Es norma mundial, española y levantina en particular, que para la construcción de una obra de defensa sean necesarias tres avenidas reales: la primera mentaliza a los técnicos de su necesidad, la segunda propicia la redacción del oportuno proyecto, y la tercera obliga al libramiento de crédito necesario para la construcción de la obra.
Es de destacar, como primer gran impulso en la defensa contra las riadas, el que produjeron las inundaciones de San Calixto y San Severo a mediados del siglo XVII. Tras ellas se realizó un estudio que proponía acometer una serie de obras de defensa para proteger la ciudad de Murcia. Serían realizadas casi en su totalidad, pero tardarían nada menos que dos siglos en culminarse.
Si la catástrofe es motor de la hidráulica, no puede sorprender que fuese precisamente la riada más destructiva vivida en la región –la de Santa Teresa, en 1879– la que impulsara definitivamente a emprender la definitiva regulación de la cuenca.
Joaquín Costa, líder regeneracionista, fue una de las primeras voces que clamó por la necesidad de buscar remedios a la situación:
Recordáis lo que pasó en 1879. La mitad de la provincia de Murcia perdió la cosecha por efecto de las sequías y la otra mitad por efecto de las terribles inundaciones de Levante. El daño que causaron las inundaciones, por sí solas, se calcula en doscientos millones. Pues bien, si hubiese una política nacional, con mucho menos de la cantidad gastada, de una vez se hubiera construido [...] encauzamientos como el del Segura, canales como el de Totana, bastantes a desviar los ríos Segura, Quípar, Sangonera, Argos, Moratalla y demás, el exceso de agua turbia que arrojó en ellos la tormenta, y ni hubiera habido inundaciones en la vega ni sequías al extremo opuesto, ni habrían perecido trágicamente mil honrados labradores, ni habrían emigrado a Argelia diez mil, ni continuaría ahora el peligro de que a lo mejor se reproduzca aquella espantosa catástrofe.
En 1886 se presentó ‘El proyecto de obras contra las inundaciones en el valle del Segura’, de los ingenieros Ramón García y Luis Gaztelu. Tras realizar un detenido repaso a las causas de las inundaciones de la zona, plantea una serie de obras en la cuenca del Segura y el Guadalentín, los dos ríos causantes de las desastrosas avenidas.
Las propuestas se resumían en tres capítulos: la reducción de los aportes de las lluvias en esos ríos, almacenándolas en una tupida red de embalses en su cabecera; el sangrado de los cursos de agua mediante diversos canales de derivación y, en tercer lugar, la necesidad de mantener apartada de la huerta la conjunción entre Guadalentín y Segura –a través del canal de derivación de Totana a la rambla de Mazarrón y del Reguerón.
A pesar de no acometerse en ese momento todas las obras planteadas en él, el estudio de estos ingenieros resultó vital en la política hidráulica regional para paliar las inundaciones, ya que todos los trabajos posteriores realizados con este fin lo tomaron como modelo.
Desde los años 10 del siglo pasado, una serie de embalses fueron contribuyendo a la regulación progresiva de los ríos de la cuenca. Pero son las violentas inundaciones de 1946 y 1948 –de nuevo entró en funcionamiento el motor hidráulico de las tragedias– las que impulsaron a que se acometieran los proyectos de los pantanos Cenajo y Camarillas, con los que quedó regulada la Vega Alta.
Las graves riadas de 1973 acarrearon como consecuencia el Plan General de Defensa para avenidas del Segura de 1977, del ingeniero José Bautista Martín.
Tras cinco riadas consecutivas entre los años 1982 y 1987, se pone en marcha el Plan de Defensa de Avenidas de la Cuenca del Segura, que constituye una actuación en materia hidrológica sin precedentes en España, y pone fin a un problema secular en la región.
El plan aprobaba la realización de 23 obras, entre las que se incluyen diez encauzamientos y trece presas. Preveía la realización de obras en una docena de ramblas especialmente conflictivas (del Moro, del Judío, Algeciras, Cárcavo, Boquerón...) en las que el abandono de los sistemas tradicionales de riego con agua de lluvia había provocado que se colapsaran, convirtiéndose en trampas mortales cuando había lluvias torrenciales. También se construyen presas en los ríos Mula y Guadalentín.
Por otro lado, se amplía el Paretón de Totana –que pasa de tener una capacidad de 300 metros cúbicos por segundo a 800–, y se realiza el recrecimiento y encauzamiento del Reguerón con muros de hormigón de 6 metros de altura, con lo que la amenaza del río Guadalentín desaparece definitivamente para la huerta de Murcia.
