1982, Nº 1, pág. 57.
46. Lorenzo Guardiola Tomás, “Historia de Jumilla”, Murcia 1976, pág. 296.
47. Id., pág. 300.
48. El hecho es narrado por Manuel García García, “Moratalla a través de los tiempos”, Ayuntamiento de Moratalla, 2003, Vol. II, pág. 104.
49. “Id. págs. 99 y ss.
50. Gregorio Sánchez Romero, “La actual comarca del noroeste de la Región de Murcia durante la Guerra de la Independencia”, pág. 80. (En “La guerra de la Independencia en la Región de Murcia”, págs. 77-107), Ed. Tres Fronteras, Murcia.
51. Joaquín Báguena, “Aledo, su descripción y su historia”, Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1980.
52. Juan José Piñar, “Cartagena en los inicios de la guerra de la Independencia. 1808”, Accésit del I Concurso de historia de Cartagena “federico Casal”, Murcia 1986, pág. 227.
53. Cayetano Tornel y otros, “Textos para la Historia de Cartagena (S. XV-XX)”, Ayuntamiento de Cartagena, 1985, págs. 117 y ss.
54. Fernando Jiménez de Gregorio: “Murcia en los dos primeros años de la guerra por la independencia”, Publicaciones de la Universidad de Murcia, Imprenta Sucesores de Nogués, Murcia, 1947, pags. 60 y ss.
55. Cit. por Diego Sánchez Jara, “Intervención de Murcia en la Guerra por la Independencia”, Diputación Provincial de Murcia, Murcia, 1958, pág. 44.
56. Alcalá Galiano, 2004, pág. 80.
57. González Castaño, 2009, pág. 36.
58. González Castaño y Martín-Consuegra Blaya, 2002, pág. 144.
59. Ver González Castaño y Martín-Consuegra, págs. 33 y 73.
60. Diego Sánchez Jara, “Intervención de Murcia en la Guerra por la Independencia”, Diputación Provincial de Murcia, Murcia, 1958, pág. 73.
61. González Castaño y Martín-Consuegra Blaya, 2002, págs. 83 y ss.
62. Jiménez de Gregorio, 1947, págs. 84 y ss.
63. Cit. Piñar López, 1986, pág. 324.
64. Citado por Diego Sánchez Jara, “Intervención de Murcia en la Guerra por la Independencia”, Diputación Provincial de Murcia, Murcia, 1958, págs. 180-181.
65. Blasco Ibáñez, Op. Cit. págs. 324 y ss.
66. “Crónica de la coronación Canónica de Ntra. Sra. De la Fuensanta”, Tipografía San Francisco, Murcia, 1928, págs. 28-29
67. Mula Gómez, 1982, págs. 66-67.
68. Baldomero Díez y Lozano, pág. 119.
69. González Castaño, 2009, pag. 43.
70. Lorenzo Guardiola Tomás, op. Cit. pág. 306 y ss.
71. Soult se haría con la una de las colecciones privadas de pintura más importantes de Europa. Su paso por las iglesias en las poblaciones que iba ocupando se traducía siempre en la orden de que le regalaran los mejores cuadros –sus preferidos eran Murillo, Zurbarán y Velázquez, pero no sólo ellos– de sus respectivos patrimonios y colecciones. En no pocas ocasiones puso a sus dueños ante tesituras difíciles de superar, al amenazarles con fusilarles en el acto si no se cumplían sus deseos. A pesar de los intentos posteriores de las autoridades españolas por recuperar las obras robadas, Soult las defendió “con uñas y dientes”. Nunca dejó que le arrebataran un solo cuadro. Véase “El expolio napoleónico” en “El museo imaginado”, base de datos y museo virtual de la pintura española fuera de España.
72. Juan González Castaño, 2009, pág. 49.
73. Gregorio Sánchez Romero, Revolución y reacción en el noroeste de la Región de Murcia (1808-1833), Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 2001.
74. Jiménez de Gregorio, 1947, pág. 12.
75. Francisco Canovas y Cobeño, “Historia de la ciudad de Lorca”, Lorca, 1890, pág. 481.
76. Ramón Solís, “El Cádiz de las Cortes”, Sílex, Madrid, 2000, págs. 488 y ss.
77. Juan González Castaño, “La Guerra de la Independencia en el Reino de Murcia”, en “la guerra de la Independencia en los pliegos de cordel”, Caja de Ahorros del Mediterráneo, Real Academia Alfonso X el Sabio,, Molina de Segura, 2009, pág. 42
78. Diego Sánchez Jara, “Intervención de Murcia en la Guerra por la Independencia”, Diputación Provincial de Murcia, Murcia, 1958, págs. 283 y ss.
79. González Castaño y Martín-Consuegra Blaya, 2002, págs. 52 y ss.
80. Cayetano Tornel Cobacho, “Gobierno local y quiebra del antiguo régimen en Cartagena. Antecedentes (1808-1812)”, Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia 2004, págs. 56 y ss.
81. Sobre este tema es fundamental el trabajo citado de Juan González Castaño y Ginés José Martín-Consuegra Blaya, 2002, en el que sus autores realizan un esclarecedor recorrido por la historia de estos impresos y su repercusión en el Reino de Murcia, recopilando algunos de los documentos más emblemáticos y/o curiosos relacionados con la Región.
82. Id., pág. 167.
83. Id. Pág. 143.
84. María del Carmen Melendreras Gimeno realiza una pormenorizada descripción de los hechos en “La proclamación de la Constitución de 1812 en Murcia” (en Anales de la Universidad de Murcia, 1977, págs., 5-15.
85. Seguimos aquí la citada descripción de Melendreras.
86. La anécdota es oportunamente recogida por Gregorio Sánchez Romero en “Revolución y reacción en el noroeste de la Región de Murcia (1808-1833)”, Real Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 2001, págs. 189-190.
87. Miguel Rodríguez Llopis, “Historia de la Región de Murcia” , Murcia añkljf, págs. 356 y ss..
88. Véase Francisco Franco Fernández, “Cartagena (1808-1814): una ciudad en guerra”, en “La guerra de la Independencia en la Región de Murcia”, págs. 61-73, y Gregorio Sánchez Romero, op. Cit., pág. 196.
Diez murcianos en el primer parlamento español
Francisco de Borja Álvarez de Toledo, Osorio, Gonzaga y Caracciolo
Madrid 9 de junio de 1763-Madrid 12 de febrero de 1821
Marqués de Villafranca y los Vélez. Teniente general.
El único representante de Murcia presente en la apertura del Congreso
XVI duque de Medina Sidonia, XIV marqués de Cazaza, XII marqués de Villafranca del Bierzo, XII duque de Bivona, XII marqués de los Vélez, VII marqués de Villanueva de Valduerza, VII conde de Peña Ramiro, XI Marqués de Molina, VIII marqués de Martorell, XII duque de Montalto, XVIII conde de Aderno, XIX conde de Caltabellota, XVIII conde di Sclafan, duque de Fernandina, de Montalvo, Príncipe de Paternó y de Montalbán... Grande de España.
Segundo hijo de Antonio Álvarez de Toledo y Pérez de Guzmán, Francisco de Borja heredó, sin embargo, el mayorazgo de la casa de su progenitor al haber muerto sin descendencia su hermano José Álvarez de Toledo.
Se le dirigió a la carrera militar, comenzando como sargento de las Reales Guardias de infantería en agosto de 1782. En 1793 era teniente de primera y el 2 de febrero de 1798 Mariscal de Campo. Fue también gentilhombre de cámara de Carlos IV y caballerizo de la Reina.
Combatió en diversos lugares en la guerra contra Francia, entró en el Rosellón el 26 de abril de 1793 y participó en el ataque a Perpignán en julio de dicho año, entre otras acciones.
El historiador González Castaño se detiene en los detalles que llevan al marqués de Villafranca, junto con su familia, desde Madrid a Murcia. Parece que fue el hecho inminente de que José I iba a exigirle un juramento de lealtad hacia su persona, la causa de que el marqués se marchara de la capital del reino. Tras un periplo por varias ciudades, el marqués llegaba a Murcia en diciembre de 1808. El Gobierno francés le dio un ultimátum89, especificando que si no regresaba en el plazo de 15 días, le serían confiscados todos sus bienes en la capital.
En demostración de su fidelidad a la causa contra los franceses, anunció su voluntad de entregar la cantidad de 50.000 reales mensuales para sostener la “gloriosa revolución”.
La Gazeta del Gobierno explicaba así el 27 de enero de 1809 la situación personal de aristócrata y su decidido apoyo a la causa:
El marqués de Villafranca, duque de Medina Sidonia, que en el antiguo gobierno sufrió los mismos desayres, vexaciones y destierros que todos los afectos a nuestro augusto monarca Fernando VII, ha sido uno de los que más generosamente han contribuido en las presentes circunstancias para sostener la justa causa en que está empeñada toda la Nación hasta conseguir la libertad de su amado Soberano. Desde el principio de nuestra gloriosa revolución está contribuyendo dicho marqués de Villafranca con la cantidad de 50.000 reales mensuales; ha hecho además varios donativos de entidad a renglones esenciales; ha pagado en todos sus estados las cantidades que le han tocado en la contribución impuesta por las juntas; últimamente han sido sequestrados en Madrid todos sus bienes por orden del usurpador Napoleón
.
Por todo ello, la noticia expresaba el agradecimiento del Gobierno y hacía pública su postura para que todos estuvieran al tanto de su excepcional comportamiento:
El Supremo Gobierno, al mismo tiempo que ha mandado dar gracias a aquel generoso español, quiere que lleguen a noticia del público sus buenos e interesantes servicios, y el entusiasmo, y mayor empeño que ha manifestado últimamente en defensa de su patria y Soberano, despreciando las intimaciones (sic) del gobierno francés hechas a sus apoderados en Madrid, sobre que si dicho marqués de Villafranca no se restituía a aquella villa dentro de 15 días, perdería todos sus bienes, que se aplicarían para los gastos del exército francés
.
Casa de las Cuatro Torres, residencia del marqués de los Vélez en Cádiz. Foto: Ana Martín.
En Murcia se puso al frente de la oposición a los franceses, y fue nombrado Comandante General del Reino, otorgándosele el mando militar del mismo. Pero desde su misma llegada se ve inmerso en un altercado continuo que, si bien había comenzado entre los miembros de la Junta de Murcia sin su presencia, lo sitúa, en el ojo del huracán de la polémica. Una polémica que se remonta a diciembre de 1808 y será causa de continuos altercados, y cuyo origen sitúan casi todos en las maquinaciones y aspiraciones de poder que tenía otro Marqués, el del Villar: “Desde que se presentó en la Ciudad el Sr. Marqués del Villar, individuo de esa Suprema Junta –Central–, no se ha advertido en esta ciudad ninguna tranquilidad, antes sí una continua revolución y un chisme sobre otro, pues toda su comisión tiene abandonada pensando en nuevas intrigas y alborotos”90, exponía un vecino de Murcia a la Junta Central en febrero de 1809. Y hay incluso quien alude a la ascendencia del Marqués del Villar sobre el de Villafranca de una manera harto gráfica: “es una culebra enroscada alrededor de Villafranca que no le deja respirar”91.
Probablemente los impuestos que se vieron obligados a pagar los vecinos de Murcia para sostener una guerra incierta que había comenzado meses atrás, no estuvieron al margen del descontento popular que -convenientemente encauzado por algunos interesados en incrementar su poder en la Junta de Murcia– fue creciendo. A esto habría que sumar el enojo hacia varios miembros de la Junta, en especial contra el conde de Campo-Hermoso, Coronel del Regimiento de Voluntarios Honrados (“un hombre de pocas luces y menos instrucción, inchado –sic– de vanidad y soberbia”, en opinión de un vecino) a quien la opinión pública juzgaba de modo muy desfavorable.
La crispación –como decimos, convenientemente encauzada– desembocó en la mañana del día 26 de diciembre en una nutrida manifestación de vecinos indignados que se dirigieron a la casa del intendente, a quien arrebataron el bastón de mando, símbolo de su poder, impeliendo a un reticente marqués de Villafranca a tomar el mando: “pidiéronme por jefe en lo Militar y Político y lo tomé –el bastón– de la mano”, pondría un informe en boca del marqués al describir los hechos92.
Tres días más tarde, la corporación municipal, reunida en cabildo extraordinario, expresaba su convencimiento de que el marqués “que ha merecido por aclamación popular el bastón de la Jurisdicción ordinaria de esta Capital: que la ha servido de la mayor satisfacción por estar persuadida que con su talento y representación se restablecerá la tranquilidad pública y el buen orden de que tanto se necesita en las presentes críticas circunstancias para el beneficio del Rey, de la Religión y de la Patria”93.
El 11 de enero recibe las complacencias de los junteros de Cádiz. Y no faltan en el Reino de Murcia quienes alaban su figura y se las prometen felices ante su participación en el gobierno: “es nuestro Caudillo, nuestro Protector, nuestro consuelo, nuestro Padre en las críticas actuales circunstancias”, se congratula un prior94.
Un oficio del marqués de Villafranca, fechado el 3 de enero de 1809 y enviado al cabildo de Murcia, expresaba su agradecimiento por la elección y manifestaba su intención de poner todos sus esfuerzos para restituir al Rey Fernando VII: “esperando su majestad que por la confianza que su Exca. merece a esos naturales y su notorio zelo, patriotismo y amor a ntro. Augusto Legítimo Soberano, continuará esta Provincia todos sus esfuerzos y sacrificios en la justa causa que defendemos hasta restituirlo a su Trono, y librar a la Nación del tirano que pretende esclavizarnos, y que al mismo tiempo se logrará haya el buen orden y tranquilidad pública que tanto conviene”.
Los hechos, sin embargo, provocaron durante meses un constante malestar en la Junta Central, que veía con extrema desconfianza el hecho de que en un clima bélico, las ansias populares pudieran desbordarse, alterando las Juntas y, por lo tanto, los gobiernos de los distintos reinos. De ahí que durante meses –hasta marzo de 1809– insistieran a la de Murcia que trabajaran en el esclarecimiento de los hechos y el castigo a los culpables, una solicitud en la que no se dieron por satisfechos hasta el mes de marzo, cuando un informe del marqués del Villar daba cumplida cuenta de cómo y quienes habían provocado los altercados.
La vuelta de Fernando VII no le causó al marqués de Villafranca problema alguno, a diferencia de lo que ocurriría con otros de sus coetáneos, pese a su participación activa en un parlamento en el que había llegado a desempeñar la vicepresidencia de la Cámara. Los 140.000 reales que ofreció para contribuir a los gastos de España en aquel momento y los dos millones y medio con los que había contribuido a la causa95 eran motivos más que suficientes para que el monarca corriese un tupido velo sobre aquellos hechos. Un velo que, sin embargo, caería en forma de siniestra guadaña en muchos de sus antiguos compañeros de Cortes.
A finales de 1816 era ascendido a Teniente General, y en 1817 fue nombrado Capitán General de Murcia. Sobre el primer nombramiento, el marqués exponía el 10 de noviembre de 1816, en un oficio a Fernando VII, su circunstancia en el ejército, ya que fue Mariscal de Campo sin sueldo, en 1798, por orden de Carlos IV. En 1816 una orden de Fernando VII lo nombraba Teniente General con “el mismo sueldo que disfrutaba de mariscal de campo”. Por ello, decidió poner en antecedentes al monarca sobre tales circunstancias “para que determinase lo que fuera de su real agrado”, especificando, eso sí, que “nunca ha tenido otras miras que demostrar su amor y fidelidad a la Real persona de V. M”. El Rey contestaba afirmativamente a su solicitud, especificando que, cuando “las circunstancias lo permitan, S. M. le señalará un sueldo como a los demás”.
En enero de 1817 volvía a dirigirse a Fernando VII para que tomara parte en un asunto que le estaba causando graves perjuicios económicos: el hecho de que no se hubiera puesto en marcha un juicio sobre el uso de pesca de almadrabas, cuya competencia correspondía, para toda Andalucía, a la casa de Medina Sidonia. Como quiera que había un conflicto de jurisdicción entre el Consejo Real y el Almirantazgo, el asunto permanecía parado “con grave perjuicio del Marqués”, por lo que éste rogaba que se le diera salida.
En 1816 recibió la Gran Cruz de Carlos III y el Toisón de Oro como premio a sus servicios, y en 1819, tres años antes de morir, la Medalla de Sufrimientos por la Patria, por su labor durante la Guerra de la Independencia.
El marqués de Villafranca en las Cortes de Cádiz
El 24 de septiembre de 1810, en la isla de León, había sido el único representante del Reino de Murcia presente en la apertura de las Cortes.
El marqués de Villafranca se vio inmerso en uno de los temas más espinosos de aquella Asamblea. Cuando el congreso acababa de comenzar sus sesiones en la isla de San Fernando, y aún no había pasado ni una semana de su Constitución, surgieron insistentes unos rumores que fueron acrecentándose y extendiéndose –aun sin saber a ciencia cierta de donde procedían, ni de qué se trataba, ni cual podía ser su alcance.
En unos momentos tan delicados como los comienzos de las actividades del primer parlamento elegido por los españoles, se extendió la especie de que alguien estaba conspirando contra las Cortes. En medio de la consternación del congreso, se acordó informar del asunto en una sesión secreta que tendría lugar al día siguiente, 30 de septiembre de 1810. La comisión para intentar esclarecer, con “el mayor sigilo”, el alcance del citado complot, compuesta por tres diputados, reconocía no haber podido averiguar nada. Fue en este ambiente de tensión máxima cuando se produjo en el congreso la noticia de que acababa de llegar el Duque de Orleáns a las mismísimas puertas de las Cortes, a caballo y con uniforme de capitán general.
Carta del Marqués de los Vélez al Secretario de Estado Antonio Olaguer y Feliú pidiendo que agradezca a Fernando VII el haberle restituido a la Corte y “felicitándole por su exaltación al trono”. La misiva está firmada en Murcia el 26 de marzo de 1808, hacía una semana que había sido coronado el nuevo monarca. Archivo General Militar de Segovia.
El Duque había sido llamado por el Consejo de Regencia, el 4 de marzo para tomar el mando de un ejército, y se encontraba en Cádiz desde el 20 de junio de ese año.
Los diputados discutieron sobre la conveniencia y oportunidad de que un “príncipe extranjero” entrase en las Cortes, y se decidió denegarle el paso. Para comunicárselo fueron elegidos tres diputados: los secretarios Pérez de Castro y Luxán, y el marqués de Villafranca. Estos intentaron suavizar la negativa a que entrase en las Cortes. A pesar de las explicaciones del Duque, insistiendo en que no quería ser molesto y que sólo pretendía exponer a las Cortes una disertación que pensaba iría en beneficio del bien público, no se le franqueó la entrada. El aristócrata se marchó del vestíbulo del edificio dejando copias de unas cartas en las que se exponía el encargo que le había hecho la Regencia y una posterior orden de ésta en la que, haciéndose eco de una resolución de las Cortes, le instaban a abandonar Cádiz.
Un mes más tarde, el marqués de Villafranca era elegido de nuevo para desempeñar una misión de representación de las Cortes: asistir junto a Muñoz-Torrero y otros dos diputados, a la jura del nuevo Consejo de Regencia.
Su primer encargo en las Cortes le había llegado nada más comenzar éstas sus actividades, el segundo día de reuniones, y fue la de formar parte de la comisión de Examen de poderes encargada de informar sobre la legitimidad de éstos, examinar las reclamaciones, incidentes y emitir los dictámenes correspondientes. Formó parte de las comisiones de Honor, de Guerra, Reglamento de Guerrillas y de Felicitación, así como de una comisión encargada de disponer el funeral de un Presidente de las Cortes fallecido.
El 24 de abril de 1811 era elegido Vicepresidente de la Cámara, recayendo la presidencia en otro diputado murciano: Vicente Cano Manuel.
En mayo de 1811 vivió el marqués de Villafranca unos momentos especialmente desagradables, a consecuencia de unas injurias que supuestamente había vertido contra su persona el mariscal de campo Pedro Agustín Echevarri, en una publicación que repartió en el mismo congreso. El marqués expuso el 4 de ese mes en el congreso que, puesto que su ofensor no podía ser juzgado por militares en virtud de su cargo de diputado, se le encausase por el Tribunal de Cortes, y que se le prohibiese la asistencia al congreso mientras que no se hiciese público el proceder intachable del marqués, “de cuya rectitud había dado pruebas no equívocas en los servicios, donativos y grandes sacrificios hechos en favor de la justa causa”. El también diputado por Murcia, Rovira, salió en defensa del marqués, aludiendo que el citado escrito no sólo atacaba al propio marqués, sino también a la Junta de Murcia, cuyo proceder ponía en duda.
El 26 de mayo de 1813, con motivo de la discusión del proyecto de instrucción para el Gobierno económico político de las provincias, el marqués de Villafranca propuso que, puesto que todos los ayuntamientos eran iguales por ley, tuviesen todos el tratamiento de excelencia. Una solicitud que suscitó polémica entre los diputados. Borrull adujo que no le parecía correcto que “los ayuntamientos de los pueblos más cortos y miserables del Reino fuesen tenidos en la misma consideración que las capitales de provincias, a quienes acudían aquellos frecuentemente por sus luces y auxilios, y la Nación había mirado siempre con especial respeto, considerándolos representantes de aquellas poblaciones, que por su mayor vecindario y riquezas, podían contribuir más a su prosperidad y defensa”. Por su parte, Antillón manifestó que no debía haber diferencia en el tratamiento entre los de las capitales y los de cualquier otro pueblo y que en su opinión ninguno debía tener ni el de excelencia, ni el de señoría; y que si las Cortes “no se atrevían a destruir semejantes monumentos de falsa grandeza, hijos de nuestra antigua esclavitud y degradación, darían una prueba de debilidad poco correspondiente al supremo poder que el pueblo ha depositado en sus manos”.
Su labor como diputado se distinguió por una parquedad absoluta, estando sus intervenciones –siempre limitadas a dos o tres frases– relacionadas con el proyecto de Constitución a proponer o remarcar alguna cuestión muy puntual con una construcción muy característica de las frases, que comenzaba, casi de forma invariable del siguiente modo: “yo quisiera que...”.
Vicente Cano Manuel y Ramírez de Arellano
Chinchilla (Albacete) 1764-Madrid 1837
Abogado
El liberal que firmó la Constitución un año tarde.
Perteneciente a una familia de magistrados de Chinchilla, hay quien asegura que la trayectoria liberal de Vicente Cano Manuel y Ramírez de Arellano estuvo fuertemente influenciada por su hermano menor, Antonio, más imbuido de las ideas progresistas. No obstante, ambos fueron diputados por Murcia (en distintos momentos), y los dos desempeñaron carteras ministeriales en períodos liberales de la historia de España.
Estudió Filosofía y Derecho en el seminario murciano de San Fulgencio, y con 20 años era Magistrado de la Chancillería de Granada, donde permaneció hasta 1801. Se trasladó posteriormente a Valencia, formando parte de una comisión nombrada por Carlos IV para esclarecer la revuelta campesina de septiembre de 1801. Fue el papel poco decidido de la Audiencia valenciana en este asunto la causa de que fuese remodelada, resultando elegido regente Vicente Cano Manuel, que desempeñaría este cargo entre 1804 y 180796.
Fue uno de los firmantes del Manifiesto del 3 de junio de 1808 en Valencia, una de las primeras ocasiones en las que se desacreditaba al enemigo, utilizando un tono ofensivo para los franceses que se convertiría en familiar en publicaciones posteriores que intentaban enaltecer al pueblo. El manifiesto aseguraba que “Napoleón cometió un grande abuso con la sinceridad y buena fe de nuestra honrada nación”.
Sin embargo, no faltó quien acusara de tibieza con los galos, e incluso de un cierto afrancesamiento, a los componentes de la Audiencia valenciana. Una acusación nada velada en este sentido fue la dirigida contra su hermano Antonio, tras el paso de éste por el Ministerio de Gracia y Justicia.
Vista de Chinchilla, Albacete, localidad natal de Vicente Cano Manuel.
Pese a ser Presidente de las Cortes en Cádiz (cargo que desempeñó entre el 24 de abril y el 23 de mayo de 1811), era diputado suplente por Murcia, habiendo sido elegido el 12 de febrero de 1810.
Entre 1817 y 1821 fue Regente de la Audiencia de Granada, y Ministro de Gracia y Justicia de 1821 a 1822, compatibilizando este cargo con el de Consejero de Estado.
En 1834, un heptagenario Vicente Cano pasó a desempeñar la Presidencia del Tribunal Supremo, cargo que ostentaba cuando murió en 1837. En 1836 había sido elegido Diputado por Albacete en las elecciones constituyentes.
En Cádiz había firmado su poder en la sesión secreta de 24 de octubre de 1810, formando parte de las comisiones de Justicia, señoríos y examen del diario de las operaciones de los exregentes durante su gobierno.
El 21 de febrero de 1811, Vicente Cano es elegido para formar parte del recién constituido Tribunal de Cortes, que tenía como misión juzgar a los diputados.
El 24 de abril de ese año se procede a elección de cargos en la Cámara, y Vicente Cano Manuel es elegido Presidente (71 votos frente a los 70 que consigue José Espiga). Estas fueron sus primeras palabras, en las que agradecía la confianza que le habían prestado sus compañeros: “Señor, quedo muy reconocido a la honra que V. M. acaba de dispensarme; pero al mismo tiempo debo manifestarle que considero como un peso insoportable para mis fuerzas este cargo que pone a mi cuidado. No obstante, si V. M. me auxilia con sus luces, y con lo que me falta, creo que podremos hacer en beneficio de la causa pública, y de la Patria, todo lo que la Nación puede exigir de nosotros”.
En 1834, un heptagenario Vicente Cano pasó a desempeñar la Presidencia del Tribunal Supremo, cargo que ostentaba cuando murió en 1837.
Ante la eternización de causas que provocan que haya presos “que se pudren en los calabozos”, Cano Manuel se muestra de acuerdo con la comisión del congreso encargada de redactar una ley para agilizar la justicia, echando la culpa a un carácter tópico de los españoles: “¡Este ‘mañana’ de los españoles! Este mañana que tanto influye en nuestras acciones, debía desterrarse desde hoy mismo para que nunca más nos retraiga de la obligación que está a nuestro cuidado. Los presos se demoran en las cárceles meses y años, y esto nace seguramente de la falta de actividad que debe tener un juez celoso del cumplimiento de sus deberes”. Para zanjar la discusión sobre la lentitud de la toma de decisiones por parte de los jueces, Cano Manuel añade más adelante: “La ley previene que dentro de veinticuatro horas se ha de tomar la declaración a un preso”, y que por lo tanto, si “se han dejado pasar tres o más días sin tomársela; pues debe el juez justificarse de esta tardanza, dando los motivos que haya tenido para no cumplir con lo que la ley prescribe”.
Ante un informe del General en jefe interino del Tercer Ejército, presentado a las Cortes el 19 de mayo de 1811, en el que se ponía en cuestión el proceder de la Junta Superior de Murcia para abastecer a la tropa, Cano Manuel afirmaba contundente “que el Reino de Murcia no se negaba a dar hasta el último bocado”, y que sólo deseaba “el orden en la inversión de sus suministros”. Como diputado del Reino de Murcia, -exponía Vicente Cano– pedía “que el jefe de aquel ejército diese la cuenta correspondiente desde su entrada en la provincia, con lo cual se tranquilizaría el ánimo de aquellos naturales, se estimularía su patriotismo a nuevos sacrificios, y se lograría por lo menos tener un manifiesto de la verdad, para lo cual sería conveniente que pasase este asunto a una comisión”. Algo con lo que comulgó el también representante por Murcia, Rovira, que añadió que el ejército no sólo tenía que dar cuentas de lo recibido “sino que para evitar ocultaciones, debía mandarse que los pueblos diesen un manifiesto de todo lo que habían entregado y a qué personas”, acordando el congreso que el asunto pasase a la Comisión de Arreglo de Provincias.
El 15 de junio de 1811, en sesión secreta, Cano Manuel expone sus quejas por los insultos que Juan Rico había vertido contra él y otros dos diputados en un papel público, pidiendo que se le exija al mencionado una explicación por ello. El tema provocó nuevamente un acalorado debate sobre los abusos que puede suscitar la libertad de imprenta. Posteriormente a esto, los problemas de salud de Vicente Cano Manuel prácticamente no le permitieron volver al Congreso: el 19 de junio de 1811, alegando motivos de saludm el diputado pedía una licencia de cuatro meses, algo que prorroga por otros dos el 23 de noviembre para “tomar los baños termales”. El 10 de julio, de 1812, la asamblea daba cuenta de que el diputado había expuesto, desde su Chinchilla natal, que todavía no había recobrado la salud, ofreciéndose a volver al Congreso en cuanto “concluyese de tomar los baños termales con los que esperaba restablecerse”.
La asamblea había firmado la Constitución hacía meses, por lo que se le debió requerir seriamente su presencia. El 2 de septiembre, de 1812 se leía en el congreso un comunicado en el que aseguraba desde Chinchilla que “en cumplimiento de las órdenes de S. M., se restituiría inmediatamente al seno del Congreso”.
Corría el 19 de febrero de 1813, casi un año después que el resto de sus compañeros, cuando Vicente Cano juraba la Constitución política de la Monarquía.
Sin embargo, el 8 de junio del año siguiente, Vicente Cano volvía a obtener del congreso un permiso de dos meses de licencia.
Pedro González Llamas
Militar
Ricote (Murcia)– Archena (Murcia) 20-1-1822
El general que entró en Madrid tras la expulsión de José I
Cuando el 13 de agosto de 1808 Pedro González Llamas entraba en Madrid, tras la huida de José I, se encontraba al final su carrera como militar. Una trayectoria que se extendía a lo largo de casi medio siglo, y que, comenzando por lo más bajo, le había llevado en el ejército a obtener el rango de mariscal.
Fue en agosto de 1762 cuando un joven González Llamas comenzaba a dar sus primeros pasos en el seno del ejército. Lo hizo como cadete en el primer regimiento de Infantería y posteriormente en el provincial de Murcia.