Asimismo, se reducen las curvas del río, que es acortado en 22 kms. desde la Contraparada hasta su desembocadura.
Los peores desastres acaecidos en la capital en materia de inundaciones vinieron siempre de la mano de estos dos ríos. La confluencia entre ambos no era la actual: el Guadalentín se unía al Segura antes de pasar éste por la capital, siguiendo su curso después desde el Malecón hasta la Puerta del Orihuela. Esto constituía un abrazo, a menudo mortal, a la ciudad, ya que, en casos de lluvia intensa, se producía una violenta e inmediata subida de las aguas, que anegaban huerta y población.
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Presa de los sangradores -originaria de 1657- en 1948. Se trataba de una obra de diseminación de avenidas y propiciaba el mayor sistema de aprovechamiento de aguas pluviales de la región. Estaba colocada en la confluencia de la rambla de Tiata y el Guadalentín y desviaba las aguas del río hacia los partidores de Marchena, Cazalla y Tamarchete. La riada de 1973 acabó con ella. |
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A veces, la violenta unión de ambos ríos crecidos producía un “regolfar de las aguas” –es decir un retroceso de uno de los cauces, el de menor volumen, contra su propia corriente– dando lugar a un fenómeno enormemente dañino.
Esta circunstancia impulsó durante siglos a intentar buscar una solución. Desde el siglo XVII, la propuesta es “divertir” –desviar– el cauce del Guadalentín, de forma que no se uniese al Segura hasta una vez pasada la ciudad de Murcia.
Un informe realizado por técnicos poco después de una gran riada ocurrida en el siglo XVIII, se expresaba así respecto al problema de las inundaciones en Murcia:
El remedio sin que se contemple otro [...] es divertir el curso del Sangonera, por donde sea más distante reduciéndolo a madre, para que de esta suerte, enfrenado su orgullo, nunca se puedan comunicar con las aguas del Segura y la huerta se liberte de sus inundaciones.
El primer intento de evitar esta fatídica unión fue la Lucia, un simple muro que cortaba el paso de las aguas hacia la ciudad y las encaminaba por otra salida. El momento de su puesta en funcionamiento no está claro –hay quien se remonta incluso a época romana–, pero parece probado que existía antes del siglo XI. Se trata de un precedente del canal del Reguerón que, ochocientos años más tarde, sería la solución definitiva a este grave problema.
Fue el ingeniero Sebastián Ferigán quien se encargó de llevar a cabo el proyecto del Reguerón. Este cauce intentaba recoger las aguas de las avenidas del río Guadalentín justo antes de la capital (El Palmar) y trasladarlo una vez pasado ésta (en Beniaján).
Con la construcción y puesta en marcha de este canal, en 1745, Murcia se liberó en buena medida de esta lacra, pero el problema quedó traspasado a otros ámbitos. La unión del Guadalentín con el Segura, realizada más abajo que lo había hecho hasta entonces, provocó a partir de esa fecha numerosas quejas de las poblaciones que se encontraban río abajo, entre ellas Orihuela, cuyos convecinos comenzaron a denominar la obra con el gráfico apelativo de “zanja de la muerte”.

Los diques longitudinales situados a lo largo de un río o una rambla, han constituido una de las defensas más características de las poblaciones de la región para protegerse de las avenidas. A veces se trata de simples motas, realizadas en tierra, para contener pequeñas acometidas de agua. Son muy características a lo largo del Segura y el Guadalentín.
En otras ocasiones se trata de obras de más envergadura, revestidas con piedra o realizadas de mampostería, como los malecones.
En la región existen malecones en el Guadalentín a su paso por Lorca, y en Cartagena, a ambos márgenes de la rambla de Benipila. También en Jumilla y Totana, como elemento de protección de las correspondientes ramblas que atraviesan la ciudad.
El más característico es el Malecón de Murcia, que durante siglos ha protegido –o lo ha intentado, porque sus roturas han sido numerosas a lo largo de la historia– a la ciudad de las avenidas del río. Su construcción data de 1420 y tiene su origen, como casi siempre, en varias inundaciones que, de manera casi consecutiva, afectaron a la ciudad durante los primeros años del siglo XV.
Este primitivo Malecón era mucho más largo que el actual y rodeaba toda la ciudad. Sin embargo, por estar construido en tierra, fue destruido por muchas riadas, que abrían enormes boquetes en él, con la consiguiente inundación para la población.
En el año 1735 se hizo por fin con revestimientos resistentes, confiriéndosele el aspecto de paseo con que hoy se conoce.
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