Del 9 de octubre de 1800 al 9 de enero de 1806, estuvo al mando del cordón de Cartagena, pasando a sustituirle Francisco de Borja.
El 15 de marzo de 1806, en un oficio dirigido a Carlos IV, pedía se le considerase el sueldo de Gobernador de Cartagena en lugar del estricto salario de cuartel en función de su graduación, por considerar que “su fatiga material y formal” por atender las [...] “necesidades de las plazas acordonadas y a un cúmulo de incidentes, algunos delicadísimos, que de día y noche le ocupaban, fue excesiva y peligrosa, se limitó a pedir solamente el sueldo que otros de su grado disfrutaban y disfrutan en la serenidad y quietud de sus casas”.
En los comienzos de la contienda fue el general González Llamas el encargado, después de haber orado de hinojos ante el altar, de entregar el bastón de mando y la faja a uno de los capellanes de la catedral para nombrar a la Virgen de la Fuensanta Generala de las tropas murcianas.
González Llamas aludía en dicha solicitud a los servicios que había desempeñado con el padre del monarca, Carlos III, pasando revista de inspección a varios regimientos, así como acciones en las guerras contra Portugal, Gibraltar y Francia, en la que mandó la división de Granaderos Provinciales de Castilla la Nueva, recibiendo en estas dos últimas campañas varias heridas: “En la sangre bertida (sic) por ocho u nuebe heridas recibidas en estas dos últimas. En acciones particulares que merecieron la aprobación del benigno padre de V.M.”.
En los comienzos de la contienda, fue el general González Llamas el encargado, después de haber orado de hinojos ante el altar, de entregar el bastón de mando y la faja a uno de los capellanes de la catedral para nombrar a la Virgen de la Fuensanta Generala de las tropas murcianas.
Aquel 13 de agosto de 1808 en el entraba en Madrid tras ser ésta abandonada por los franceses, lo hacía al mando de las tropas valencianas, un ejército de hombres desharrapados y hambrientos, que provocó, a decir de un testigo como Alcalá Galiano, miedo e inquietud entre las gentes de Madrid. Así lo cuenta el que luego sería diputado en Cádiz:
Llegó por fin el tan suspirado día de ver las madrileñas tropas españolas de las que habían vencido a los franceses. [...] Los soldados, mal vestidos, con los zaragüelles provinciales y mantas y fajas, con los sombreros redondos, cubiertos de malas estampas de santos, desgreñados, sucios, de rostro feroz, de modos violentos, en que se veía carecer de toda disciplina, presentaban un aspecto repugnante. [...] Ello es que en Madrid se llenó de terror la gente de educación y clase mediana al ver campeando por las calles aquella gente con guitarrillas, cantando, y a la par amenazando, entrándose a los conventos a pedir a las monjas alguna estampa más que poner en sus sombreros cargados de ellas, y dejando asomar puñales que contrastaban con las imágenes devotas
.
Ante esta tropa, “El General Llamas, que los mandaba, tenía apariencias de oficial antiguo y buen caballero, pero no de guerrero a la moderna”. Hasta tal punto la situación llegó a ser complicada que cuando sus soldados comenzaron un alboroto que fue creciendo de proporciones y se presentó el general a mediar, no sólo no pudo evitar que cometiera un crimen, sino que él mismo llegó a ser amenazado de muerte.
En agosto de 1808, en su calidad de General del Ejército de Defensa de Valencia y Murcia, Pedro González Llamas pidió que se pusiera a disposición de la Real Hacienda todos los almacenes de boca y guerra aprehendidos al ejército francés, y que se destinasen a los almacenes de su ejército. González Llamas comunicaba en esa fecha que, de acuerdo a las órdenes de las juntas supremas de Valencia y Murcia, había “tenido por conveniente entregar el mando de la provincia de Castilla La Nueva a Francisco Javier de Castaños, Capitán General de los Reales Ejércitos”.
Ante las duras manifestaciones del Duque de Berg y del mariscal Soult sobre cómo actuarían contra todo el que se alzase contra el ejército francés, el consejo de Castilla escribe el 31 de agosto de 1808 a Pedro González Llamas y a otros tres generales para que hagan publicar proclamas dirigidas a las tropas francesas, en las que se les exija que no cometan abusos en los pueblos que ocupen, bajo advertencia de que, de lo contrario, se procedería con los prisioneros franceses de acuerdo con la Ley de Represalias.
En aquellos primeros momentos de la Guerra de la Independencia urgía recuperar el territorio en poder de los franceses. Con el fin de debatir cómo dejar España libre de enemigos y organizar un contraataque, se reúne el 5 de septiembre de 1808, en Madrid, un consejo de Generales españoles. Junto a Castaños, Cuesta, el duque del Infantado y Calvo de Rozas (estos últimos en representación de Blake y Palafox, respectivamente), se encuentra González Llamas. Se trataba de rodear al ejército enemigo desde varios frentes, pero la dificultad de las comunicaciones y la insuficiencia de las tropas, hacen que el plan fracase.
Comienzo de la hoja de servicios del Teniente General Pedro González Llamas, fechada en noviembre de 1818. Archivo Militar de Segovia.
A finales de 1808 se encuentra en los alrededores de Madrid, encargándose de su defensa. Gira entonces una circular a las justicias de los pueblos inmediatos, pidiendo que acudan a defender la capital y encargando, asimismo, la custodia de los vados, barcas y puentes del río Tajo. En diciembre 1808 fue acusado de no haber atendido correctamente su cometido: la defensa de Aranjuez. Para el general José Gómez de Arteche97, sin embargo, la realidad fue muy otra: [...] “si hubo de abandonar Aranjuez [el general Llamas] de la guarda de cuyos puentes estaba encargado, por la llegada a su frente de algunas tropas enemigas, fue a reforzar con las tropas suyas y su personal influjo el ejército del centro”.
Efectivamente, el 27 de septiembre de 1809, se resuelve un sumario contra él por aquellas cuestiones, dictaminando que existía una “absoluta falta de motivo para continuarla” [la causa], y declarando “fiel y buen vasallo al expresado Teniente General”.
Quizás por esta razón, cuando el 13 de agosto el general González Llamas irrumpía (precediendo en diez días al general Castaños, que entraría con el ejército de Andalucía el 23 de agosto) en un Madrid momentáneamente liberado de las fuerzas francesas, los madrileños se dividen entre los que reciben alborozados a las fuerzas españolas y a su general y los que están indignados contra él.
En 1809 presenta un Plan de Estado Mayor Central a la Junta General Militar.
Posteriormente a las Cortes de Cádiz fue Consejero del Supremo de la Guerra entre 1815 y 1822.
El 29 de enero de 1822, un parte del alcalde constitucional de Archena, la localidad en la que residía, informaba al Comandante General de Murcia sobre el fallecimiento de Pedro González Llamas. El suceso había ocurrido en la madrugada del día 22 de enero de 1822 de lo que el parte calificaba como “enfermedad natural”.
González Llamas en el Congreso
La primera labor que desempeñó para el Congreso de los Diputados fue en su calidad de aposentador real de las Cortes, buscando local para la primera la primera Asamblea, celebrada en San Fernando. González Llamas dirigió los trabajos de acondicionamiento del Teatro Cómico, primer lugar de reunión de dichas Cortes, encargándose del pago de tales obras. Para adaptarlo a su nuevo uso se le confirió forma elíptica, presidido por un retrato del Fernando VII, e instalando una mesa en el centro, en la que se sentaba el presidente y los secretarios. A los diputados se destinaban los asientos del patio de butacas, mientras que dos hileras de asientos al pie de los palcos, se usaron para el cuerpo diplomático, autoridades y al público que acudía a aquellas reuniones.
Poco después, el 13 de noviembre de 1810, el diputado murciano proponía en las Cortes reconocer los méritos del ingeniero Antonio Prat, artífice del acondicionamiento del teatro a su función como escenario del Congreso.
Por solicitud de la Regencia, las Cortes concedían el 21 de noviembre de 1810 a González Llamas, junto a los también generales Eguía y Samper, pudiesen asistir a la Junta General Militar, siempre que estas reuniones fueran compatibles con la asistencia a aquéllas.
González Llamas se distinguió en las Cortes de Cádiz por alinearse con las posturas más tradicionales, defendiendo las leyes fundamentales, en oposición a lo que propugnaba la Constitución de 1812, y mostrando en reiteradas ocasiones su rechazo a la libertad de imprenta.
En este alineamiento con la postura más tradicional, el 16 Marzo 1811, tras haber procedido las Cortes a la lectura de un informe de la Comisión de Guerra sobre el proyecto del nuevo tribunal de honor para el ejército, Llamas se extraña de que no se conceptúen como delitos los relativos a la “inmoralidad escandalosa y el juego”, dado que en su opinión, “no hay militar que no sepa cuán ruinosos son estos vicios”. “La religión cristiana condena igualmente como vicio todo lo que es contra ella. La Patria castiga también a todos aquellos ciudadanos cuya mala conducta puede atraerla algún perjuicio, como necesariamente han de resultar de la inmoralidad escandalosa y del juego”.
El 12 Mayo de 1811 incurre nuevamente en un tema similar: Llamas comunica a las Cortes que ha visto unos anuncios fijados en las esquinas dando noticia de un baile público a 40 reales por persona, y opina que gastar este dinero en bailes, dada la situación por la que atraviesa el país, no era conveniente. A tal opinión se suman varios diputados, entre ellos el murciano Simón López.
Sin embargo, el presidente argumentó contra los que defendían estas opiniones sin tener idea exacta de las mismas, añadiendo que, en todo caso, no era competencia del Congreso inspeccionar tales asuntos. Además, suponía que “ningún inconveniente habría en la diversión de que se hablaba, pues la prudencia del Gobierno la permitía”. El presidente añadía que, en todo caso, los diputados que pensaran que tal actividad podía oponerse a la religión y buenas costumbres se informasen convenientemente, y si así lo pensaban, “acudiesen luego al Gobierno para que remediase los excesos si los hubiese”.
Sus intervenciones en torno a asuntos relacionados con el tema militar fueron frecuentes. El 3 Abril de 1811 se lee en el Congreso un informe suyo en el que pide la Constitución de una “Junta Suprema de guerra” “encargada de la Constitución general y particular del ejército y de sus generales, y particulares operaciones en paz y en guerra”. Tras la votación es rechazada su propuesta, pero se le agradece la buena intención demostrada.
Teatro Cómico de la Isla de San Fernando, primer lugar de reunión de las Cortes. La primera labor que desempeñó González Llamas para el Congreso de los Diputados fue en su calidad de aposentador real de las Cortes, buscando local para la primera la primera Asamblea, celebrada en San Fernando. González Llamas dirigió los trabajos de acondicionamiento del Teatro Cómico, primer lugar de reunión de dichas Cortes, encargándose del pago de tales obras. Vista interior del Salón cómico de San Fernando convertido en salón de sesiones de las nuevas Cortes. Museo de las Cortes de Cádiz. Vista interior del Salón cómico de San Fernando convertido en salón de sesiones de las nuevas Cortes. Museo de las Cortes de Cádiz.
El 14 Junio 1811 participa en uno de los temas más controvertidos de aquellas Cortes: el debate sobre la abolición de señoríos. En su discurso, Llamas acaba proponiendo que “sentado el principio establecido de que todo derecho o privilegio particular, que sea contrario al bien general de la Nación, debe derogarse, se prevendrá al Consejo de Regencia pase este expediente a los Consejos de Castilla y Hacienda unidos, para que lo examinen y consulten a V.M. cuáles son los derechos y privilegios que tienen aquella nulidad, y el modo justo y equitativo de derogarlos”.
Casa de González Llamas. Foto A. M.
Dos meses después, el 25 de agosto de 1811, se iniciaba en las Cortes la discusión del proyecto constitucional. Ya desde la misma concepción, González Llamas iba a dejar bien claro su irrenunciable apego a la monarquía y su postura contraria a que el rey sufriera la más mínima merma en sus facultades.
El comienzo del texto constitucional era toda una declaración de principios del espíritu que iba a impregnar el texto. De ahí que las discusiones de sus primeros artículos suscitaran acalorados debates. Llamas intervino en la intensa discusión que se produjo sobre el primer artículo: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. El diputado murciano pedía que se agregara “con su cabeza Fernando VII”, arguyendo que si se separaban el pueblo español y su cabeza, se caía en la democracia o en el despotismo: “El pueblo español, que nos ha diputado para representarlo en estas Cortes generales y extraordinarias y nuestro amado Soberano, el Señor don Fernando VII, que es su cabeza, forman un cuerpo moral a que yo llamo la Nación o Monarquía Española, por ser monárquica su Constitución. La Soberanía real y verdadera sólo la admito en la Nación, pues en el instante que se conciba que puede estar separada, ya sea en el Rey o ya sea en el pueblo, queda destruida la Constitución que se ha jurado mantener, porque precisamente deberá sucederle el gobierno despótico o el democrático.”
Cuando tres días más tarde, el 28 de agosto, se debatía sobre la Soberanía Nacional, Llamas se reafirmaba en estas posiciones, aclarando que al haber sido Fernando VII privado de ejercer sus funciones por permanecer prisionero, el pueblo tiene “el incontestable derecho a atraerse a sí toda la soberanía, pero no en propiedad, sino interinamente y en calidad de depósito”. En función de esta circunstancia, afirmaba que las Cortes no poseen capacidad para derogar o alterar las antiguas leyes constitucionales.
Tal afirmación suponía una andanada en la línea de flotación de las Cortes, que de esa manera verían derrumbarse cualquier intento de Constitución. Pero su postura no fue, ni mucho menos, la triunfante, alineándose la mayoría del congreso con las tesis del conde de Toreno, que contestaba a quienes así pensaban con una memorable intervención que finalizaba de este modo: “Recuerdo, y repito al Congreso, que si quiere ser libre, que si quiere establecer la libertad y felicidad de la Nación, que si quiere que le llenen de bendiciones las edades venideras, y justificar de un modo expreso la santa insurrección en España, menester es que declare solemnemente este principio incontrastable, y lo ponga á la cabeza de la Constitución, al frente de la gran Carta de los españoles”
No obstante, en el aludido discurso de Llamas, aún daba fe el general de sus principios y creencias, idénticos a los que, a su juicio, deberían presidir el país. Criticó las teorías de la Ilustración por dañinas para la humanidad, y argüía que la heroica gesta que había protagonizado el pueblo español no había tenido como apoyo los derechos del hombre defendidos por el liberalismo, sino que, al contrario, había estado basada “en la piedad y el amor a su Soberano”. Pedía al Presidente que conservara dichas premisas “y no dar oídos a novedades que pueden conducirnos al estado infeliz en que se halla Francia”, añadiendo que la piedad religiosa es “origen y fuente de las buenas costumbres, es la única precaución constitucional que puede conservarnos la libertad”.
En 1812 González Llamas publicó varias colaboraciones para expresar a la opinión pública sus posturas ante determinados asuntos, siempre en el diario “El procurador general de la Nación y del Rey”, el periódico más reaccionario y anticonstitucional de la época. Así explicaba su postura ante la Inquisición cuando las Cortes aprobaron su desaparición por entender que su existencia era contraria al espíritu de la nueva Constitución.
El escrito –afirmaba en él– era más o menos lo que él hubiera expresado en el congreso si se le hubiera concedido el turno de intervención. Publicado el 28 de noviembre de 1812, en su artículo de defensa del temido Tribunal aludía a que la autoridad de los hombres piadosos y sabios que, durante su dilatada existencia, habían forjado los designios de la Inquisición, quedaba realzada “por el odio que constantemente se ha granjeado de los corifeos de la impiedad”. Aludía asimismo a los problemas que estaban surgiendo en España como resultado de su prohibición: “Es constante que desde que se suprimió el exercicio del Santo Tribunal de la Fe se han extendido libre e impunemente por Cádiz y las provincias doctrinas anti religiosas contra los ministros del altar, contra las prácticas piadosas y contra el mismo dogma”.
Contestaba asimismo al conde de Toreno y a otros diputados que argüían que la Inquisición era contraria a la ilustración, con estas palabras: “Yo digo que si la pretendida Ilustración nos ha de traer las resultas que ha traído a la Francia, y que aquí nos amenazan, pido a Dios que nos mantenga en la ignorancia en que hemos estado hasta ahora”. Argumentaba asimismo que “el temor del Tribunal desterraría a los impíos, que tanto mal están haciendo a nuestra Sagrada Religión”.
Aún vertía, en el colmo de una arrebatada atracción, un último razonamiento sobre la controvertida institución: “Señor, si amamos la Religión, restablezcamos por ahora el Tribunal en los términos que he indicado y sin mudarle el nombre [...] pues el solo nombre de Inquisición tiene contra los impíos la misma virtud (permítaseme esta vulgaridad) que tiene el maullido del gato para limpiar esta casa de ratones”.
Sus conclusiones suponían un auténtico peligro para la Constitución y un claro desafío que entroncaba con las quejas del sector más reaccionario contra una Carta Magna en la que no creían: “Concluyo desaprobando la proposición de la Comisión de Constitución, y aprobando la Comisión de Inquisición, pues miro como un mal terrible en lo espiritual fomentar la rivalidad entre el Sacerdocio y el Imperio, del mismo modo que entre el Rey y el Pueblo en una Constitución Monárquica, pues la primera puede destruir la Religión en la Nación, y la otra la Monarquía moderada en que vivimos tantos siglos hace, y por consiguiente debemos evitarla por todos los medios posibles en ambos casos, no metiéndonos en lo que a mi entender no está en nuestras facultades”.
La sesión secreta de las Cortes de 17 de marzo de 1812, estando a punto de aprobarse la Constitución, empezaba con la lectura de una exposición de Pedro González Llamas en la que éste aseguraba que “sus principios y sentimientos no le permitían firmar ni jurar la nueva Constitución”, algo que ponía en conocimiento de las Cortes para que éstas “determinasen lo que les pareciese justo y conveniente”.
Ante las reticencias de éste y de otros diputados, como Simón López, que ni siquiera había contestado al mandato de las Cortes en el que se les prevenía de que estaban obligados a pasar por el congreso a jurar la Constitución los días 18 y 19 de marzo, se aprobó a continuación un acuerdo en el que se declaraba [...] “que cualquiera individuo del Congreso que se niegue a firmar la Constitución Política de la Monarquía española y jurar lisa y llanamente guardarla, sea tenido por indigno del nombre español, privado de todos los honores, distinciones, prerrogativas, empleos y sueldos, y expelido de los dominios de España en el término de 24 horas”.
Pedro González Llamas juraba la Constitución al día siguiente.
Leonardo Hidalgo
Presbítero
(-diciembre de 1811)
Una ausencia que encendió la alarma en el Congreso
Presbítero y prebendado de la Santa Iglesia Catedral, Hidalgo fue otro de los diputados murcianos que apenas tuvo más participación en las Cortes que la de tomar su acta en el congreso. Prestó juramento el 25 de octubre de 1810 junto a otros seis representantes que procedían de las provincias de Levante, entre ellos los murcianos José María Rocafull y Alfonso Rovira.
Casi inmediatamente pidió Hidalgo permiso a las Cortes para ausentarse de ellas durante dos meses para restablecerse en Murcia de unas graves dolencias.
El 22 de diciembre le fue concedida esta licencia, lo que provocó una cierta controversia en la cámara, por la queja de varios diputados, que se lamentaban de la prodigalidad con la que eran concedidos dichos permisos, pues, como argumentó el diputado Morales de los Ríos, “podrían aumentarse demasiado, y esto nos sería perjudicial”.
El diputado Capmany se sumó a este razonamiento, exponiendo de manera muy descarnada lo inverosímil de las razones que proponían quienes se excusaban de asistir a las Cortes aludiendo a razones de enfermedad. La suya bien podría ser considerada una auténtica declaración de intenciones de buena parte de los componentes de la cámara, que veían una hégira paulatina, discreta y silenciosa, pero continua, de determinados diputados que parecían querer dejar de pertenecer a un parlamento en el que probablemente, en el mejor de los casos, no creían, o en el que se sentían incómodos ante la avanzada ideología que detectaban en la mayoría de sus miembros. Esto fue lo que arguyó Capmany, uno de los célebres diputados liberales por otro lado:
Con estos ejemplares, pues ya van cuatro, se irán aumentando cada día las licencias, y nunca faltarán motivos ó pretestos para pedirlas ó dispensarlas. Esto parece ya una especie de deserción voluntaria ó involuntaria. Los diputados debemos permanecer firmes en este salón, como en formación de ordenanza. El que esté enfermo, que se cure: aquí tiene botica, enfermeros y cirujanos. Y, si se muere no le faltará enterrador. Si se va hoy, mañana tendrán las Cortes que conceder licencia a otro, pasado mañana a otro, y el Congreso quedará desierto. Me opongo absolutamente a que se concedan semejantes licencias
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Aún daba el diputado Capmany una razón contundente sobre los ilógico de conceder licencias para restablecerse a personas enfermas que habían de abandonar la comodidad de la ciudad en la que se alojaban y emprender un viaje en el que las incomodidades y los rigores de la estación invernal en la que se encontraban habían de hacer realmente insufrible y perjudicial a todas luces para quien lo protagonizara: “¿Cómo pueden los enfermos perdidos emprender viajes de 100 y 200 leguas, arrostrando los riesgos y trabajos de una larga navegación en el rigor del invierno? El que va en busca de los aires nativos para poder vivir, no podemos esperar que vuelva, si no queremos que venga a morir”.
Y aún ponía otro dedo en la llaga, que podría haber ido dirigido igualmente a otro de nuestros diputados: Juan Sánchez Andujar, el cura de Sax: “Al mismo tiempo extraño que personas afligidas de males habituales aceptasen la diputación y que los electores procediesen á su elección; y además, es de notar, y muy de notar, que son propietarios todos los que solicitan las licencias. Por tanto soy de opinión que no se concedan tales permisos”.
Es lógico pensar que tales dudas y razonamientos iban motivados por la política general de las Cortes de conceder dispensas sin realizar más averiguaciones ni comprobaciones, y que no iban dirigidas exclusivamente a oponerse a la licencia que solicitaba el presbítero murciano. Sin embargo, varios diputados defendieron a Hidalgo aludiendo a su situación concreta.
Así, el diputado Aner alude a la imposibilidad que tiene Hidalgo para asistir a las sesiones de Cortes: “Cuando un hombre puede sacrificarse en defensa y utilidad de su Patria, enhorabuena que se sacrifique. Pero si no puede ser útil en nada, ¿Por qué se le ha de dejar morir sin fruto? ¿Qué se opone a que se le de la licencia no solo temporal sino perpetua?”. Aun reconociendo que en Cádiz había médicos, como argumentaba Capmany, Aner se preguntaba “¿Cómo podrán curarle, cuando el clima le es contrario a su naturaleza? El señor de quien se trata ha experimentado aquí una debilidad de cabeza que no es fácil pueda repararse sino con los aires nativos”, concluía.
Parecidos argumentos aportaba el diputado José Martínez, que aludía a que los males que padecía Hidalgo era “muy añejos y muy habituales” [en su persona]. “Él no tuvo la culpa –añadió– que le nombrasen en su provincia, que bastantes veces se excusó e hizo presentes sus achaques”. Una afirmación ésta que nos sitúa en una situación insospechada, la de si se habían presentado de manera voluntaria cada uno de los diputados elegidos por Cádiz.
Martínez concluía con una afirmación clara: “Si es útil, los mismos que lo enviaron la otra vez harán que se regrese; y si no, en buena hora, que allá se cure”. Un argumento éste que apoyó el diputado Villafañe: “El permiso se le debe dar. La misma ciudad que lo envió, vera si está bueno, y le volverá a enviar, y si no enviará un suplente”.
El presidente de las Cortes argumentó finalmente que “Se le debe dar licencia, y que sea de su cargo dar aviso dentro de dos o tres meses”.
La cámara votó afirmativamente por mayoría,
Nunca volvió a la cámara. El estado de salud de Leonardo Hidalgo debía ser bastante precario pues, aunque todavía viviría un tiempo más, murió un año después, a comienzos de diciembre de 1811.
Simón López García
Nerpio (Albacete) 11 de abril de 1744-Valencia 3 de septiembre de 1831.
El último inquisidor.
Fue sin duda el diputado murciano que más veces intervino en el Congreso de los Diputados, y también el que realizó las disertaciones más extensas. Y sin duda el mejor de nuestros oradores, por más que en no pocas ocasiones sus discursos fuesen leídos.
El mejor orador murciano
Fueron las suyas las intervenciones más argumentadas de todos los representantes del Reino de Murcia, con citas y alusiones procedentes de textos anteriores, aunque siempre entresacadas de la Biblia o de autoridades eclesiásticas. Intentó con todas sus fuerzas que no se debatiesen en las Cortes cuestiones que, en su opinión, eran competencia exclusiva de la Iglesia, arguyendo que sólo ésta podía hacerlo, y que las leyes de los hombres no debían entrar en territorio privativo divino. Una estrategia que defendió ad nauseam, pero que nunca le dio resultado, en unas Cortes en las que los liberales eran mayoría y tenían claro que el éxito de su empresa constitucional pasaba por ignorar unos privilegios que consideraban caducos.
Retrato de Simón López García. Archivo Diocesano de Valencia. Simón López se distinguió en la Cortes de Cádiz por su activa lucha en contra de la ideología liberal, a pesar de lo cual, fue uno de los firmantes de la Constitución de 1812. Archivo Diocesano del Arzobispado de Valencia.
También fue el diputado de la Región de Murcia más constante, el que menos se ausentó de las Cortes. Sólo se le conocen dos solicitudes de licencias en el tiempo en el que estuvieron reunidas, la primera el 17 de junio de 1812, sin fecha de vuelta concreta, aunque consta que estaba ya de regreso al mes siguiente, y no es descartable que incluso el propio mes de junio. La siguiente solicitud de licencia data del 8 de septiembre del mismo año, para regresar temporalmente a Murcia con el fin de recobrar su “quebrantada salud”. La Asamblea le otorga una licencia de cuatro meses, pero no es seguro que llegara a ausentarse de Cádiz, toda vez que diez días más tarde, el 18 de septiembre, ya se había incorporado nuevamente a la labor del congreso para tomar parte en un debate en el que, como siempre, se alineó en la defensa de las posiciones de la iglesia, argumentando fervorosamente en contra de todas las leyes que intentaban menoscabar en lo más mínimo cualquier potestad, propiedad o privilegio eclesiástico, labor ésta en la que siempre puso el mayor celo.
Simón López fue un implacable luchador contra la Constitución y lo que significaba, intentando poner freno a cada uno de los artículos considerados progresistas -sobre todo los relacionados con la iglesia– en los que vislumbraba un intento de mermar un poder secular al que estaba convencido que nadie podía obligarle a renunciar. También a todos los que intentaban limitar el poder de Fernando VII, pues contemplaba al monarca como el brazo temporal que debía velar por la fuerza eterna de la Iglesia.
Su frase “Los gobiernos que ponen las manos en los bienes de la iglesia no tardan en experimentar la ruina”, pronunciada en septiembre de 1812 en las Cortes de Cádiz, con motivo de una discusión sobre las propiedades eclesiásticas, es bien ilustrativa de su pensamiento al respecto.
Había sido elegido en el distrito de la Plaza del Arenal, obteniendo 15 de los 24 votos emitidos. Recibió el poder el 13 de octubre de 1810, y fue, aunque muy a su pesar, uno de los firmantes de la Constitución.
En 1804, seis años antes de marchar como diputado a Cádiz, Simón López marcha a Cartagena, sumida en una epidemia de fiebre amarilla. Allí, en el Hospital militar de marina ayudará a los enfermos y suministrará los sacramentos a los más graves.
Hijo de labradores, Simón López y García nace en Nerpio, donde accede a sus primeros estudios, aunque muy pronto marcha a Caravaca, en cuya Casa-Colegio de Padres Jesuitas cursa estudios de Gramática y Retórica, pasando después al Colegio de la Purísima Concepción de San Francisco de Murcia, donde estudia Filosofía y Teología.
Tras haber sido ordenado presbítero, ingresa en la congregación de San Felipe Neri, estando destinado primeramente en Baeza (Granada), y más tarde en el de Murcia.
En 1804, un sexagenario Simón López marcha a Cartagena, sumida en una terrible epidemia, para intentar ayudar a los enfermos, atendiéndoles en sus últimas horas en el suministro de los sacramentos. En medio de una plaga que acaba con la vida de alrededor de ochenta personas diarias, Simón López cuida de estos enfermos, con gran entereza, en el Hospital Militar.
Vicente Llopis, el canónigo de la Catedral de Valencia encargado de pronunciar su Oración Fúnebre, describe de este modo el regreso a Murcia de Simón López tras su labor en pro de los enfermos de Cartagena:
Magnífico y extraordinario fue el recibimiento que a su regreso se le hizo en Murcia; un grande concurso de las personas más distinguidas de la ciudad salen a esperarle a algunas leguas de distancia. Su entrada es en medio de vivas y aclamaciones, vuelo general de campanas, colgaduras e iluminaciones; se agolpa un gentío inmenso en la Casa de la Congregación; todos quieren ver y besar la mano de este hombre extraordinario y concluyen por colocar su retrato en la Casa del Ayuntamiento al lado del de S. M.
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La congregación de San Felipe Neri, en Baeza, Granada, fue el primer destino de Simón López tras ser ordenado presbítero. Foto Ana Martín.
Su lucha en pro de los intereses del monarca y de la iglesia más tradicional –la unión del Trono y el Altar tuvo en él a uno de los más fervorosos partidarios– dio sus frutos en diversas ocasiones. La primera, tras la vuelta de la retención en Francia de Fernando VII. Se le propuso en 1814 para el obispado de Panamá, pero su avanzada edad –contaba con 70 años– le llevó a renunciar del cargo, siendo nombrado al año siguiente obispo de Orihuela, donde se distinguió ya por su denodada lucha contra todo tipo de heterodoxia, especialmente la masonería.
En su “Ensayo de un diccionario biográfico y bibliográfico”, Pío Tejera, a pesar de su proverbial diplomacia para emitir juicios sobre el carácter de los escritores analizados, alude a su intolerancia, un rasgo que fue marchamo de su personalidad durante toda su vida. “[...] de agudo y penetrante ingenio, de estilo fácil, correcto y ameno; de profundos conocimientos de los autores clásicos, de grande erudición en la Historia Sagrada y profana y de clara y despejada inteligencia, bien que algo intolerante, merced al espíritu de fervorosa piedad y cristiano celo que abrasaba su noble y virtuoso corazón”98.
López fue sin duda el más firme baluarte de su época en la defensa del Santo oficio, un Tribunal de la fe al que atribuía la máxima responsabilidad para detener los contumaces y peligrosos vientos de pecado que soplaban fuera de las fronteras españolas. Una de sus publicaciones más conocidas, cuyo sólo título es suficientemente ilustrativo de sus intenciones, es “Despertador Christiano–político”, en el que “Se manifiesta que los autores del trastorno universal de la Iglesia y de la Monarquía son los filósofos franc-masones: se descubren las artes diabólicas de que se valen y se apuntan los medios de atajar sus progresos”. En él expresa claramente muchas de sus ideas al respecto. López tiene claro que ha sido este Tribunal religioso el que ha impedido el paso de todas las lacras renovadoras que han irrumpido en otros países, corrompiendo a sus habitantes: “Gracias a la Santa Inquisición, que ha velado para impedir el libre comercio y lectura de tantos libros y folletos seductores como en estos últimos tiempos han difundido los filósofos contra la Iglesia, la Religión y los Monarcas. Sin esto, la suerte de España hubiera sido la misma que la de casi todos los Estados de Europa”99. En la misma obra hablaba del gobierno francés, con Napoleón y Josefina a la cabeza y “adoradores de bestias”, cuyos miembros sólo temen una cosa: la Inquisición. De ahí que la solución a toda “esa canalla” sea la excomunión política, civil y eclesiástica y, sobre todo: “Inquisición, Inquisición”.
Simón López y el teatro
Su denodada lucha contra el teatro, en su opinión cuna de pecados y desdichas para el hombre, estuvo presente en varios de sus discursos de las Cortes de Cádiz. Pero desde sus mismos comienzos como predicador ya había lanzado sus dardos contra el teatro, en forma de sermones desde el púlpito, clamando por un arte “afeminado” y lleno de “peligros para la moral”.
En 1789 escribe largamente sobre esto, y en 1814 publica su “Pantoja o Resolución Histórica Teológica de un caso práctico de moral, sobre comedias”, en la que ofrece una fulminante visión del teatro: “¿Qué abusos son los del teatro?”, se pregunta en la obra, para responder a continuación: “Más fácil sería contar las estrellas”.
Abuso es presentarse sobre las tablas damas y galanes pomposamente ataviados con rizos y afeites y desenvoltura para divertir y dementar (sic) los espectadores con ademanes, gestos, señas, conversaciones y narraciones de cosas amorosas o indecentes” [...] Abuso es las música afeminada, las letrillas lascivas, los bailes, los entremeses, los sainetes. Abuso es usar en el teatro de la palabra de la Escritura para cosas profanas. Abuso mezclar las fábulas de los poetas con las verdades cristinas. Abuso es gastar la vida, consumir el tiempo en estas vanidades y bagatelas. Abuso es emplear los días festivos en representar o en ver tales representaciones
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Durante su estancia en Cádiz, ante las noticias de que, después de diez meses cerrado, se abría el teatro en aquella ciudad, Simón López presentó un escrito a las Cortes en el que se escandalizaba del hecho: “Esta novedad no puede menos que chocar con la opinión pública de los buenos y honrados españoles”. Aludía a que la nación, ante la invasión francesa “cerró todos los teatros donde los había, y no pensó más que en defenderse con oraciones, rogativas, sacrificios, soldados, fusiles, pólvora y balas”.
¡El hambre, la guerra, la peste, azotes manifiestos de la divina justicia, castigando severamente toda la Nación; y en la corte sus habitantes entretenidos con las fábulas, coplas y danzas voluptuosas y afeminadas del teatro! Todos los miembros heridos y llorando, ¡y la cabeza riyendo ¿Dónde está la caridad, la filantropía, la humanidad, l a política civil y cristiana? Estos es insulta a la Nación. El Rey cautivo, el Papa encarcelado, la Iglesia de Jesucristo desgarrada y perseguida con cismas, herejías y apostasías; sus ministros errantes y proscritos, las vírgenes violadas, los templos profanados, las santas imágenes holladas, el culto divino casi desaparecido; la impiedad, el libertinage, el latrocinio, la muerte derramada por toda la Monarquía; ¡y en la corte comedias y bailes teatrales! ¿Dónde está la religión y la moral del Evangelio? ¿Dónde el respeto a los Padres de la iglesia a los Concilios, a los teólogos católicos, a los oradores cristianos, que todos unánimes reprueban los teatros y los espectáculo profanos como escuela de todas las pasiones, cátedra de pestilencia, ocupación de gente ociosa y viciosa?
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A su regreso de las Cortes, Simón López dirige un escrito al Ayuntamiento de Murcia quejándose de la representaciones teatrales y pidiendo se dirija una solicitud al Rey para que prohibiese un espectáculo tan poco edificante y tan contrario, a su juicio, con la Religión, en el que “cada cosa de por sí es contraria a la ley de Dios y la moral del Evangelio, y a la profesión cristiana”. Los resultados de tan reaccionaria solicitud encontraron, como era de esperar, un buen caldo de cultivo en el monarca absoluto por naturaleza, que el 18 de noviembre de 1814 emitió una Real Orden prohibiendo las representaciones teatrales en Murcia. Aún fue un paso más allá, exigiendo que se hiciesen las reformas necesarias en la Casa Teatro para destinar el edificio a escuela, algo que no llegó a realizarse100.
Arzobispado en Valencia
En el trienio liberal que comenzó en España en 1820, López se negó a acatar el texto constitucional, al tiempo que se opuso a explicar la Carta Magna en las iglesias, algo obligatorio según especificaba el decreto de 12 de abril de 1820, siendo por este motivo desterrado de España. Se estableció entonces en Roma, donde fue nombrado por Pío VII prelado doméstico, asistente al Solio Pontificio, y Noble Romano.
En Roma permaneció hasta que los vientos liberales tocaron a su fin, con la llegada de los Cien mil hijos de San Luis, en 1823. A su vuelta fue recompensado por su fidelidad a Fernando VII con la Cruz de Carlos III, siéndole concedido por el Papa León XII, a instancias del monarca, el arzobispado de Valencia, cargo que desempeñaría desde 1824 hasta su muerte en 1831.
Simón López había llegado a Valencia siendo ya octogenario, pero ello no impidió una esforzada e ingente labor velando por la pureza de la Religión. En ella se incluyen diversas pastorales en las que atacaba del modo más furibundo las ideas liberales y cualquier atisbo de renovación o heterodoxia dentro de la iglesia.
Uno de sus primeros actos en Valencia fue confirmar la llamada Junta de Fe, que no era más que el Tribunal de la Inquisición con un nuevo nombre, asumiendo él mismo la presidencia. Estos nuevos tribunales podían recibir denuncias exactamente igual que el anterior, pudiendo obrar de modo más libre incluso, por no estar supeditados a ninguna institución central.
Aunque se establecieron en diversas partes de España, en ningún otro lugar llegó más lejos que en Valencia. Allí le cupo a Simón López el dudoso honor de presidir el tribunal del último condenado a muerte por este rebautizado Santo Oficio, el incoado al maestro Cayetano Ripoll, un liberal entre cuyos delitos se citaban el haber sustituido en su escuela la jaculatoria “Ave María Purísima”, por “Alabado sea Dios”101.
En la calle Sacramento 42 (antiguo Sacramento 232) se alojó Simón López durante su estancia en Cádiz. Foto: Ana Martín.
Intervenciones en las Cortes
El 22 de enero de 1811, en el Congreso de los Diputados, Agustín Argüelles declara que las Cortes no dejarán las armas hasta recobrar su Rey y su independencia, y defiende en una proposición que todo español de entre 16 y 45 años sea considerado soldado de la patria sin distinción de clase ni estado.
Simón López toma parte en el debate aludiendo a que en el Reino de Murcia se había hecho en mayo de 1810 un alistamiento general a todos los hombres de entre 16 y 60 años capaces de manejar las armas, “para defender la Patria”. “Con este alistamiento –asegura– se organizó todo el Reino, formando compañías y batallones en todas las parroquias de los pueblos”. El alistamiento, según expone, consiguió espléndidos resultados, tanto que, “una vez que entraron los franceses, en dos o tres días se juntaron cerca de 70 a 80.000 hombres con mucho orden y formalidad, de modo que atemorizaron a Sebastaini, como que no llegó a Murcia, y tuvo que volverse, porque vio que todos los valles, caminos y barrancos estaban cubiertos de batallones y de gente armada que concurrían a la defensa de la Patria”. López apoyó la propuesta de Argüelles, y la calificaba de semejante a la que se había hecho en Murcia, exponiendo que sería conveniente que la aprobaran igualmente las Cortes “aprobando lo que hizo el reino de Murcia, lo cual sería de grande satisfacción para aquellos naturales”.
El 28 de enero se produce en las Cortes un debate a propósito de la publicación de un artículo en el periódico “La Triple alianza” por unas frases que algunos estiman injuriosas para la religión. En ellas se dice que cuando se pelea en defensa de la patria, los hombres desprecian la muerte. López interviene en el debate recordando el compromiso primero de las Cortes, que “fue la defensa de la Religión Católica”. “Persuadámonos –dice– de que los medios de hacer la guerra son principalmente los que apoyan la religión”, asegurando que sólo de ese modo, se contará con la providencia divina y podrán salir de la prueba en la que se encuentran los españoles.
La religión, tan habitual en las Cortes, hace nuevamente acto de presencia el 25 de febrero de 1811. Domingo García Quintana propone que se hagan rogativas públicas y penitencias para aplacar la cólera de “Dios justamente indignado contra los Gobiernos y los pueblos”. López aplaude esta idea: “debemos aplacar a Dios, y tener entendido que ninguna cosa nos saldrá bien si Dios no la bendice”. De ahí que, siendo época de carnaval –“una época destinada a la prostitución y a todos los excesos”, según había dicho el anterior diputado–, López proponga que se cierren desde “mañana los espectáculos públicos; dénse testimonios públicos de religión”. “Dios está enojado –concluye– y es necesario desenojarle con ejercicios prácticos de religión. Si no lo hacemos así, nada nos saldrá bien”.
Simón López se opuso rotundamente en todos y cada uno de los asuntos tratados por el congreso en los que se cuestionaba la autoridad de la iglesia o se debatía algo relacionado con ella, argumentando siempre que las Cortes no tenían autoridad para ello.
El 8 de abril de 1812 intervino en un debate en el que se discutía si se extendía la exacción de plata a las iglesias, –que se había votado para España–, a las colonias americanas. López se opuso arguyendo que “semejante orden atraería la indignación del cielo” y que era contraria a las leyes divinas y humanas, pero el Presidente le recordó que el decreto había sido aprobado ya, y que sólo se trataba de establecer si debía extenderse a América.
Cuatro meses más tarde, el 2 de agosto de 1812, se exponía en Cortes el borrador de un decreto elaborado por la comisión Eclesiástica y de Hacienda sobre organización, mantenimiento y presupuesto de los hospitales militares. López adujo, nuevamente, que el Congreso no tenía autoridad para tratar semejantes asuntos y “que los poderes que habían dado los pueblos a sus representantes se limitaban solo a los negocios civiles y políticos, pero no se extendían a los eclesiásticos”, añadiendo que aunque lo hubieran otorgado para estos asuntos “serían absolutamente nulos, puesto que el pueblo no puede mezclarse en cosas que no le pertenecen, y que son indudablemente privativas de la autoridad eclesiástica”. Añadía, para terminar, que Francia e Italia habían experimentado su perdición por haber despreciado esta doctrina y que “lo mismo sucedería a la España si adoptase las ideas de aquellas en este particular”.
Intervenciones en la elaboración de la Constitución
El artículo primero de la Constitución, debatido el 25 de agosto de 1811, provoca un gran revuelo en las Cortes, sobre todo por parte de los representantes del clero, que quieren introducir matices netamente religiosos en él.
El artículo decía que “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Simón López se suma a la opinión de otro diputado que invoca el que se incluyan de manera más clara en la Constitución los principios religiosos y: “Es conveniente que hagamos una protestación más solemne de nuestra fe; es necesario que se haga la de la encarnación del Hijo de Dios”. “Esta declaración es tanto más necesaria –añadía– cuanto que estamos en un tiempo en el que reina mucho la herejía de la filosofía, tan contraria a esta religión que tanto nos honra, y sin la cual nada se pude salvar” [...]. López se lamenta de que en el artículo no se haga mención de Jesucristo y de “la Purísima Virgen María, conforme se hace en los Concilios y se previene en la ley de Partida”.
Simón López fue el diputado murciano con mayor número de intervenciones en las cortes. Colección de sus discursos realizados en el Congreso de los diputados, editados en Cádiz en 1813.
La discusión del artículo 5 de la Constitución suscita el 30 de agosto de 1811 un debate en el Congreso. El artículo dice así: “La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen”. Simón López propone que se modifique y quede de la siguiente manera: “La Nación está obligada a proteger por leyes sabias y justas la religión católica, apostólica, romana, y sus ministros”, desposeyéndola, por tanto, de cualquier matiz liberal y progresista.
En la misma onda que el resto de sus intervenciones, Simón López, refiriéndose al artículo 20 de la Constitución, que hablaba de los requisitos que debían cumplir los extranjeros para obtener Carta de Ciudadano español, pedía el 4 de septiembre, que se añadiera como requisito “que hubiesen de ser buenos católicos”, a lo que se le replicó que no era necesario puesto que ya estaba exigida la calidad de católico en los artículos anteriores.
Asimismo, intervino en lo referente al artículo 21, en el que se especificaba que son españoles aquellos hijos de ciudadanos extranjeros domiciliados en España. López pidió que se hiciera una excepción con los franceses, ya que, siendo países limítrofes, “y habiendo la facilidad de irse ingiriendo y mezclándose unas familias con otras, nos podrían acarrear para lo sucesivo grandísimos males”.
Añadió que los franceses, por su “deseo de gobernar y de revolver todo el mundo, me parece que debemos evitar que se establezcan con tanta facilidad entre nosotros”. Remarcaba finalmente que el odio generalizado existente en todos los lugares contra los franceses se debía a “haber sido traidores a todos los Gobiernos y contrarios a todas las religiones, merecen que se haga alguna diferencia con respecto a ellos en este artículo”. Como las anteriores, tampoco prosperó esta petición.
El artículo 104 de la Constitución, debatido el 29 de septiembre de 1811 expresaba: “Se juntarán las Cortes todos los años en la capital del Reino”, Simón López opinaba que acarrearía demasiados inconvenientes una reunión de Cortes todos los años “porque tres meses de Cortes, tres acaso de ida, tres de vuelta, etc., siempre estaríamos con Cortes”. El artículo fue aprobado en su redacción original.
Tampoco tuvo éxito Simón López en su intervención para modificar el artículo 128: “Los diputados serán inviolables por sus opiniones, y en ningún tiempo ni caso, y por ninguna autoridad, podrán ser reconvenidos por ellas”. El diputado pedía que se añadiera una palabra “Los diputados serán inviolables por sus opiniones políticas”, juzgando necesaria la adición propuesta por él “pues de lo contrario, dejando correr el artículo como está, quedaría a cubierto el Diputado aun cuando en sus dictámenes impugnase nuestra santa religión, y esto no lo puede permitir V. M.”.
Iglesia y Constitución
El 18 de septiembre de 1812 se produce en las Cortes otra discusión que tiene como eje central la iglesia y sus propiedades, en la que vuelve a intervenir con prodigalidad Simón López. Se hace referencia a un decreto, de 17 de junio de ese año, en el que se establece el secuestro de todos los bienes pertenecientes a establecimientos públicos, cuerpos seculares, eclesiásticos o religiosos extinguidos, disueltos o reformados a resultas de la insurrección o a instancias del Gobierno intruso. López se queja en su intervención de la escasa consideración para con la iglesia, a pesar del enorme papel que hace en la sociedad:
¿Qué poderoso, qué adinerado mantiene tantos hambrientos como un convento, aun los que viven de pura limosna, como los franciscanos? ¿Y se dirá que son gravosos a los pueblos? ¿Que son mal empleadas las limosnas que se les hacen? Que debieran destinarse a otros objetos más útiles al Estado. ¿No son al Estado de suma importancia los sacrificios, las preces, las oraciones, los salmos que continuamente ofrecen a Dios los religiosos? ¿Hay Estado sin religión? ¿Hay religión sin ministros? ¿Hay ministros que pueden vivir ni servir sin vestido, comida y alojamiento? ¿Hay quien vista y coma con mayor pobreza y moderación que un religioso?
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López argumentó que los bienes que tienen los regulares no son de los frailes ni de los clérigos, ya que ellos no poseen más que la administración y el usufructo: “se trata de bienes de Dios, y a él deben rendir cuentas como simples administradores”.
La afirmación parece que movió a risa en el congreso, por la insistencia del diputado de que no deberían reírse cuando se habla de un asunto tan importante como la Religión.
Establecida la premisa que pretendía, estableció la afirmación que le interesaba exponer: “Si sería una impiedad quitar a un pobre la limosna que se le ha dado, ¿cuánto mayor lo será quitar a Dios lo que una vez se le ha ofrecido?”. López iba aún más lejos en su exposición, argumentando que la iglesia debía estar exenta de todo tipo de tributos sobre sus bienes: “De aquí viene la inmunidad de las cosas eclesiásticas, porque son de Dios, y Dios no debe pagar tributo”.
Simón López aludía a lo que el entendía que era su obligación como diputado:
Mi provincia no me ha enviado a reformar religiones, sino a defender la Religión, la Patria y el Rey: esta es mi misión, este el principal encargo: ‘mire Vd. Por la Religión’, me decían mis comitentes al marcharme. Además, ¿se reformarán los religiosos obligándolos a andar errantes, disfrazados, sin hábito religioso, sin sujeción al legítimo Prelado, sin asilo fijo, sin clausura, sin regla ni medio de guardarla? Esta es la reforma francesa. ¡No permitirlos que entren en sus conventos, y vean siquiera la desolación que les ha causado el enemigo, y recojan y aprovechen el mueble quebrado o el escombro de sus arruinados edificios! ¿A quien se le prohíbe entrar en su casa invadida o robada? Al fraile solamente
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El 12 de octubre de 1812, intervenía Simón López en otro debate, en esta ocasión sobre la abolición de la contribución conocida como voto de Santiago. López volvía a pedir al congreso que “no se introdujera en el santuario”, y que se limitase a sus facultades, ya que “por alto que sea el dominio de V. M. no se extiende a las cosas espirituales”.
El 20 de noviembre se produjo una de las intervenciones de Simón López que más polémica habrían de producir en la cámara. En ella se refería a las injurias que a su parecer había vertido contra la religión el bibliotecario del congreso, Bartolomé Gallardo “que ha escandalizado al mundo con un libelo lleno de blasfemias y de sátiras contra la religión de Jesucristo”. “El que ultraja a la Religión es enemigo de la sociedad –afirmaba– y todo ciudadano tiene derecho a pedir su castigo”.
“Si no he de abogar por la religión ultrajada; si porque yo hablo se me ha de insultar como a fanático, tratándome de seducido e indiscreto, me saldré ahora mismo del Congreso para no volver jamás”, espetó.
A propósito de este tema, López recordó que la Junta de Censura declaró que el “Diccionario crítico burlesco” era subversivo e injurioso a los ministros de la iglesia y a las órdenes religiosas, y que, por lo tanto, Bartolomé Gallardo había quebrantado sus obligaciones de ser fiel a la Constitución. “La nación está escandalizada, la Religión ofendida, el Congreso desacreditado, la Constitución quebrantada”. El diputado pedía su expulsión del empleo del bibliotecario, así como otras penas que el congreso estimara.
La petición suscitó la intervención de otro diputado que solicitaba que no se tratase el asunto para evitar que se tomara la Religión nuevamente como pretexto para poner en cuestión las Cortes.
Desde este punto todo fue desorden, y nada pudimos oír con propiedad; hubo 6 u 8 señores diputados levantados a la par, todos hablaban y a nadie se entendía”... “El señor presidente no podía hacer entrar en el orden, por los gritos [...] y los señores diputados ni sabían por qué se levantaban ni se sentaban; todo era confusión. [...] habiéndose vuelto a suscitar las mismas reyertas, que omitimos por decoro” [...] se votó en contra de la deliberación por 64 votos contra 40, en medio de un ‘bravísimo’ de algunos espectadores
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Supresión de la Inquisición
Tras la aprobación de la Constitución, quedaba por delante la ingente tarea de la plasmación en leyes de su articulado y espíritu. Las miras estaban puestas entonces en el Tribunal del Santo Oficio.
Desde el 22 de abril de 1812, poco después de ser aprobaba la Carta Magna, se había puesto en manos de una comisión la elaboración de un informe sobre la compatibilidad entre Constitución e Inquisición. Fueron necesarios siete meses y medio para que la comisión tuviera a punto el dictamen. El ocho de diciembre se leía en el Congreso el dictamen, y se fijaba para un mes más tarde, concretamente para el 4 de enero de 1813, su discusión. El 6 de enero se abría la sesión del Congreso con un escrito de Simón López en el que exponía sentirse engañado por esta forma de proceder: “nunca pensé que se la autorizaba [a la comisión] para proponer la supresión de este Tribunal y la sustitución de otros tribunales protectores de la religión”, alegando que la delegación debía haberse limitado a dilucidar si el Tribunal de la Suprema Fe era incompatible con algún artículo de la Constitución. Aseguraba que esos compromisarios no tenían comisión para proponer su supresión: “Deshágase el error; no rehusemos volver atrás: de sabios es mudar de parecer”. Se trataba de una vuelta del diputado López a la misma táctica que había llevado a cabo desde el comienzo mismo de sus intervenciones en el congreso, negando la potestad para poder tomar determinadas decisiones, y que, una vez más, no le dio resultado.
Un decreto de 22 de febrero de 1813 dictaminaba la abolición de la Inquisición.
El 13 de julio de 1813, estando ya el congreso en la recta final de su legislatura, Simón López tildaba de sacrilegio el hecho de haberse instalado las Cortes en un lugar sagrado, “una profanación tan escandalosa” que calificaba como “un robo contra toda ley de lo que está dedicado a Dios, de lo que es solo de Dios, y de lo que solo Dios puede disponer”. Explicó los distintos modos de cometer sacrilegio, encuadrando en uno de ellos el hecho de haberse instalado las Cortes en ese edificio, pidiendo finalmente al Congreso que manifestase su desagrado por esta circunstancia “dando con esto, según debía, una prueba de piedad y catolicismo”.
Sin embargo, el diputado Antillón, abogado, replicó que sus palabras eran poco decorosas al Congreso Nacional, que sólo probaban su “ignorancia en la historia de España, y aun en la jurisprudencia canónica; así, que era inútil y ocioso refutar sus argumentos, cuando solo se debía compadecer al autor”.
El 8 de septiembre de 1813 las Cortes debaten sobre la posibilidad de recurrir a bienes propios y arbitrios, entre ellos a propiedades de la Inquisición, para hacer frente a la cuantiosa deuda contraída por el estado a consecuencia de la guerra. Tras haber debatido sobre lo referente a la Inquisición le tocó el turno al tercero de los arbitrios: el sobrante de los bienes de los conventos que ahora administra el Gobierno, después de proveer al culto y a la decente manutención de los religiosos.
Simón López es el primero en intervenir, proporcionando argumentos en su conocida línea de negar la potestad del congreso para cada asunto tratado. “Yo entiendo que no puede aplicarse este fondo para la extinción de la Deuda pública, porque no se puede aplicar para este ni para ningún otro fin aquel fondo sobre el que no hay dominio, y la Nación no tiene dominio ni señorío sobre estos fondos para trasferirlos a los acreedores de la hacienda pública”.
Se pregunta por qué razón pueden pertenecer estos bienes al estado:
¿No se les conoce dueño? ¿Han venido a sus manos por títulos o medios ilegítimos? ¿O han sido adquiridos contra derecho? Pues ¿Por qué se ha de disponer de ellos?”. Más adelante afirma. “La Nación autorizada por sus Diputados, que es justa, que estriba y hace alarde de gobernarse por leyes justas, ¿ha de decretar una injusticia tan manifiesta? ¡Despojar a los militares de Jesucristo, a estos soldados espirituales que militan bajo las banderas de Jesucristo! Por qué, ¿tienen menos derecho a sus sueldos que la Iglesia, que es la propia dueña de sus bienes?
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Simón López se refería también a la incongruencia en que, a su parecer, incurrían las Cortes y la Constitución en este tema: “Se inculca mucho el derecho de propiedad; ¿Y será solo ilusorio este derecho para la iglesia y sus ministros? ¿Qué dice la Constitución que tanto se cita y tan poco se guarda? Que la Nación está obligada a conservar a los españoles su propiedad”.
Afirmó que los tributos que pagan los pobres a la iglesia son como un vasallaje a Dios por todo lo que de éste recibe. Por todo ello, acababa su disertación pidiendo a las Cortes no sólo que no tomaran estas propiedades, sino que mandasen que les devolviesen todos sus bienes “de los robos y extravíos que han sufrido. Esto es más bien lo que debe mandar el gobierno antes que disponer de ello y acabar de robar lo que han dejado los franceses”.
Isidoro Martínez Fortún
Abogado.
Cartagena.
El diputado que abogó por un alcalde para todos los pueblos de España.
El 7 de octubre de 1804 era nombrado regidor del concejo de la ciudad de Cartagena, un cargo que ya habían detentado otros Martínez Fortún en diversas ocasiones desde 1530.
En sesión de 12 de abril de 1808, el Ayuntamiento de Cartagena se compromete a celebrar con distintos actos simbólicos el advenimiento al trono de Fernando VII, e Isidoro Martínez Fortún es elegido, junto al también regidor Vicente Anrich, para custodiar el retrato del nuevo rey.
El 23 de abril, ante la revuelta popular de los cartageneros al enterarse de que Fernando VII se encuentra en Bayona, Martínez Fortún fue uno de los regidores del ayuntamiento de dicha ciudad que se personan en el ayuntamiento para intentar calmar a la muchedumbre y “para evitar pasase adelante el furor del pueblo y acallarlo, sosegarlo y tranquilizarlo”102.
Isidoro Martínez Fortún no había sido elegido diputado en primera instancia. Tras una votación que no estuvo exenta de incidentes, se produjo un empate entre tres candidatos: Francisco de Paula Egea, Ciro García y Francisco Miguel Antón. Fue Ciro García, Gobernador de Cartagena, quien, mediante un sorteo, saldría finalmente elegido, siendo nombrado diputado. Sin embargo, a falta tan sólo de 15 días para la Constitución de las Cortes, García manifiesta su imposibilidad de asistir, aludiendo a su falta de sueldo, ya que, según manifiesta, se le debía 36.000 reales de su salario. Ante su negativa, le sustituyó Isidoro Martínez Fortún, que dos meses antes, en julio de 1810, había reclamado dinero para su manutención.
La noche del 24 de octubre de 1810, durante la sesión secreta, se presenta Isidoro Martínez Fortún en el congreso, junto a otros 14 nuevos diputados, entre ellos, los representantes del Reino de Murcia Juan Sánchez Andújar, Vicente Cano Manuel y Nicolás Martínez Fortún.
El 18 de mayo de 1811 se lee en las Cortes un informe de la Junta Superior de La Mancha en el que se expone el comportamiento irregular y las vejaciones a que está siendo sometida la población por parte del comandante de las tropas que permanecen allí, indicando que los procedimientos empleados por el mismo para conseguir dinero y grano para el ejército, más parece “obra de Napoleón” que de un militar español, por las tropelías continuas de que son objeto.
Se suscita una discusión en la que intervienen varios diputados -entre ellos el murciano González Llamas y Nicolás Martínez Fortún-. Isidoro recrimina a la cámara que, pese a haber sido advertida por él sobre este tipo de actuaciones, no hubiera adoptado hasta la fecha ninguna acción: “Ya en la isla de León tuve el honor de hacerle presente el proceder del ejército del Centro con motivo de una representación de la Junta de Murcia; sufrí un bochorno. V. M. no quiso tomar ninguna providencia, y ahora se ven los resultados”.
En diciembre 1810, en la discusión del Reglamento de Provincias, se mostró partidario de que cada una gestionara los tributos que pagase a Hacienda, y que, con lo recaudado, se atendiese primero las necesidades propias de cada una.
El 1 de julio de 1811, apoyado por el diputado Alonso María de Vera, presentó un voto en el que pedía la abolición de los señoríos jurisdiccionales y de vasallaje “y en cuanto a las fincas o propiedades si hubiese algunas tan ilegítimamente dadas que deban volver a la Corona sin recompensa alguna al señor que las tenga, con plena justificación de que así debe hacerse, desde luego que se agreguen a la Nación sin pago alguno”. Añadiendo asimismo que “no convengo en que la Nación le tome a poseedor alguno su propiedad si no le satisface su precio en el mismo acto de la entrega, pues lo demás lo tengo por un engaño, del cual debe la Nación siempre alejarse”. Isidoro proponía, finalmente que se procediera en todo “con la justicia que requiere asunto de tanta gravedad, se obre en el particular en términos que, recobrando cada uno el derecho que de ley le corresponda, no quede motivo para quejas y reclamaciones fundadas en derecho y justicia”.
En el proyecto de Constitución apenas intervino. Lo hizo en enero de 1812, en el capítulo referente a los ayuntamientos, para expresar su disconformidad en la posibilidad que se ofrecía a un ayuntamiento de tener más de un alcalde. Se preguntaba qué ocurriría en un pueblo con dos alcaldes si estos asistiesen juntos: “Teniendo ambos igual autoridad [...] ¿cuál presidirá? ¿Y qué lugar ocupará, si concurre, el jefe político?”.
También propuso, en contra de lo que decía el artículo 308 de la Constitución, que remarcaba que la obligatoriedad de que todos los pueblos con más de 1000 almas tuviesen ayuntamiento, que éste pudiera existir en todos los pueblos sin excepción: “Yo tengo por conveniente que haya ayuntamiento en todos los pueblos, aunque no lleguen a 1000 almas, pero no todos podrán costear los gastos del escribano, etc., etc., así que convendría proponer alguna medida con respecto a este punto”.
Sin embargo, sus propuestas no fueron aceptadas en ninguno de los dos casos.
En enero de 1812 se debatía en las Cortes sobre las diputaciones. El artículo 325 preveía la renovación de la Diputación Provincial cada dos años por mitad. Isidoro Martínez Fortún hizo notar el perjuicio que podría tener los miembros de las diputaciones, por tener que permanecer cuatro años en la capital, “con notable perjuicio de sus obligaciones particulares”, pero se le argumentó que no era precisa su permanencia en la capital, pues el corto número de sesiones les permitiría atender a sus asuntos particulares.
Nicolás Martínez Fortún
Agricultor
El parlamentario que carecía de elocuencia y conocimientos
En los dos momentos constitucionales del reinado de Fernando VII, Nicolás Martínez Fortún desempeñó cargos representativos en el municipio de La Palma. A su regreso de las Cortes de Cádiz, tras haber apoyado con su firma la Constitución de 1812, era elegido alcalde de la villa. Era finales de 1813, pero su cargo sería breve, pues en mayo de 1814, la vuelta del monarca y la consiguiente abolición de la Constitución, acabaría con los ayuntamientos democráticos.
Diez años después, Nicolás Martínez Fortún volvería a los cargos de representatividad en dicho ayuntamiento, siendo elegido regidor del municipio en 1822, último año del trienio constitucional.
No fueron, desde luego, las artes oratorias de Nicolás Martínez Fortún, sus mejores armas.
Aunque fue bastante más pródigo en sus intervenciones que Isidoro, él reconocía publicamente tener este problema. No debía ser fácil disertar en aquella primera Asamblea en la que se adoptaba por primera vez unas fórmulas de incipiente democracia en nuestro país, y en la que habían coincidido algunos de los mejores oradores de nuestra historia parlamentaria, como Argüelles, Muñoz-Torrero o el conde de Toreno, capaz de desarbolar con su contundente discurso el mensaje mejor elaborado.
El 28 de junio de 1812 reconocía Nicolás esta incapacidad suya al dirigirse a las Cortes en un escrito, en el que ofrecía la clave de su escasa participación en los debates: “la falta de elocuencia es la que seguramente me detiene para hacer presente mi dictamen en muchas ocasiones”. Aludía también a su “escasez de principios”, razón por la que pedía a la Asamblea que “tenga la bondad de disimularme las equivocaciones que padezca y asimismo la debilidad de mi explicación, pues como he dicho carezco de principios, porque a la verdad, soy un labrador, acostumbrado solo a entender del punto de agricultura”.
De su dedicación a la agricultura da fe en otras intervenciones suyas: [...] he cortado leña con mis manos, he labrado en estas tierras, he guardado ganado y he hecho otras faenas”, comenta en un debate a propósito la propiedad de los montes el 22 de diciembre de 1811.
En unas declaraciones absolutamente sinceras a las Cortes, Nicolás Martínez Fortún aludía a su “escasez de principios” y pedía a la asamblea “Tenga la bondad de disimularme las equivocaciones que padezca... porque la verdad, soy un labrador acostumbrado solo a entender del punto de agricultura. De su dedicación a la agricultura da fe en otras intervenciones suyas: [...] he cortado leña con mis manos, he labrado en estas tierras, he guardado ganado y he hecho otras faenas”, comenta en un debate a propósito la propiedad de los montes el 22 de diciembre de 1811.
El 11 de mayo de 1811, recién regresado de un viaje al Reino de Murcia, Nicolás Martínez Fortún participaba en un debate cuyo origen había escandalizado al congreso: los desmanes originados por el ejército del centro en La Mancha al extralimitarse considerablemente a la hora de recaudar para cubrir sus necesidades: “Acabo de llegar del Reino de Murcia –dijo– de donde soy representante; he visto los males que está causando este ejército por medio de sus comisionados, tan dispuestos a destruirlo todo que hablando verdad, a los ricos los han dejado pobres, y a los pobres locos. Lo cierto es que si sigue este despotismo y no se corta de raíz este mal, mayormente en los días que estamos (pues cuando yo vine estaban ya segando), no podrán recoger aquellos labradores los pocos granos que hay en las eras. Pido a V. M. que encargue al Consejo de Regencia que mande retirar esos comisionados, que llevan consigo una porción de soldados para verificar las exacciones, llenándose ellos de dinero”.
Participó en el debate de la abolición de los señoríos, otro de los temas que más discusiones suscitó en el parlamento. Nicolás Martínez Fortún aludió a la dificultad de dilucidar lo que había de restituirse a la corona, y se mostró partidario de nombrar un tribunal que no estuviese compuesto por diputados, en la confianza de que “estos hombres discernirán libremente de lo justo y de lo injusto, y darán a cada uno lo que le pertenezca”.
Las guerrillas habían proporcionado muchas noticias agradables para la causa española, pero también muchos quebraderos de cabeza. De ahí que, en agosto de 1811, se intentara acabar con tal situación valiéndose de un Reglamento de Partidas de Guerrillas cuyo borrador no satisfizo prácticamente a nadie, provocando un enconado debate en las Cortes. Nicolás Martínez Fortún fue uno de los que más decididamente se opuso al mismo, argumentando que “sería el día más cumplido para Napoleón el día en que llegase a sus manos un reglamento tal como este aprobado por el Soberano Congreso”.
Las guerrillas habían proporcionado muchas noticias agradables para la causa española, pero también muchos quebraderos de cabeza por los desmanes que, bajo la excusa de defender la causa española, provocaban muchos indeseables. De ahí que, en agosto de 1811, se intentara acabar con tal situación valiéndose de un Reglamento de Partidas de Guerrillas cuyo borrador no satisfizo prácticamente a nadie, provocando un enconado debate en las Cortes.
Nicolás Martínez Fortún fue uno de los que más decididamente se opuso al mismo, argumentando que este reglamento era el más adecuado para acabar “con todas las guerrillas que hay en el Reino”, y añadió que “sería el día más cumplido para Napoleón el día en que llegase a sus manos un reglamento tal como este aprobado por el Soberano Congreso”. El diputado abogó por un reglamento más sencillo, en el que se velase por que “las justicias estén sujetas y respeten las justicias de los pueblos, y a que no cometan con estos las vejaciones que algunas han cometido”.
El 25 de agosto de 1811 comienza a debatirse el proyecto de Constitución. Una propuesta de Francisco Gómez Fernández, diputado por Sevilla, causa un auténtico revuelo en el congreso por parecerle a los diputados, de forma general, auténticamente descabellada. En ella pedía que, con cada uno de los artículos se adjuntara un detenido examen explicando el por qué de su propuesta y todas las leyes anteriores relacionadas con la que se quiere aprobar. Ante el malestar general del Congreso, es Nicolás Martínez Fortún el primero que en manifestarse, y lo hace con una frase contundente y expresada de la manera más gráfica, directa y hasta campechana, como demostró él mismo que era su carácter en cada una de sus intervenciones en Cortes. En ella aseguraba que, en caso de admitirse tal propuesta “yo desde luego hago renuncia de mis poderes y me retiro a mi pueblo”.
Apoyando la propuesta del diputado Vicente Terrero, que se oponía de forma rotunda a que a los funcionarios que venían de provincias ocupadas se les abonase ningún sueldo sin antes haber comprobado si habían cometido delito de infidencia (deslealtad), Nicolás Martínez Fortún expresaba (16 de junio de 1811) que era conocedor de que se habían producido desastres en las quintas, tales como que les tocase ir al frente a hijos de viuda o de padre sexagenario. Aludía igualmente a la tragedia que suponía para un labrador mayor el hecho de que un hijo joven se fuese a la guerra, teniendo que abandonar el cultivo de las tierras, y acusaba a las Cortes de que “los desastres que causa esta novedad en las respectivas familias no son aliviados ni oídos por V. M. como los gemidos de esos empleados que han estado calculando y entre el enemigo”.
En un debate sobre la Constitución que hacía referencia a la propiedad de los pobres, en diciembre de 1811, Martínez Fortún demostraba sus conocimientos de agricultura, expresando que el monte “es un tesoro inagotable para el pobre, pues en él halla la leña, el esparto, la chaparra, la palma, la grama, el palmito, etc.”. Alude a que en el invierno, cuando no puede trabajar las tierras, el pobre se retira al monte, “donde constantemente tiene su jornal duplicado porque recoge leña, esparto y demás”, pudiéndolo vender después, lo que le permite subsistir junto con su familia, pero “esto es algo que no podrá hacer siendo estos montes de particulares”. El diputado pedía que el artículo volviese a la comisión para que tuviese en cuenta todo lo dicho “pues como está ahora traerá perjuicios incalculables”, y así se hizo.
El 28 de febrero de 1812 la Asamblea concedía a Nicolás licencia por treinta días por hacer fallecido un tío carnal suyo, aunque se especificaba que antes de marcharse debía dejar estampada su firma en la Constitución.
El dos de septiembre de 1812 se leía en las Cortes un oficio suyo en el que se aseguraba que estaba enfermo, acompañada del correspondiente parte médico. La ausencia se prolongó, a pesar de los reiterados avisos para que se reintegrara a ellas. El 29 de enero de 1813, un año y un mes después de haberse marchado de ellas, aseguraba a la Asamblea en un escrito que estaba “esperando proporción para venir a Cádiz, a fin de presentarse al Congreso en cumplimiento de la orden de S. M. que se le había comunicado”.
José María Rocafull y Vera
Militar
Lorca (Murcia) 1756-1814
El diputado más lacónico
Militar de carrera, José María Rocafull era miembro de una importante familia de la nobleza de Lorca, hijo primogénito de José Tomás Rocafull Puxmarín, coronel del Regimiento Provincial de Lorca.
A comienzos de 1778, con tan sólo 21 años, es nombrado teniente, y seis años más tarde capitán. En 1789 era capitán de granaderos en el regimiento provincial de Lorca.
Formó parte de la primera Junta de Gobierno de Lorca, siendo designado poco después Presidente de la Junta de Defensa.
Vivienda en Cádiz de José María Rocafull, en la calle Sagasta 82, (antigua Amargura 87). Foto: Ana Martín.
Cuando en marzo de 1809 se busca la persona más idónea para ostentar el mando del Regimiento Provincial de Lorca, con vistas a su adecuada organización, un informe realizado por el corregidor de Lorca afirma que “es la persona más pudiente de este pueblo en quien concurre la aptitud y demás circunstancias necesarias”, asegurándose que había estado presente en diversas campañas. La última que se cita es en Orán, “cuando se perdió para España en 1791”, “donde se halló en los puestos de mayor riesgo”.
Asimismo, se alude en el escrito a su carácter caritativo, citándose su labor en la Junta de Caridad que se formó con motivo de la rotura del Pantano de Puentes, en abril de 1802, y que había realizado diversos préstamos para asuntos urgentes de Lorca, por los que se le adeudaba más de cien mil reales.
Rocafull fue, como antes lo había sido su padre, alcaide por S. M. de la cárcel de Murcia, ya que tal título estaba asociado a la familia de los Puxmarín. También fue miembro de la Junta de Sanidad, personero y diputado del común de la ciudad de Lorca.
En enero de 1810 fue nombrado vocal de la Junta de Murcia.
Estuvo al frente de la Milicia Honrada de Lorca, y desempeñó en aquella ciudad un papel muy activo para organizar su defensa.
El 18 de febrero de 1809 encabezó el grupo de especialistas militares que se habían encargado de elaborar un plan de defensa para la ciudad. El proyecto103 especificaba que, dado el carácter llano de la ciudad, la defensa debería estar hecha desde las alturas para que fuese eficaz. Por esa razón, se establecen tres líneas de defensa, que se irían estrechando en torno al castillo, cuyas murallas constituirían el último reducto, aunque por su capacidad, 335 metros de ancho por un kilómetro de largo, sería suficiente para que el pueblo se refugiara tras sus murallas en caso de necesidad.
El 12 de febrero de 1810 fue elegido diputado por Murcia. Aunque no participó en debate alguno en las Cortes de Cádiz, perteneció a las comisiones de Hacienda, Poderes, Examen de memoriales y la Comisión de Honor. Asimismo, fue vicepresidente de la Asamblea, cargo para el que fue elegido el 24 de octubre de 1811.
Alfonso Rovira y Gálvez
El presbítero que renunció a sus emolumentos como diputado
Presbítero 1747-1814 Lorca (Murcia)
En diciembre de 1771 es nombrado canónigo lectoral de la Colegiata de San Patricio de Lorca, correspondiéndole la explicación de los libros sagrados y las diversas cuestiones de la Biblia, y estando a su cargo, igualmente, la formación de los seminaristas en los temas bíblicos.
En enero de 1785 toma posesión como racionero de la Santa Iglesia Catedral de Cartagena.
Rovira desempeñó posteriormente una labor de inquisidor en Madrid y, entre 1794 y 1796, fue censor en Murcia, estando vinculado a la Sociedad Económica de Amigos del País en esta ciudad.
Alfonso Rovira vivió en Cádiz junto a la Alameda. Foto: Ana Martín.
En 1809 fue nombrado para una canonjía en la Catedral.
Pío Tejera lo califica de “Distinguido sujeto y virtuoso sacerdote”, alabando sus virtudes literarias: “Como escritor es bastante aceptable, de lenguaje correcto y de natural e insinuante elocuencia”. Sus obras fueron exclusivamente de historia religiosa y devoción, entre ellas se cuenta el Elogio fúnebre leído en Real Convento de Santo Domingo en las solemnes Exequias celebradas el día 27 de septiembre de 1784 a la memoria de Manuel Rubín de Celis; y el Elogio fúnebre leído en las exequias de Carlos III en la Catedral de Murcia en 1789, así como “Desagravios al Santísimo Sacramento” y “De lo cocurrido en la Santa Misión que en Murcia hizo el R. P. Fr. Diego José de Cádiz”.
Su obra más conocida es “Elogio histórico sobre la vida, virtudes y milagros del Beato Andrés Hibernón”.
En el período de la Guerra de la Independencia fue Presidente de la Junta de Murcia.
Se presentó como diputado en las Cortes el 25 de octubre de 1810.
Pese a lo bien fortificado de Cádiz, sus firmes defensas y el constante avituallamiento que tenía la ciudad por mar, no faltaron voces reclamando que el Congreso se marchara de una ciudad sitiada a otro lugar teóricamente más libre de enemigo y, por lo tanto, más seguro. Poco más de un mes después de iniciadas las sesiones de Cortes, estando todavía en la isla de León, el diputado Lladós propuso el traslado de las mismas a otro lugar más resguardado. Entre los razonamientos, se citaba, además, la existencia de escasas fuerzas militares, la miseria con la que se vivía en la zona, y el estar expuestos continuamente a las granadas que se lanzaban desde el otro lado de la bahía, entre otras circunstancias.
Una de las voces apoyando el traslado fue la de Rovira, que aludió a que Napoleón había hecho salir a la Junta Central de Aranjuez y Sevilla, “y sigue al gobierno en este punto, rehaciéndose y aumentando sus fuerzas”. Añadió que el empeño del emperador francés era destruir a la Nación, por lo que pidió que las Cortes saliesen de Cádiz y de la Isla, aconsejando que antes se hiciese “un manifiesto a la Nación de las causas decorosas y de utilidad que inspiran esta medida”.
Sin embargo, o bien Rovira era demasiado voluble en sus opiniones, o alguien le hizo inmediatamente cambiar de opinión, pues en la votación que se realizó la noche siguiente, el 22 de diciembre de 1810, efectuada de modo nominal, su voto fue en contra del traslado a Cádiz, uniéndose así a los 83 diputados que se oponían a la medida (contra 33 a favor), entre ellos todos los diputados murcianos.
El 18 de diciembre de 1810 tomó parte en la discusión del Reglamento de Provincias, cuya redacción no satisfizo a los diputados, provocando una polémica entre varios de ellos, que opinaban que no beneficiaría a sus respectivas provincias. Esto era lo que pensaba también Isidoro Martínez Fortún, a lo que se sumó Rovira, que admitió no tener mucho conocimiento sobre el tema, pero que, apoyándose en las opiniones de quienes le habían precedido, afirmaba que los que habían redactado el plan lo habían basado en simples puntales de apoyo, con lo que, “el plan se inclina a la ruina”, ya que “si a mí me dieran una casa que ha de servirme de albergue, y buscándola para mi alojamiento la hallara con diez y ocho o veinte puntales, diría: no entro yo en ella, esta casa no es segura”.
El 31 de enero de 1811 las Cortes están inmersas desde tres días antes en un intenso debate originado por la publicación de un artículo en el periódico “La Triple Alianza” juzgado como ofensivo incluso por muchos de los que votaron a favor de la libertad de imprenta. Amparándose en esto, diversos diputados aluden con nostalgia al Tribunal de la Inquisición. Rovira, firme partidario de la misma, hace un panegírico de la Religión más tradicional y, por supuesto, de la labor tan loable que, en su opinión, había desarrollado la Inquisición durante siglos. Las reflexiones que realiza son muy ilustrativas de su pensamiento al respecto:
¡Dichosos aquellos tiempos en que al verse el menor amago con que se atacaba alguno de los artículos de nuestra creencia la Iglesia Santa se cubría de luto; las vírgenes sagradas redoblaban sus oraciones; los sacerdotes derramaban entre el vestíbulo y el altar incesantes lágrimas; los Obispos se juntaban en Concilios, y los Reyes se ponían a la frente de sus ejércitos, llevando por divisa de sus combatientes las imágenes de Jesucristo y su madre Santísima! [...] ¡Ojalá que se renovase en nuestros tiempos un proceder tan religioso, y que en nada fuésemos más acalorados que en defender la religión santa de nuestros mayores, que tan solemnemente hemos jurado, y cuya defensa espera de V. M. toda la Nación!
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De ahí que Rovira pida en su intervención que se forme en Cádiz el “Santo Tribunal de la Fe, y trabajen en su propio instituto, y mucho más en unos tiempos en que tanto se necesita para lustre de nuestra religión. Porque sin religión no hay Estado, y el Estado con religión podrá vencer a sus enemigos, cuya arma más poderosa es la impiedad y el desarreglo de las costumbres. Y que vea todo el mundo que nos gloriamos de ser católicos”.
Rovira, que había dirigido la Junta de Murcia, defendió el papel de éstas instituciones cuando el diputado Manuel Rodrigo aludió a la posibilidad de supresión de las Juntas provinciales de Armamento y Defensa por resultar reiterativas. Rovira se mostró decididamente en contra de esta medida, y elogió su papel en la contienda, aludiendo a la “maravillosa instalación simultánea de casi todas las de la península”, recordando que probablemente Murcia fue la primera en establecerse.
Se le citó para declarar en dos casos que se estaban incoando por las Cortes: el 17 de julio de 1811 fue convocado en el Congreso para informar de la causa que se estaba formando al mariscal de Campo Pedro Agustín Echavarri, y posteriormente, el 6 de septiembre del mismo año, el decano de la Inquisición, Alejo Jiménez de Castro, le nombra testigo, junto a González Llamas, Simón López y el obispo de Calahorra, en el expediente que se le está instruyendo sobre la justificación de su conducta política y patriótica .
Entre ambas, el 28 de agosto de 1811, se le concede permiso para tratar con el gobierno asuntos relacionados con su iglesia de Murcia.
Fue miembro de las comisiones de Piezas eclesiásticas, Supresión de prebendas eclesiásticas, Disciplina externa y Poderes.
Sin duda, lo más llamativo de su gestión en el Congreso de los diputados, fue su decisión de renunciar a los emolumentos que le hubiesen correspondido como diputado, que ascendían a la nada despreciable suma de 44.000 reales.
Pese a su escasa actividad en las Cortes, fue uno de los firmantes de la Constitución de 1812.
Juan Sánchez Andújar
(Peñas de San Pedro, Albacete-Murcia 26 de junio de 1817)
Presbítero
El cura representante de una circunscripción equivocada
Cuando durante la sesión secreta celebrada la noche del 24 de octubre de 1810, juraba su cargo como diputado Juan Sánchez Andujar junto a Isidoro y Nicolás Martínez Fortún y Vicente Cano Manuel, representantes también por Murcia, se iniciaba una de las trayectorias más breves de los parlamentarios murcianos en las Cortes de Cádiz.
El cura de Sax (Alicante, perteneciente hasta 1836 al Reino de Murcia), como era conocido por todos, tradicional y contrario a las innovaciones, no debió encontrarse cómodo en unas Cortes que amenazaban con trastocar muchos de los conceptos que se tenían por inamovibles e intocables en aquella España de comienzos del siglo XIX.
Juan Sánchez, al que le precedía su fama de orador, había llegado a la localidad de Sax en 1785 para sustituir al anterior párroco, y pronto se distinguió en aquel municipio por su carácter luchador en pro de aquel templo, un edificio incapaz de acoger a los parroquianos que pretendían acudir a misa los días señalados. En 1792, y gracias al empuje y tesón del sacerdote, las obras del templo habían terminado. La actual fisonomía que presenta hoy la iglesia de esta localidad se debe a su iniciativa.
El cura participó con diversas colaboraciones en el “Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los párrocos”, un periódico impulsado por Godoy para intentar mejorar la situación económica y social de España a través de la ilustración del pueblo. Estaba coordinado por profesores del Real Jardín Botánico de Madrid, y en sus páginas plasmó sus opiniones sobre diversos asuntos Sánchez Andújar, defendiendo y promocionando las virtudes del arbolado, por ejemplo:
Convencidos por este medio de la hermosura y fresco saludable que las alamedas prestan a los pueblos en el verano, de la firmeza que dan a las riberas de los ríos, cuyas avenidas contienen en el invierno, del pasto que ofrecen a los rebaños con la lluvia abundante de su hoja que despiden en el otoño, y de la leña y madera que en todo tiempo acopian al labrador para instrumentos de labranza
104.
Al aludir a éstas y otras cuestiones relacionadas con las posibilidades industriales del pueblo, es fácil rastrear su entusiasmo cuando afirma “[...] me lisonjea que con el tiempo será la ocupación más general, se desterrará en parte la mendiguez y el Estado sacará algún fruto de los brazos que le eran onerosos”.
El 28 de enero de 1810, en medio de un ambiente festivo en la localidad, que incluía concursos de baile, carreras y tiro tuvo lugar en Sax la elección para diputado a Cortes, que recayó en Juan Sánchez Andújar. Quince días después, el 12 de febrero, sería elegido en Murcia con 14 votos de 24.
El 7 de noviembre, cuando sólo habían pasado dos semanas desde su jura como diputado, Sánchez Andújar presenta a la Comisión de Poderes del Parlamento un memorando exponiendo sus dudas sobre la legitimidad de su nombramiento por la provincia de Murcia, ya que era natural de Peñas de San Pedro, que pertenecía al Reino de Murcia, pero que había encuadrado al diputado Juan Lera y Cano, nacido en el mismo pueblo, en la circunscripción de la Mancha.
Curiosamente, cuando el 21 de marzo de 1811 la comisión dictaminó sobre el caso, anuló sus poderes pero no los del diputado Lera, argumentando que Juan Sánchez no había nacido por la circunscripción por la que había salido elegido: “[…] que por varias vicisitudes a que han estado sujetas las provincias, con motivo de su nombramiento para diputado a Cortes y el de Juan Lera y Cano, naturales ambos de las Peñas de San Pedro, resultaba que, habiendo sido nombrado él por el Reino de Murcia, y el Sr. Lera por la Mancha, el pueblo de las Peñas tenía dos representaciones, lo cual era contrario a lo prevenido en el Reglamento”.
Casa de Juan Sánchez Andújar en Sax. Foto: Ana Martín.
La Comisión opinaba que el Sr. Andujar no podía ser diputado, y que debía mandar que ocupase su lugar el primer suplente elegido por el Reino de Murcia, […] “franqueándose al Sr. Andujar el correspondiente documento, que acreditando el motivo de su exclusión y la delicadeza con que había procedido, precaviese su honor de cualquier equivocado concepto”.
Su única participación en las Cortes se redujo a una memoria que presentó sobre el Gobierno de la península y colonias, que fue dirigida a la correspondiente comisión.
Pero no parece que Sánchez Andújar hubiera estado decidido a continuar en su puesto de diputado por mucho tiempo, toda vez que el primer día del año 1811 ya había presentado una solicitud de licencia a las Cortes para ausentarse durante cuatro meses, debido a unos problemas que según expone tiene en la vista y que se le habían incrementado desde su llegada a Cádiz, causándole un “[...] considerable menoscabo en su vista ocasionado indudablemente de las muchas humedades del país y salinas que le cercan”. En su solicitud, Sánchez Andújar alega que ya había perdido la vista anteriormente, y la había recobrado hacía menos de dos años, por lo que temía perderla nuevamente “si no la vigorizaba algún tiempo en su pueblo”.
La Iglesia de Sax fue notablemente ampliada a finales del siglo XVIII por Juan Sánchez Andujar. Foto: Ana Martín.
Si fue por problemas de conciencia o de salud es difícil de establecer, pero Sánchez Andújar, que ya había tenido ocasión de estar junto a Fernando VII en 1802, siendo aún príncipe heredero, se había mostrado firme partidario del monarca, tomando parte activa en las celebraciones que se hicieron en la localidad de Sax al regreso del rey absoluto, motivo por el cual pronunció un encendido discurso. El presbítero se colocó, al mismo tiempo, al frente de una procesión en presidida por la patrona Nuestra Señora de la Asunción en la que pudo oírse “casi sin interrupción, Viva María Santísima de la Asumpcion, viva Fernando Séptimo, Viva la Patria y la Religión, y muera la Constitución”105.
Tal entusiasmo por el monarca, y su clara oposición a una Constitución de la que abominaba el rey, le valió ser nombrado por éste Dignidad de Tesorero de la Catedral el 15 de julio de 1816, ya que el rey tenía la potestad, en virtud de un concordato con la Santa sede, de nombrar a todas las Dignidades, Prebendas y Beneficios de las Iglesias de España.
El nombramiento especificaba que el rey otorgaba tal distinción “[...] atendiendo al mérito y buenas prendas de Don Juan Sánchez Andúxar, a su larga carrera de cuarenta y ocho años en el ministerio de Párroco, a su brillante literatura, notoria virtud y acreditado celo que le han merecido las más distinguida reputación en esa Diócesis, y el mejor concepto de su prelado”.
Pero poco le duró el cargo a Sánchez Andujar, ya que el 26 de junio de 1817, a las 6’45 de la mañana, moría en Murcia.
Las Cortes disponen entonces que Juan Cayetano Ibáñez, caballero maestrante de Ronda, primer Diputado suplente por el Reino de Murcia, sustituyese a Sánchez Andujar, pero nunca se presentó en la Asamblea gaditana, alegando “estrechez de recursos” y sufrir un “quebrantamiento de su salud” que le impedían personarse en las Cortes.
Notas
89. Véase sobre el particular Juan González Castaño, “Aproximación a la guerra de la Independencia en el antiguo Reino de Murcia”, Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia, discurso de apertura del curso académico 2009-2010, Murcia 2009, págs. 19 y ss.
90. Jiménez de Gregorio realiza una pormenorizada y documentada descripción de aquellos hechos desde su nacimiento. Fernando Jiménez de Gregorio: “Murcia en los dos primeros años de la guerra por la independencia”, Publicaciones de la Universidad de Murcia, Imprenta Sucesores de Nogués, Murcia, 1947, pags. 39 y ss.
91. Id. Pág. 42
92. Id.
93. Diego Sánchez Jara, “Intervención de Murcia en la Guerra por la Independencia”, Diputación Provincial de Murcia, Murcia, 1958, pág. 117. Sánchez Jara realiza una exhaustiva documentación de los hechos.
94. De Gregorio, pág. 53.
95. González Castaño, 2009, pág. 55.
96. Sobre este período en la biografía de Cano Manuel véase Pere Molas Ribalta, “La audiencia borbónica del Reino de Valencia 1707-1834”, Universidad de Alicante 1999.
97. José Gómez de Arteche y Moro, “Guerra de la Independencia. Historia militar de España de 1808 a 1814”, Depósito de la Guerra, Madrid, 1881, Vol. IV pág. 14.
98. Biblioteca del murciano o Ensayo de un diccionario biográfico y bibliográfico de la Literatura en Murcia”, por José Pío Tejera, Madrid, Tip. De la Revista de archivos, bibliotecas y museos, 1924, Tomo I, pág. 349.
99. Simón Lopez García, “Despertador Christiano-político...”, pág. 41-42. Murcia, 1808.
100. Véase “José Frutos Baeza, “Bosquejo histórico de Murcia y su concejo”, Academia Alfonso X el Sabio, Murcia, 1988, págs. 140 y ss.
101. Henry Charles Lea “Historia de la Inquisición española”, Fundación Universitaria Española, Madrid 1983, Vol. III, pág. 878 y ss.
102. Cit. por Cayetano Tornel Cobacho, op. Cit., págs. 88-89.
103. Antonio José Mula Gómez, 1982, pág. 63.
104. Cit. por Vicente Vázquez Hernández en “El proceso involucionista de un clérigo ilustrado”. Don Juan Sánchez Andujar, cura de la villa de Sax (Alicante), diputado en las Cortes de Cádiz y canónigo de la catedral de Murcia”, en Anales de Historia Contemporánea Nº 14, págs. 315-334. Universidad de Murcia, 1999.
105. Op. Cit., pág. 325.